Meridional revista Chilena de estudios latinoamericanos

Número 7, octubre 2016, 227-250

la mujer en el discurso nacionalista puertorriqueño de la primera mitad del siglo XX: Hitos de la raza de María Cadilla de Martínez*

Thomas Rothe Universidad de Chile, Chile tcrothe@gmail.com

Resumen: Este trabajo analiza el libro Hitos de la raza (1945) de la escritora puertorriqueña María Cadilla de Martínez (1886-1951), enfocándose en las estrategias discursivas utilizadas para legitimar el papel de la mujer intelectual en la construcción de una identidad nacional. Su obra se inscribe en el contexto de polémicos debates nacionales en torno a la afirmación identitaria puertorriqueña, llevados a cabo durante la primera mitad del siglo XX como una reacción al nuevo dominio colonial estadounidense a partir de 1898. El análisis de la obra se apoya en perspectivas teóricas sobre la esfera pública y el concepto de contrapúblico subalterno femenino, además de utilizar un método comparativo que demuestra los diálogos con Insularismo (1934) del puertorriqueño Antonio S. Pedreira y el Ariel (1900) del uruguayo José Enrique Rodó. El análisis del libro se organiza en tres ejes específicos: la influencia arielista (tanto a niveles estructurales como ideológicos), las representaciones de la mujer y el tratamiento de temas raciales.

Palabras clave: María Cadilla de Martínez, escritura de mujeres, arielismo,

Insularismo, siglo XX puertorriqueño.

* Becario CONICYT. Este trabajo forma parte de los resultados obtenidos en el Proyecto Fondecyt 1140745, dirigido por la investigadora responsable Lucía Stecher y las coinvestigadoras Natalia Cisterna y Alicia Salomone.

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Women in Puerto Rican Nationalist Discourse During the First Half of the 20th Century: María Cadilla de Martínez’s Hitos de la raza (milestones of tHe race)

Abstract: This article analyzes Hitos de la raza (Milestones of the Race) (1945) by Puerto Rican writer María Cadilla de Martínez (1886-1951), focusing on the discursive strategies used to legitimize the role of women intellectuals within the context of building a national identity. The author’s work was published during a time of controversial national debates surrounding the affirmation of Puerto Rican identity during the first half of the 20th century, largely responding to the impact generated by the U. S. taking possession of the island in 1898. The analysis draws on theoretical concepts such as public sphere and feminist subaltern counter-public, as well as comparative methods that discuss affinities and differences with Insularismo (1934), by Puerto Rican author Antonio S. Pedreira, and Ariel (1900) by Uruguayan author José Enrique Rodó. The book is analyzed along three main arguments: Arielist influence (both on structural and ideological levels), representations of women, and the treatment of racial issues.

Keywords: María Cadilla de Martínez, women’s writing, Arielism, Insularism,

20th century Puerto Rico.

Introducción

La historia literaria de Puerto Rico recuerda a María Cadilla de Martínez (1886-1951)1 como una gran folclorista, una de las más prolíficas de la primera mitad del siglo XX. Su obra revela una producción literaria e intelectual compleja que supera los límites de la categorización en un llamado género menor, entablando diálogos con el campo cultural y los debates políticos de su época. Esta producción se complementa con más de treinta años de docencia universitaria y una férrea colaboración al sufragismo femenino en su país. En más de una docena de libros, que abarcan desde la poesía hasta la narrativa y el ensayo, Cadilla de Martínez explora el problema de la puertorriqueñidad, el tema identitario que preocupa a la intelectualidad boricua especialmente a partir de 1898, fecha en que Estados Unidos comenzó su ocupación colonial

1 Algunas fuentes consultadas fechan su nacimiento en 1884, sin embargo, la mayoría coincide en 1886.

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en la isla. Inserta en la generación del treinta, la obra de Cadilla de Martínez destaca por problematizar el lugar de la mujer intelectual en la construcción nacional, además de visibilizar conflictos raciales que atravesaban la sociedad puertorriqueña.
Este trabajo tiene por objetivo analizar el libro Hitos de la raza (cuentos tradicionales y folklóricos) (1945), una colección de doce relatos en que Cadilla de Martínez apela a la memoria histórica de Puerto Rico, enfatizando en la participación de personajes cotidianos. El libro, que tiende a ser catalogado como un estudio folclórico (Rivera de Álvarez 151), combina una variedad de herramientas literarias e historiográficas para producir una obra híbrida que tensiona las concepciones de lo popular y lo ilustrado, con una clara influencia del arielismo, tendencia ideológica derivada del emblemático ensayo modernista Ariel (1900) del uruguayo José Enrique Rodó. Cadilla de Martínez no solo reproduce en uno de los cuentos la estructura narrativa de maestro-alumno (en este caso, alumna), sino que su defensa de la memoria y la autonomía cultural puertorriqueña a lo largo del libro dialoga con el manifiesto latinoamericano presente en el texto de Rodó. De esta manera, se apropia de recursos arielistas para legitimar su propia autoría femenina, abogando por la inclusión de la mujer intelectual en los debates nacionales contemporáneos, estrategia que aporta a la conformación de un contrapúblico (Fraser)2 y un espacio de diálogo alternativo al que configura la intelligentsia puertorriqueña de la época. Pese a esta postura contrahegemónica con respecto a lo femenino, el libro de Cadilla de Martínez perpetúa ciertas visiones objetualizantes de sujetos subalternos, principalmente el negro y el indígena. Con estos factores en la palestra, el análisis del libro se centra en tres ejes específicos: la influencia arielista (tanto a niveles estructurales como ideológicos), las representaciones de la mujer y el tratamiento de temas raciales.

Cambio de mando: el nacionalismo cultural y la generación del treinta

Cuando Estados Unidos tomó posesión de Puerto Rico en 1898, la isla
fue escenario de un completo reordenamiento del poder económico. Como

2 Nancy Fraser propone el concepto de contrapúblicos subalternos como espacios discursivos de autodeterminación que resisten la hegemonía de la esfera pública burguesa y excluyente (115).

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señala Ángel Quintero Rivera, durante los primeros años de la ocupación, la política colonial se propuso desarticular el tradicional sistema de haciendas de pequeño y mediano tamaño, concentrando la producción industrial-agrícola en manos de grandes empresas estadounidenses, principalmente dedicadas al cultivo y elaboración de azúcar3 (94-95). Aunque sectores sociales como los profesionales inicialmente veían su integración a la economía norteamericana como un momento de apertura hacia el liberalismo político y la modernidad, la ilusión de “americanización” se fue disolviendo dentro de las primeras décadas del siglo XX (Quintero Rivera 97). Estos cambios se revelaron como hostilidades más acentuadas para la clase dominante puertorriqueña:

A finales del decenio de 1920 la clase de los hacendados, otrora casi hegemónica, ya había perdido la base estructural de su existencia misma. La falta de una clase capaz de formular algún proyecto ideológico-cultural en su lucha por la hegemonía causó una profunda crisis cultural en el país; una crisis que la generación intelectual del periodo resumió en la expresión “la búsqueda de identidad” (Quintero Rivera 102).

