Inscripciones críticas. Ensayos sobre cultura latinoamericana
Mabel Moraña
Santiago: Cuarto Propio, 2014
Según señala su autora, el propósito del conjunto de los artículos que conforman este libro es doble. De una parte, proponer una lectura crítica de determinados “problemas vinculados con el desarrollo del latinoamericanismo entendido en su carácter de práctica académica e intelectual transnacionalizada” (9). De otra, ofrecer “un diagnóstico de los tópicos que (pre)ocupan hoy en día a investigadores y estudiosos de la cultura, en distintos contextos” (9). Es así como, haciendo gala de un generoso reparto de prefijos (donde el favorito es “post” pero donde también se encuentran otros como “trans”, “anti”, “inter”, “multi” y “pluri”), Inscripciones críticas aborda una amplia gama de materias: los imaginarios visuales sobre América en dos períodos fundacionales de su historia (siglos XVI y XIX), la compleja relación entre el arte que intenta representar la violencia y aquella violencia real, las transformaciones experimentadas por los saberes disciplinarios en las últimas décadas (con sus proyecciones y sus impasses), la biopolítica, la melancolía y la otredad. Todas ellas examinadas bajo la lupa de los estudios decoloniales y de la suerte de cruzada teórica que estos emprenden contra conceptos como “canon”, “humanismo” o “modernidad” que (citando a Daniel Dei y Catherine Walsh) Mabel Moraña describe como “paradogmas” estrechamente asociados al fenómeno de la colonialidad (291). En pocas palabras, Moraña integraría el grupo de los que Grínor Rojo llama “postoccidentales”, y a los que caracteriza como exponentes contemporáneos de “una proclividad primitivista” de larga data en la modernidad capitalista (Rojo 78-79). De ahí que otro de los objetivos del libro de Moraña (probablemente el más inasible) sea el de explorar aquellos “esfuerzos por fundar una racionalidad poseurocéntrica y por sobrepasar los parámetros del Occidentalismo” (150). No es de extrañar, pues, que algunos de los nudos más debatibles de Inscripciones críticas tengan relación con el estatuto de la modernidad en América Latina, con la jerarquía de lenguajes y registros que funda aquí la experiencia colonial o con las estrategias más idóneas para transformar la realidad de nuestro continente.
De las tres partes que componen esto libro quisiera destacar especialmente la primera de ellas, “Imaginarios visuales”, debido a sus muy interesantes sugerencias en torno a la representación visual en contextos culturales heterogéneos y/o en sociedades afectadas por la violencia política. Es aquí donde el título Inscripciones críticas cobra pleno sentido: el registro visual es problematizado a partir de su vinculación con los discursos y las memorias, así como desde su facultad para fijar y, a la vez, esparcir significados diferentes, incluso contradictorios. La imagen en el período colonial, señala Moraña siguiendo de cerca a Gruzinski, cumple más de una función. Además de su valor estético y comunicativo “constituye también un dispositivo pedagógico, que funda realidades que serán la base de la identidad hispanoamericana” (29). Es objeto de culto sagrado y profano, fuente de legitimación, espacio de convergencia y de disputa. Frente a ella, el sujeto colonial se debatiría “entre la admiración de lo europeo y la reivindicación de contenidos propios, entre la mímesis y la mímica, que redimensiona, parodia o hace burla de los mensajes del dominador” (29). Esta relación conflictiva de los americanos con la imagen, potenciadora de todo tipo de hibrideces, se prolongaría hacia el siglo XIX cuando –de la mano de la consolidación de los estados nacionales– los gobiernos independientes promuevan una iconografía nacional que remita, al mismo tiempo, a la historia occidental (a través de la apropiación de figuras, mitos e hitos europeos como Julio César, Atenea o la Revolución francesa) y a las culturas vernáculas del continente (70-71).
Respecto de la representación visual en las sociedades latinoamericanas de hoy, Moraña articula una fecunda reflexión en torno a El ojo que llora, monumento erigido en Lima a las víctimas de la violencia política de Sendero Luminoso y del Estado peruano. A partir de las diversas reacciones que el monumento en cuestión ha provocado –desde la celebración de una “memoria democrática”, capaz de incluir a todas las víctimas, hasta los ataques violentos perpetrados por grupos derechistas, pasando por los cuestionamientos que suscita una imagen que privilegiaría el duelo perpetuo (ya que el ojo insiste en llorar), antes que el anhelo de establecer justicia– la autora plantea valiosas interrogantes sobre el lazo entre memoria, arte y sociedad: ¿cómo determinar que la etapa de la violencia está cerrada “y ha llegado el momento de promover el restablecimiento del orden social?” (87); “¿cómo dialoga el arte de la violencia con el fenómeno de la violencia real que busca destruirlo?” (118); o bien, ¿qué tan efectivo resulta construir memorias que aspiren a incluir a “todas las víctimas”? Por lo demás, Moraña no deja de llamar la atención sobre el hecho de que los nombres de estas, expuestos a la intemperie, se estén borrando. De la lectura alegórica de este dato postula la necesidad de plantearse “nuevas acciones y decisiones colectivas que restablezcan las marcas de identidad de las víctimas, las cuales corren el riesgo de desaparecer, una y otra vez, sin el compromiso renovado de la comunidad” (104).