Conocidos como la generación del treinta, los escritores e intelectuales de esa época representan un conjunto heterogéneo en cuanto a propuestas literarias e ideología, que incluye al historiador Tomás Blanco, el poeta negrista Luis Palés Matos, la ensayista Margot Arce, el poeta y político Luis Muñoz Marín, entre muchos otros. Pese a su diversa composición, una característica que define a esta generación es la asumida tarea de definir la identidad puertorriqueña (Meléndez 526), la que desembocó en una generalizada exaltación de la herencia española como una manera de oponerse a la imposición cultural angloamericana (Roy-Féquière 4). Desde la esfera letrada, el nacionalismo cultural cae en una serie de contradicciones producidas por la situación colonial: como describe Magali Roy-Féquière, esta generación intelectual “chose to combat one colonialism with another, and to formulate their idea of the nation using racialist discourses that were

3 Aunque también se invirtió capital norteamericano en la producción de tabaco, que sería el segundo producto de exportación más importante del comienzo de siglo; por su parte, el café, que disfrutó de una edad de oro durante los dos últimos decenios del siglo XIX, entró en una crisis productiva relacionada con las nuevas leyes fiscales y la desarticulación de las tierras (Quintero Rivera 91, 94-97).

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in contradiction to the heterogeneous racial reality of the island” (4)4. Por su parte, José Luis González interpreta que el nacionalismo que las élites puertorriqueñas instalaron en la primera mitad del siglo XX reflejó los valores culturales y angustias de una sola y reducida clase social, negando la importancia de otros sectores de la población puertorriqueña, en especial los afrodescendientes (30-37).
El dilema sobre la identidad puertorriqueña se manifestó en el ámbito político desde los primeros años de la invasión y fue retomado en la esfera cultural mediante la emblemática encuesta de la revista Índice el año 1929: “¿Qué y cómo somos?” (Flores 9; López-Baralt 12)5. De los cuatro fundadores de la revista, fue Antonio S. Pedreira quien lideró el frente intelectual al bosquejar la respuesta más elaborada a esa pregunta: el resultado fue su libro Insularismo: ensayos de interpretación puertorriqueña (1934), la canónica obra que estableció los paradigmas culturales de la isla durante gran parte del resto del siglo XX. Insularismo debe ser leído considerando dos dimensiones: por un lado, como señala Juan Flores, Pedreira aboga por un espíritu de resistencia en la autodeterminación identitaria, afirmando la existencia de una nacionalidad puertorriqueña con argumentos que ubicaron a la isla en el mapa intelectual (8-10); pero, por otro, la obra se sustenta en un determinismo racial –no excepcional en la época– que atribuye la pereza y docilidad del pueblo puertorriqueño a la mezcla de razas, en especial con los africanos, llevados a la isla como esclavos entre el siglo XVI y el XIX (46). Así, según Pedreira, la superioridad racial del blanco español “funda nuestro pueblo” pero luego “se funde con las demás razas” para provocar “nuestra con-fusión” (45). Esta retórica seudocientífica e histórica

4 Una característica de esta generación intelectual es su manifiesta hispanofilia, muchas veces interpretada como una respuesta a la invasión cultural estadounidense, presente hasta en los escritores más críticos, como, por ejemplo, la poeta mulata Julia de Burgos, quien en varios textos glorifica un vínculo emocional o espiritual con España (Roy-Féquière 40-41).

5 En 1903 el político Rosendo Matienzo Cintrón lamentó la falta de un “alma”

puertorriqueña, lo que encontró eco en las preguntas del historiador Mariano Abril en

1929: “¿Pero… existe el alma? ¿y puertorriqueña?” (Flores 9); a su vez, el protagonista de la novela Redentores (1925), de Manuel Zeno Gandía, comenta: “Nos ataron al caballo de guerra del vencedor. ¿Qué hicieron de nosotros? ¿Qué somos?” (ctd. en López-Baralt 12). En cuanto a los resultados de la encuesta, Juan Flores señala que la mayoría de las respuestas niegan la existencia de un alma o modo particular del puertorriqueño y caracterizan la nación en términos negativos (10).

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también busca explicar los orígenes de la masa mestiza, reivindicando la figura del campesino, o jíbaro6, como resultado de las generaciones de descendientes de españoles que se adoptaron a las condiciones climáticas del trópico (47). Sin embargo, Pedreira mira al mundo popular con desdén, negándole su valor en la conformación cultural de la isla: por ejemplo, desconoce la importancia de la décima (pese a su origen español) como una forma poética oral de amplio uso en el campo puertorriqueño antes de la llegada de la imprenta en 1806. De hecho, Flores mantiene que la décima, en sus variaciones locales, es la forma poética más representativa de la población puertorriqueña (35).

Insularismo establece vínculos con una serie de obras paradigmáticas sobre la raza que fueron publicadas durante las primeras décadas del siglo: el texto dialoga directamente con La rebelión de las masas de José Ortega y Gasset, La decadencia de Occidente de Oswald Spengler y el Ariel de Rodó, uno de los más influyentes ensayos latinoamericanos. Este último le prestó a Pedreira los fundamentos de la “latinidad” americana en contraste con la avasalladora amenaza cultural angloamericana. Pero la lealtad hispana de Pedreira –al igual que la de otros muchos hispanófilos latinoamericanos de la época– reside en destacar solo los aspectos más conservadores del legado feudal español y no las tradiciones revolucionarias y progresivas de la España moderna en pleno desarrollo durante la primera mitad del siglo (Flores 17). Esta miopía apunta a los intereses que Pedreira tenía investidos en la clase hacendada venida a menos a partir del cambio de mando colonial. Y es que el discurso que Pedreira elabora a lo largo del libro revela las contradicciones de la agenda del nacionalismo cultural. Flores señala que, en el momento en que se escribió Insularismo, los argumentos raciales que aparecen en el libro ya habían perdido legitimidad científica, atestiguando más a la confusión del autor que del pueblo que trata de describir (44); constituyen incluso el mismo tipo de retórica utilizada por los ideólogos más reaccionarios e imperialistas del día, como Adolf Hitler (46). En relación con el contexto en que Pedreira escribe, Flores observa: “What is perhaps even more ironic— and pertinent to the case of Puerto Rican history—is that it was this very ideology which was appealed to in justifying the United States occupation of the Caribbean” (47), juicio que articula las paradojas del libro, ya que

6 Como símbolo nacional, la figura del campesino blanco/mestizo fue introducida en el siglo XIX con el movimiento literario criollista, especialmente a partir de la novela El gíbaro (1849) de Manuel Alonso.

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no termina afirmando una identidad cultural particular, sino más bien la racionalización del statu quo cultural (74).
El rol que Pedreira reserva para las mujeres en su visión de país también evidencia un discurso paternalista común entre varios de los escritores de la generación del treinta7 (Gelpí 1-2). En vez de excluir a la mujer de su análisis político, Pedreira determina cuál debiera ser su aporte al desarrollo nacional:

La amplitud del dintorno no puede excluir el hogar, que es el centro del sistema planetario de la feminidad. Las exigencias de la vida pública no deben malograr a la ama de casa ni rebajar a segundo término la atención que en todo momento se debe a la economía doméstica. Misión política –¡y tan patriótica!– es la de ayudar a formar, entre nosotros, a la perfecta dueña de casa (119).

El deber social de la mujer se circunscribe al espacio doméstico, a preocuparse del orden de la casa para sostener al hombre que se dedica física e intelectualmente a forjar la nación. Esta cita y otras de similar tenor dejan constancia de la amenaza que algunos hombres intelectuales sentían frente al creciente protagonismo social de la mujer, tanto en el ámbito profesional como en el campo de las ideas. Esta apertura de nuevas oportunidades para la mujer se debió en parte al nuevo sistema educacional norteamericano. Como señala Magali Roy-Féquière, aunque muchas escuelas empezaron a funcionar con una lógica capitalista de producción a favor de los intereses estadounidenses, esto tuvo un impacto significativo para las mujeres, quienes encontraron más oportunidades para educarse e insertarse en la fuerza laboral (28)8. Incluso, en las primeras dos décadas del siglo XX, las mujeres constituyeron tres cuartos de los graduados del Colegio de Profesores de la Universidad de Puerto Rico (Roy-Féquière 29-30). De ninguna manera esto implica que la presencia

7 En su libro Literatura y paternalismo en Puerto Rico, Juan G. Gelpí señala que “el nacionalismo cultural se puede ver como una manifestación de un discurso paternalista más abarcador que se origina en el siglo XIX, muy ligado a una clase social –la de los hacendados– y, en el campo letrado, a la figura de Salvador Brau” (2).

8 Esta misma tensión afectó a la clase trabajadora. Blanca G. Silvestrini señala que: “The labor struggles became a microcosm of some of the contradictions in Puerto Rico. On one hand, the movement severely criticized the practices of the American companies on the island; but on the other, its leadership supported the permanent incorporation of Puerto Rico in American society as a guarantee of broader liberties” (150). Para una mayor elaboración de estas contradicciones entre beneficios y privaciones, también véase Quintero Rivera (96-97).

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estadounidense provocó la aparición de mujeres intelectuales en la isla; antes de la intervención ya se habían establecido varias escritoras en el campo literario nacional, entre ellas Ana Roqué de Duprey (1853-1933) y Carmela Eulate Sanjurjo (1871-1961), con amplio apoyo de los intelectuales liberales que se juntaban en el Ateneo Puertorriqueño (Paravisini-Gebert 681). Sin embargo, el libro de Pedreira se puede leer como una reacción a los avances más concretos y visibles de la mujer tanto en el ámbito público como en su calidad de intelectual.
Utilizar la estructura dicotómica de lo privado y lo público ha sido una estrategia de larga data en los discursos patriarcales para reducir el papel social de la mujer a una importancia de segunda categoría. Nancy Fraser describe estos términos como “clasificaciones culturales y rótulos retóricos” (126), más allá de sus denominaciones como esferas sociales, y señala que: “En el discurso político son términos poderosos, que se utilizan con frecuencia para deslegitimar ciertos intereses, ideas y tópicos, y para valorizar otros” (126). En este sentido, el libro de Pedreira asume, en relación con las mujeres, una “retórica de la privacidad” que ha sido empleada “históricamente para restringir el universo de confrontación pública legítima” (Fraser 126). Pedreira busca abrir el debate sobre la afirmación identitaria nacional, pero también busca deslegitimar a los negros y a las mujeres para que sus opiniones no cuenten en la discusión, fórmula retórica que resguarda su propia posición de poder a partir del color de la piel y el género. Los argumentos de Fraser nacen a partir del concepto de esfera pública propuesto por el sociólogo alemán Jürgen Habermas. En su definición original, la esfera pública constituye un espacio discursivo de influencia política extraoficial que surge en las sociedades europeas de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, asociándose con el nacimiento del Estado moderno. Se trata de espacios de conversación, como los salones literarios o los cafés, que se despliegan hacia la publicidad escrita y los periódicos, generando una nueva manera de organización social donde las personas privadas (correspondientes a las nuevas capas burguesas) forman la opinión pública (Habermas 61-64). Fraser considera que el modelo de Habermas idealiza la participación abierta en esa esfera pública burguesa, la que en la práctica excluye principalmente los aportes de mujeres u otros sujetos marginales, que simultáneamente pueden construir sus propias esferas discursivas denominadas contrapúblicos subalternos. Estos son descritos como “espacios discursivos paralelos donde los miembros de los grupos sociales subordinados inventan y hacen circular contra-discursos, lo que a su vez les permite formular interpretaciones opuestas de sus identidades, intereses y necesidades” (Fraser 115).

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Pese a que Pedreira intenta consolidar una esfera pública burguesa, masculina y blanca, varios de los integrantes de la generación del treinta contradicen su proyecto ideológico. Algunas de las escritoras asociadas a la generación son Concha Meléndez (1895-1983), Margot Arce (1904-1990), Nilita Vientós (1903-1989), Julia de Burgos (1914-1953) y la misma María Cadilla de Martínez, precursora de las demás. Aunque la participación de escritores negros o mulatos es considerablemente menor a la de las escritoras, su tematización en la conformación heterogénea de la sociedad puertorriqueña se evidencia en el trabajo de intelectuales como Tomás Blanco y poetas del llamado movimiento negrista, como Palés Matos, cuyo libro Tuntún de pasa y grifería (1937) se considera una parodia lírica en respuesta a los argumentos racistas de Pedreira (López-Baralt 14). La disonancia entre estos escritores constituye una participación en contrapúblicos paralelos y en constante conflicto con el público homogéneo y burgués que pretende construir Pedreira. Más que los escritores de motivo negrista, son las mujeres las que realizaron una labor de generar un contrapúblico subalterno, a menudo promoviendo temas feministas, como el sufragismo o la igualdad de derechos laborales.
En este mismo período surgieron una serie de revistas que, por momentos, fueron dirigidas por mujeres y estuvieron orientadas a públicos femeninos. Entre ellas se encuentran Ámbito (1934-1937) y la Revista de la Asociación de Mujeres Graduadas (1938-1944), ambas de carácter académico, además de la última etapa de la revista del Ateneo Puertorriqueño (1935-1940), en la cual se abrió un espacio importante para la crítica literaria de mujeres, incluyendo colaboraciones de Meléndez, Arce, Vientós y María Teresa Babín (Jiménez Benítez). Estas revistas fueron vehículos para la publicación de la poesía de mujeres, difundiendo la obra de prominentes voces de la lírica puertorriqueña, como Clara Lair, Carmen Alicia Cadilla, Julia de Burgos, Ester Feliciano Mendoza, Carmelina Vizcarrondo, entre otras. La misma Cadilla de Martínez, desde la academia, colaboró en la revista Ámbito, contribuyendo a la construcción de estos espacios discursivos alternativos, lo que se complementó con su labor de docencia universitaria. Sin embargo, la presencia de estas publicaciones no asegura que las ideas de las mujeres tuvieran gran incidencia en la opinión pública; las mismas revistas mencionadas tampoco excluyeron la participación de hombres, algunos de los cuales, como Pedreira, estaban en clara confrontación ideológica con las intelectuales femeninas.
La influencia del modernismo hispanoamericano en la literatura puertorriqueña de la primera mitad del siglo XX es un elemento que demuestra las herramientas literarias compartidas por escritores de corte

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nacionalista hegemónico y las escritoras que luchaban por un espacio representativo en la construcción de las identidades nacionales. En el ámbito de las revistas literarias, esta influencia resulta clara, sobre todo en los primeros quince años del siglo. Según Adolfo Jiménez Benítez, circulaban alrededor de una quincena de revistas de corta existencia que “evidentemente reflejaron el interés literario de inclinación modernista, durante aquellos momentos de trauma y transición política de un régimen español a un régimen estadounidense y de los graves problemas y aspiraciones políticas del puertorriqueño”. La más significativa de ellas fue sin duda la Revista de las Antillas (1913-14), un foco del modernismo latinoamericano en la isla. Fundada por el poeta Luis Lloréns Torres, la revista canalizaba su visión literaria, que busca expresiones más propias y criollistas, encontrando motivos en la cultura rural de la isla, el lenguaje vernáculo y, nuevamente, la figura del jíbaro (Paravisini-Gebert 690). Jiménez Benítez señala que la revista y las teorías literarias de Lloréns Torres, afines al modernismo de tipo dariano, impactaron el vanguardismo puertorriqueño a partir de
1921. Es oportuno recalcar que, según la historia literaria puertorriqueña, el modernismo insular empezó a manifestarse solo a partir de la segunda década del siglo XX y una de sus características principales era la de despertar “una conciencia espiritual puertorriqueña que ahondó en lo indígena, en lo criollo y en lo iberoamericano, dándose a la exploración entusiasta y amorosa de nuestra naturaleza y de nuestra cultura mediante la ponderación de la lengua, la tradición y las raíces de nuestro origen” (Rivera de Álvarez 106-107). Resalta aquí la conjugación del modernismo, asociado a un sector ilustrado, con una búsqueda criollista, que se apoya en lo popular y la vida rural.
Aunque Insularismo aparece dos décadas después de la circulación de la Revista de las Antillas, supera los límites estilísticos del ensayo sociopolítico, demostrando inconfundibles intenciones literarias, particularmente influidas por la rama arielista del modernismo. Aparte de los guiños evidentes a Rubén Darío (sobre todo el título del apartado del último capítulo: “Juventud, divino tesoro”), el diálogo con Rodó entra en más profundidad al apropiarse de ciertos conceptos como el “optimismo paradójico” y el “ocio noble”. Interesa que Rodó en su ensayo denuncia a Estados Unidos como un imperio calibanesco que amenaza la soberanía latinoamericana, siendo un modelo entendible para Pedreira y su proyecto de nacionalismo cultural puertorriqueño. Estos diálogos y apropiaciones no pueden ser pasados por alto en el análisis de la obra de Cadilla de Martínez, quien utiliza muchas

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de las mismas herramientas discursivas, aunque tensiona ciertos aspectos, como la inclusión de la mujer y el mundo popular.

Hitos arielistas en la obra de Cadilla de Martínez:

nación, género y raza

María Cadilla de Martínez publicó Hitos de la raza en 1945, seis años antes de su muerte, formando parte de una etapa madura de su obra. El libro se construye alrededor de doce cuentos o viñetas sobre aspectos del pasado histórico de Puerto Rico. Incluye episodios dispersos, como los encuentros entre españoles e indígenas en el siglo XVI y duelos callejeros entre cantantes populares en el XIX, que apelan a la construcción de una memoria colectiva a partir de fuentes históricas e historias orales recogidas por la autora. Sin embargo, es un libro indudablemente literario. Mientras Rivera de Álvarez lo clasifica como un estudio folclórico (151), Concha Meléndez, en un recorrido por la producción novelística y cuentística de la generación del treinta, omite a Cadilla de Martínez, destacando a otros autores con similares características: el modernismo tardío de Alfredo Collado Martell en Cuentos absurdos (1931), donde “no todo lo que aparece es cuento; hay acuarelas en tonos gris y rosa; parábolas a la manera de Rodó”; y Antonio Oliver Frau por Cuentos y leyendas del cafetal (1938), que incluye “los cuentos recogidos de la tradición oral y los inventados” (533). Ahora bien, en el contexto de la excluyente visión que a Pedreira le urge instalar, es necesario indagar en cómo se insertan la mujer y los sujetos racializados en esta representación del pasado nacional y cuáles son las estrategias discursivas empleadas para contradecir la hegemonía del discurso nacionalista en circulación. Aunque la obra de Cadilla de Martínez participa del esfuerzo de sus pares intelectuales por construir conciencia de una cultura puertorriqueña autónoma, interesa analizar cómo este libro emplea un discurso alternativo capaz de influir en la formación de un contrapúblico femenino y cómo se relaciona la idea de lo popular con una noción de esfera pública.
La reconstrucción de historias populares constituye uno de los motivos principales del libro. No obstante, esta propuesta se ve tensionada por retazos modernistas presentes a lo largo de los textos, más visibles en los cuadros que abren y cierran el volumen. La primera viñeta del libro, “Memosyne”, expone la intención de recuperar una memoria colectiva para establecer

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ciertas características nacionales. Describe este tipo de memoria como una “estela rítmica” y un “impulso permanente del cual derivan los seres sus peculiaridades distintivas que les agrupan por raza” (7). A esta postura sumamente esencialista en relación con la pertenencia nacional, se agrega una visión esteticista que defiende la construcción de la memoria vía canales artísticos por sobre el ejercicio historiográfico. Dice la narradora:

Porque la pintura imaginativa es dúctil para la comparación, para la interrogación. Ella puede desarraigarnos para poder mejor juzgar al presente. Adquirimos con ella una conciencia nueva que tiene poder especial para abarcar conjuntos, para ver, en la experiencia, el hilo de la verdad (…). No hay razón de ser, como no hay verdad completa, si el hoy no es sondeado en sus profundas raigambres del ayer virtual (8).

Aquí expone el arte y la memoria como herramientas de la verdad en una visión no tan distante de las corrientes modernistas y arielistas, incluyendo la producción de Pedreira, quien a menudo proyecta sus soluciones políticas mediante el idealismo cultural, el culto a la belleza y los valores espirituales (Flores 75-76). Aparte de aderezar el texto con citas en francés, las que sorprenden en una supuesta creación folclórica, la evocación de Memosyne, personaje femenino de la mitología griega que representa la memoria (muchas veces escrita Mnemosyne o Mnemósine), también cumple con los códigos modernistas al apropiarse de imágenes parnasianas, indicando a su vez la perspectiva de mujer que quiere expresar la autora. Este posicionamiento genérico marca el tono del texto, definiéndose cuando la narradora sentencia que: “Ajena al minutero y horario de mi alcoba y con recogimiento espiritual (…) escribí [estos cuentos] para acceder a sus insistentes deseos de revelación” (8). La voz narrativa declara la necesidad de distanciarse del ámbito doméstico para ubicar su actividad creadora e intelectual fuera del hogar, en el espacio simbólico de la esfera pública, históricamente dominada por los hombres. Estas palabras también implican una definición de autoría femenina debido a que es la primera vez que la narradora se apropia de un “yo” (en párrafos anteriores habla desde un “nosotros”) para terminar firmando “La Autora” (9).
La influencia modernista vuelve a manifestarse de manera más clara en el cuadro que cierra el volumen, “Palomas afectivas”, que se modela en la estructura del Ariel de Rodó. Aunque el clásico ensayo y su autor no son mencionados en forma explícita en este cuento, la intertextualidad es evidente. Ambientado en el año 1913, el cuento se centra en una conversación entre D. Donato y la

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narradora, tomando la forma de una lección catedrática del viejo maestro a su alumna para plantear varios problemas políticos y culturales puertorriqueños, en particular los que se desprenden de su situación colonial. El ensayo del uruguayo había recurrido ya a esta estructura narrativa, al enfocarse en el discurso magistral de un profesor apodado Próspero –en alusión al personaje de La tempestad de Shakespeare– para criticar la modernidad capitalista de Estados Unidos, propulsora de una ideología utilitaria que amenaza el papel social del artista y el escritor, encargados de develar la belleza y el espíritu humano. Ambos textos comparten el uso retórico del sabio que traspasa su conocimiento y enseñanzas a una nueva generación, pero también coinciden con el discurso crítico de fondo que llama a defender lo propio frente a la imposición del imperialismo estadounidense. Esta afinidad ideológica se evidencia cuando D. Donato afirma que “el problema máximo entre nosotros es el de crear una ética que elimine del ambiente la funesta despreocupación que engendra el individualismo egoísta” (133); palabras reminiscentes de las críticas que hace Rodó al pueblo estadounidense por su “egoísmo utilitario” (47).
El problema colonial se manifiesta en el texto de Cadilla de Martínez en una dimensión más explícita que en el análisis de Rodó. El maestro Donato condena el fracaso de las industrias nacionales y la dependencia económica como una consecuencia del colonialismo, que no solo empieza con la dominación estadounidense, sino con la colonización española. Dice el maestro: “El pauperismo consentido y otras prácticas degeneran a nuestro pueblo en el cual parece que la enfermedad y la pobreza ya no tienen remedios (…). Esto proviene de la injusticia social, que nació aquí con las encomiendas y los feudos en la faena agraria hace más de cuatro siglos” (129). Esta visión crítica, basada en argumentos históricos, contrasta con la agenda del nacionalismo político y cultural de la época que glorificaba el pasado español9. De tal manera que D. Donato defiende la autonomía nacional sin reproducir ciegamente el discurso hispanófilo, planteando el problema de entonces en dimensiones históricas. Incluso establece vínculos con los movimientos independentistas de otras islas del Caribe, citando, por ejemplo, a José Martí en su condición de “patriota cubano”, quien denuncia los peligros de desarrollar un sistema económico basado en el monocultivo (130); y cuya

9 Pese a ser un ferviente independentista, Pedro Albizu Campos en la década de los treinta describió el régimen colonial español como “la vieja felicidad colectiva” (ctd. en González 14), siendo ejemplar de la hispanofilia que atravesaba las diferentes clases sociales e ideologías políticas en ese entonces.

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mención no deja de llamar la atención por su relación con el modernismo hispanoamericano. La principal acción que el texto propone para resolver estos problemas y definir un carácter nacional es mejorar la educación, cuyo sistema no funciona adecuadamente bajo medidas extranjeras: “[E]l período escolar es demasiado largo y no responde a nuestros recursos económicos y necesidades: se nos hace gastar tiempo y dinero en demasía y no se prepara al carácter y la habilidad manual o intelectiva para afrontar las necesidades circundantes” (132). Los conflictos que D. Donato especifica aquí reflejan los típicos rasgos de un sistema educacional colonial que funciona a partir de un modelo metropolitano, no de las realidades locales.
Como alegoría de un plan educativo, el texto coincide con el Ariel, que considera la educación una herramienta indispensable para asegurar que las nuevas generaciones de latinoamericanos no sean cooptadas por tentaciones materialistas y modelos foráneos. En los seis apartados que componen el ensayo, los argumentos de Rodó –a través del hablante Próspero– se guían por un sentido moral con respecto a la educación, una suerte de deuda que los intelectuales y personajes públicos tienen con la juventud. Así, denuncia la ideología pragmática y utilitaria de Estados Unidos, que proyecta “cierto falsísimo y vulgarizado concepto de la educación” (9-10) y sentencia que “[l]a multitud será un instrumento de barbarie o de civilización según carezca o no del coeficiente de una alta dirección moral” (26), para desembocar en un claro juicio sobre la necesidad de una reforma educacional, al menos a nivel conceptual:

La educación popular adquiere, considerada en relación a tal obra, como siempre que se la mira con el pensamiento del porvenir, un interés supremo. Es en la escuela, por cuyas manos procuramos que pase la dura arcilla de las muchedumbres, donde está la primera y más generosa manifestación de la equidad social, que consagra para todos la accesibilidad del saber y de los medios más eficaces de superioridad. Ella debe complementar tan noble cometido, haciendo objetos de una educación preferente y cuidadosa el sentido del orden, la idea y la voluntad de la justicia, el sentimiento de las legítimas autoridades morales (31).

Para Rodó, el Estado debe encargarse de estas garantías para establecer un piso equitativo desde donde todos tengan la misma posibilidad de éxito, medido más en términos espirituales e ilustrados que materiales. Sin embargo, su ensayo en sí no aspira a llegar a un público popular, lo que se evidencia

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en el lenguaje y las imágenes eruditas que utiliza (Shakespeare, la antigua Grecia, la filosofía europea contemporánea, etcétera). Rodó deja en claro su defensa de las sociedades latinoamericanas como productos del mestizaje, o “una herencia de raza, una gran tradición étnica que mantener” (37), y la necesidad de definir una identidad autónoma a partir de ese elemento que une el continente. Subiendo el tono, el hablante declara: “[N]o veo la gloria, ni en el propósito de desnaturalizar el carácter de los pueblos –su genio personal– para imponerles la identificación con un modelo extraño al que ellos sacrifiquen la originalidad irreemplazable de su espíritu” (36). Este reproche de la subyugación de los pueblos más débiles por los más fuertes se refleja en el relato de Cadilla de Martínez, cuyas influencias no pueden reducirse solo a Rodó, pues el también puertorriqueño Eugenio María de Hostos había dejado su marca pedagógica en la isla, al igual que en otros países del continente antes del fin del XIX10; no obstante, es el modelo alegórico que Rodó ofrece en su ensayo –que canaliza un discurso político a través de la ficción– el que Cadilla de Martínez retoma con sus propias variaciones.
Pese a las coincidencias y rasgos comunes señalados, existen importantes diferencias entre los textos, sobre todo en lo que refiere a su dimensión estilística. Mientras la erudición del lenguaje rodoniano restringe el público lector a una clase social privilegiada –por eso también Ángel Rama señala que el ensayo da “forma plena a una interpretación epocal que hizo suya con entusiasmo la joven burguesía hispanoamericana” (“Prólogo” 37)–, Cadilla de Martínez apunta a estratos sociales más amplios, lo que se evidencia en su escritura predominantemente sencilla y clara. De esta manera, negocia entre elementos populares y eruditos para producir una ficción educativa que valora ciertas figuras de la llamada alta cultura pero sin quitarle el mérito a la cultura de masas, o lo vulgar en términos rodonianos. En “Palomas afectivas”, D. Donato explicita este equilibrio de la siguiente manera:

En el cantar popular se suceden muchos fenómenos: la sabiduría popular ha sido fuente inspiradora para autores como Virgilio, Cicerón, Cayo Valerio Máximo, Plinio, Petronio Arbiter y otros muchos de la antigüedad; para Gonzalo de Berceo en nuestra lengua (…). Igual hicieron Chaucer y Shakespeare en Inglaterra (135).

10 Aunque su apego al positivismo lo llevó a promover un método racionalista, contrastante con las visiones de Rodó, Hostos dejó un legado pedagógico continental que abarca desde Chile hasta la República Dominicana (Maldonado-Denis 33-34).

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En este mismo pasaje se comparan dos romancillos populares de Puerto Rico y Perú, que atestiguan la “gracia inimitable de lo popular” (136). Y es que, como el cierre de un volumen donde la mayoría de los cuentos insertan fragmentos de cantares, estribillos, décimas o coplas, este texto apunta a legitimar las formas poéticas de la expresión popular, captando su registro en la escritura. Por tanto, Cadilla de Martínez tensiona la visión elitista de un Rodó o un Pedreira de tal manera que no utiliza recursos modernistas como una guía estética, sino para canalizar ideas sobre la autonomía cultural y conferir autoridad a sus argumentos. A pesar de ser catalogado frecuentemente como un movimiento despolitizado, el modernismo inauguró una nueva expresión artística en la América de habla hispana, fenómeno que Rama describe como “una palingenesia” (“Autonomía” 81) por conjugar elementos europeos y autóctonos al ritmo acelerado de los avasalladores procesos de modernización experimentados a lo largo del continente. Es también oportuno recordar que el arielismo “evoca algo más que una posición estética y literaria: es toda una interpretación cultural de la sociedad latinoamericana como espacio continental y una definición de los parámetros que perfilan el papel del intelectual en el Modernismo” (Castro Morales 342). En este sentido, las influencias del modernismo tardío –y sobre todo del arielismo– en el libro de Cadilla de Martínez reflejan una manera de lidiar con la muy real imposición de la modernidad capitalista estadounidense en Puerto Rico, además de definir la posibilidad de un rol protagónico para la mujer en la búsqueda de una identidad nacional.
El hecho de tener una mujer narradora introduce otra significativa variante con el ensayo de Rodó, en el cual escasea la presencia femenina entre los alumnos de Próspero que representan la “juventud de América”. Esta variación permite elaborar la figura de la mujer intelectual, quien es además la interlocutora del gran maestro, no solo su oyente pasiva. En primera instancia, el escenario de la conversación refleja esta intención: caminan por la playa, estableciendo la vía pública (en su forma significativamente insular) como un posible espacio para el desarrollo de la conciencia política de la mujer. Al igual que en el texto introductorio donde la autora declara haber escrito fuera del enclaustramiento doméstico, aquí la educación se desarrolla al aire libre, ilustrando la pluralidad de espacios para el traspaso de conocimiento –el cual además se realiza por la oratoria–, simbólico en el contexto del mundo popular e iletrado que el libro registra. Pese a estas importantes alteraciones, Cadilla de Martínez se escuda detrás de la figura masculina del maestro para pronunciar su discurso crítico, lo cual

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claramente puede ser interpretado como una estrategia de legitimación. En la conceptualización del campo intelectual que introduce Pierre Bourdieu, la pugna entre escritores y obras se caracteriza por constantes esfuerzos de legitimarse (37), lo que en este caso se manifiesta metafóricamente en el aval de la figura masculina establecida como una autoridad intelectual. No obstante, el énfasis que el texto pone en el futuro abre la posibilidad de cultivar una nueva generación de intelectuales puertorriqueños que incluya la participación femenina. Por eso, los dos personajes caminan “tranquilos al nuevo amanecer” (136), palabras que terminan el cuento y el libro en una nota de esperanza reminiscente a los votos de confianza que el Ariel pone en el mañana.
En el argumento del Ariel, la definición de autonomía cultural se vincula estrechamente a un determinismo racial en el que se diluye la heterogénea composición de las sociedades latinoamericanas, enfatizando la latinidad como factor vinculante. “Palomas afectivas” adopta un tono similar respecto de la raza, pero no sin complejidades. En un pasaje D. Donato, apoyándose en los principios del saber científico, sentencia:

He de decirte que la conciencia de pueblo, según la moderna Sociología, no depende de una unidad racial, religiosa o lingüística, como se creyó en el Medievo y como todavía creen muchos teutones… Un pueblo se forma con un núcleo poblacional coincidente, con un mismo culto o idénticos ideales. Estos deben estar basados, más que nada, en una correcta estimación de lo propio y motivada por el estudio racional de lo existente y deseable (128).

Según rezan estas palabras, no serían la raza ni su supuesta uniformidad elementos determinantes de un pueblo, sino un acuerdo social sobre lo autóctono. Con el influyente discurso homogeneizante de Pedreira, esta lectura de lo nacional figura como bastante radical y cuestionadora del statu quo culturalista. Pero más adelante, después de citar a Darwin y Spencer, el maestro Donato pareciera contradecirse al concluir que “una organización social responsable dará una raza perfecta por su vitalidad y eficiencia para perdurar” (133). A partir de esta y otras contradicciones resulta evidente la necesidad de problematizar los diferentes usos del concepto de raza, lo que podría arrojar alguna luz sobre el núcleo del libro entero. Mientras en la primera cita la raza aparece como un elemento arbitrario de la conciencia de un pueblo, en la segunda la raza adquiere importancia al considerarse el resultado positivo de la organización nacional. Bajo estas definiciones, la

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raza no crea la nación sino que es la nación que da paso a una raza, muy a tono con el discurso del mestizaje latinoamericano.
Pese al optimismo por construir un conjunto nacional, los conflictos raciales engranados en la sociedad puertorriqueña surgen en el libro como una temática frecuente. Sobre los sujetos indígenas, destacan los cuentos “Relieve indígena” y “La ceiba del guabate”, que representan una versión romántica del encuentro entre españoles y los pueblos originarios de la isla. El primero relata la historia heroica de Iviahoca, madre indígena que se sacrifica para liberar a su hijo, un guerrero capturado por conquistadores españoles. Desde el comienzo del cuadro, la narración denuncia cómo la historiografía puertorriqueña se ha negado a visibilizar las genealogías femeninas: “Existe un silencio que adelgaza hasta lo inverosímil los hechos históricos de la mujer borincana, pero en el mismo no ha podido dejarse ignorada a una madre indígena, de la cual sólo se destaca un perfil secundario” (11). El texto se dedica a reescribir ese perfil secundario en uno protagónico, enfatizando el amor maternal de Iviahoca como un ejemplo a seguir. Este gesto se complementa con notas a pie de página, al igual que en varios otros cuentos, que citan fuentes y estudios históricos de reconocidos autores nacionales, como Alejandro Tapia y Rivera o Salvador Brau; de manera que se apoya en la historia oficial del país, sugiriendo distintas interpretaciones desde un discurso narrativo. Cadilla de Martínez claramente evoca una interpretación femenina, que además configura a la indígena Iviahoca como un emblema maternal de la nación.
En “La ceiba del guabate”, también ambientado en tiempos de la conquista, vuelve a aparecer la figura de la mujer indígena, pero para destacar los orígenes del mestizaje. En su narración del amor entre un colono español y una indígena encomendada en su finca, el cuento simplifica la unión amorosa entre los dos para construir un mito de génesis nacional. El español Pantaleón viaja al Nuevo Mundo con la esperanza de mejorar su situación económica y luego traer a sus padres. Una vez establecido en la isla de Puerto Rico, empieza una relación amorosa con la indígena Ivia, la que se consolida solo con la muerte de los padres del español. Pantaleón declara este amor de la siguiente manera: “Gracias, Virgen mía, por haberme mandado el consuelo de esta mujer que me ama y que será mi esposa. Desde hoy te juro no separarme de ella y que para mí ocupará el lugar de mi madre muerta” (36). Por un lado, Ivia reemplaza el amor maternal perdido y, por otro, encarna la pareja amorosa que dará el fruto de hijos mestizos. Esta rendición simplifica las relaciones de poder entre colonos europeos e indígenas: por ejemplo, la violación está

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ausente, al igual que otros tipos de manipulación. Hacia el final del relato, Pantaleón construye una capilla con la madera de una enorme ceiba, proceso que compone otra metáfora de génesis: “[L]a ceiba, como india dócil, le rendía su virgen entraña para el altar, el altar de su fe” (34). Representada como una suerte de Virgen María (además de ser cosificada en su comparación con el árbol), la mujer indígena da a luz la nueva sociedad mestiza sin protestar. La alusión a la “virgen entraña” también implica que no existe civilización precolombina: mientras el cuento se centra en la historia de Pantaleón y su vínculo con Europa, no se sabe nada de la vida previa de Ivia, despojándola de historia. De manera que el sujeto indígena en este cuento, y varios otros incluidos en el volumen, cumple la función de representar un pasado mestizo mítico, que disminuye el reconocimiento de los africanos en la conformación racial y cultural de la nación, una estrategia de blanqueamiento común en el Caribe hispano11. Es más, llama la atención la similitud de nombres entre las mujeres indígenas de ambos cuentos, lo que elimina características diferenciadoras entre la población indígena de otrora.
Respecto del sujeto negro, “Tate” es el único cuento que le dedica un espacio significativo. Titulado por el nombre de una niñera negra que cuida a la narradora y sus hermanos durante su infancia, el relato describe a Tate en términos caricaturescos, con una personalidad sumisa a la familia a la que sirve y cuyo aspecto físico se destaca por el contraste entre su piel oscura y la blancura de sus ojos y dientes. Una escena ejemplar de esta construcción es cuando los hermanos le suplican: “¿Y por qué no bailas un poco, negra, para verte?”, y la narradora recuerda que “Ella, siempre obediente y dispuesta a complacernos, soltó el jumazo que tenía en la mano y con un gracioso ritmo empezó a bailar y a cantar” (54). Todo lo que hace Tate resulta extravagante y exótico, al servicio de la diversión de la familia blanca. Esta relación también se evidencia en los recuerdos de su modo de hablar: “Su acentuada pronunciación de negra bozal nos divertía tanto, que nos hacía reír” (51). Aunque la reproducción fonética del llamado lenguaje bozal12 revela un intento de registrar las particularidades culturales de los

11 Uno de los ejemplos más emblemáticos de la literatura es el impacto que generó la novela Enriquillo (1882) del periodista dominicano Manuel de Jesús Galván. Entre el amplio corpus crítico sobre esta obra, véase el capítulo “Anacaona, Enriquillo y Enriquillo (Galván 1882) y sus secuelas duraderas; novela”, incluido en Vallejo.

12 Durante la colonia, se usaba el nombre “bozal” para referirse a los africanos esclavizados recién llegados a la América hispana. En términos lingüísticos, el llamado lenguaje

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afropuertorriqueños –por lo menos en un momento histórico determinado–, la obsesión de documentarlo bordea el exotismo sin reivindicar al sujeto negro ni sus aportes a la nación. Las notas a pie de página que explican las palabras de Tate en un castellano estándar refuerzan esta lectura, lo que sugiere un público lector poco familiarizado con los afropuertorriqueños y su cultura. De esta manera, la autora asume un papel de mediadora cultural entre las esferas ilustradas y las populares, evocando a Tate como representante de un sector otro de la sociedad puertorriqueña o, en el peor de los casos, como un objeto de estudio.
Por un lado, y de acuerdo con la lectura de Magali Roy-Féquière, el cuento evade atribuir culpabilidad a la institución esclavista al enfatizar la bondad de la familia criolla (184-185), pero, por otro, da cuenta del esfuerzo por incluir a otros sujetos en la reconstrucción del pasado nacional, aun cuando pareciera que Cadilla de Martínez no contaba con los recursos críticos suficientes para cuestionar el habitus relativo al color de piel en su sistema social. Este esfuerzo logra al menos plantear ciertos problemas sobre la presencia de la esclavitud en la realidad puertorriqueña. En este caso particular, la pluralidad de nombres para Tate (Monsirriate, Monse y un nombre original desconocido) remite a una violencia simbólica ejercida sobre los negros esclavos en el proceso de deculturación llevado a cabo en todas las plantaciones del Caribe (Fraginals 44). Es más, el interés que demuestran los niños en la historia de Tate puede leerse como una alegoría de la necesidad de las nuevas generaciones puertorriqueñas de conocer la historia de su país. Es verdad que, al final del cuento, Tate sufre un ataque epiléptico al recordar su pasado traumático, por lo que la madre de los jóvenes los reta, prefiriendo “[h]acerla olvidar, si es posible, aquella esclavitud opresora y dolorosa que experimentó en su juventud” (60); sin embargo, también considera que Tate es un miembro “útil” de la familia (¿nación?) y un “milagro de Dios en la tierra. Milagro que suele florecer con el dolor” (60). Promoviendo una retórica cristiana, el cuento elogia la capacidad de los negros de resistir la opresión esclava; no obstante, aboga por superarla como un suceso histórico ya resuelto. Esta postura resulta contradictoria con el discurso memorístico de Cadilla de Martínez, anunciado desde el texto introductorio, y revela un proceso que filtra y determina cuáles son los elementos más favorables para rescatar del pasado. Aunque la autora urge por un espacio femenino

bozal no se considera un pidgin, sino un registro transitorio del español como segunda lengua (McWhorter 21, 27).

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en el debate cultural nacional, este cuento, junto con la ausencia de sujetos negros en los demás relatos, evidencia los límites de su discurso por generar una nueva visión plenamente integradora de país, reforzando las ideas discriminatorias y tergiversadas sobre los afropuertorriqueños que aparecen en otros textos de la época.

A modo de conclusión

Hitos de la raza despliega un discurso literario asociado a la problemática de su época: la afirmación de una identidad puertorriqueña frente a la consolidada ocupación estadounidense y sus consecuencias culturales. El libro ofrece una representación subversiva y novedosa de la mujer en su capacidad intelectual y su participación en los debates contemporáneos, promoviendo una conciencia nacional integradora, aunque a menudo nutrida por la retórica cristiana. El lenguaje sencillo y las temáticas populares de sus relatos convocan un amplio público o, más bien, valoran la diversidad de plurales públicos en términos de clase social y género. Claramente, el libro no se transformó en el hito que acaso deseaba Cadilla de Martínez. Su impacto ha sido relegado a un orden de menor importancia en la historia literaria puertorriqueña, en gran parte por asociarse con el género folclórico, sujeto a una serie de prejuicios desde la esfera letrada. Pero, por lo mismo, la labor de indagar en la vida y cultura popular, a menudo ignoradas en los discursos hegemónicos, constituye un esfuerzo por participar en la construcción de un contrapúblico subalterno femenino, entendido como espacio de debate paralelo que se haga cargo de una autodefinición identitaria. Esto se evidencia en la intención de promover temas relativos a las mujeres, como la necesidad de reescribir una genealogía femenina e insinuar la futura participación de mujeres intelectuales en la conformación del país. Sin embargo, la capacidad de apartarse por completo de los discursos hegemónicos y consolidar un espacio de producción cultural crítica y alternativa se ve truncada por una visión elitista que perpetúa la exclusión de sujetos racializados, lo que se demuestra en los relatos donde los personajes indígenas y negros carecen de subjetividad, aun cuando sean sujetos femeninos. En ese sentido, el libro no deja de reproducir características del discurso hegemónico sobre una concepción de la nación puertorriqueña con el sustento cultural europeo.

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A la luz de las coordenadas del movimiento arielista y sin ser absolutamente crítico de él, el libro pareciera legitimar posturas ausentes en el ensayo de Rodó, como la defensa de la capacidad intelectual de la mujer y una valoración de la cultura popular. Ambos elementos tensionan el discurso arielista, aunque no sean capaces de revertirlo ni transformarlo con propuestas radicalmente diferenciadoras. Es más, en su concepción racial persiste la noción de latinidad proclamada por Rodó y luego tomada por Pedreira con tonos más flagrantemente discriminatorios, ilustrando cómo los sujetos subordinados no necesariamente son solidarios con los que sufren otras formas de opresión, distintas a las que justifican su marginalidad. El hecho de que Cadilla de Martínez fuese mujer en una sociedad que limitaba sus derechos no puede interpretarse como una condición garante de un discurso crítico del statu quo cultural. Con todo, su libro atestigua los procesos ideológicos de raza y género que intervinieron en la conformación de la identidad puertorriqueña de la primera mitad del siglo XX, evidenciando su conflictividad, al igual que en el resto del continente.

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Recepción: 10.03.2016 Aceptación: 30.05.2016