Constituyen también un aporte los ensayos de la tercera sección del libro, “Saber/Poder/Vivir en América Latina”, dedicados a revisar, de manera sistemática, los conceptos de biopolítica y otredad, así como parte sustancial de la obra de Bolívar Echeverría y Roger Bartra, capítulos ocho, nueve, once y doce, respectivamente. En el primero de ellos, “Biopolítica y cuerpo social en América Latina”, Moraña no solo expone los principales hitos del desarrollo teórico del término (desde Foucault a Agamben pasando por Butler), sino que también señala cómo la perspectiva biopolítica y el vocabulario que la acompaña están “tan naturalizados en el pensamiento continental que permean completamente nuestro lenguaje crítico y ficcional” (266). Ejemplo de ello sería la proliferación de imágenes organicistas, alusivas a la desgarrada relación entre Estado y cuerpo social, en narradores tan dispares como Diamela Eltit y Alan Pauls. En el artículo dedicado a Roger Bartra, la autora explica que este “utiliza la noción de duelo y melancolía para adentrarse en la constitución emocional de los imaginarios poscoloniales, afectados por el trauma del colonialismo” (364) y por el de las sucesivas modernizaciones. De acuerdo con este planteamiento, la historia entera de América Latina podría ser interpretada en términos de un duelo nunca completado. Si bien Moraña simpatiza en buena medida con esta perspectiva, no deja de advertir que la amplitud de la noción de melancolía hace de ella “un ideologema que por momentos obnubila el análisis profundo de las diversas coyunturas históricas” (365) del continente.
Menor interés tiene, a mi juicio, la segunda parte de Inscripciones, “Literatura y estudios de área en un mundo global”, consagrada a repasar los cambios que, desde la segunda mitad del siglo XX, afectan al campo de la producción y el consumo culturales y los desafíos que éstos representan para el latinoamericanismo. Desde su atalaya teórica, Moraña percibe, en primer lugar, un horizonte posdisciplinario en el que los investigadores oscilan entre “la nostalgia por aquella perimida distribución del saber que diera lugar a la especialización y la libertad que esa ausencia de estructuras implica como posibilidad de nuevas formas, aún impensadas, de conocimiento” (149). A ello se sumarían una serie de ocasos ampliamente descritos por otros autores: el del paradigma de la cultura nacional, el de la cultura letrada en beneficio de la cultura audiovisual y digital, el de las categorías universalizadas de sujeto y, finalmente, el del aura de la obra de arte. En este contexto de “nomadismo teórico y vacío metodológico” (147), los estudios culturales latinoamericanos correrían el riesgo de caer en “nuevas formas de generalismo” (147) y terminar siendo arrastrados por las veleidades del mercado cultural. Por el contrario, su gran apuesta utópica debe ser la de contribuir a la descolonización del saber a través del cultivo de una “impureza epistémica, resistente a cualquier hegemonía” (308), así como la de formular las bases para un “nuevo humanismo”. Uno que, según se explaya Moraña, no constituya “un artefacto teórico-ideológico-filosófico” al servicio del pensamiento occidental (196), sino “un humanismo liberador, des-convencionalizado, des-canonizado, que hable las lenguas múltiples de la escritura y de la oralidad, de la imagen y del sonido, de las formas masivas, populares, performativas y carnavalizadas de nuestro tiempo” (209).
Como apuntaba al inicio de esta reseña, es bastante difícil asir el sentido de muchas de las epistemes y categorías alternativas que tanto celebra la autora. Sobre todo cuando se trata de pensar en transformaciones radicales. Porque la “utopía caótica” (315), protagonizada por sujetos definidos estratégicamente, llamada a reemplazar los “ideologemas emancipatorios derivados del pensamiento iluminista” (291) y capaz de trazar una nueva cartografía americana –“descentrada”, “postidentitaria”, “postmoderna”, “postnacional”, “proliferante”, “rizomática”, y hasta “postbarroca” (308)– resulta, por decir lo menos, algo escurridiza.
El recelo de Moraña frente a cualquier forma de poder (que es lo que creo subyace en este ideal cartográfico exento de relieves) parece contagiarse muchas veces a la letra, la cual tiende a identificar casi exclusivamente con los intereses de las clases dominantes. Como es de suponer, la literatura canónica (nacional o continental) no tendría forma de redimirse en lo tocante a este aspecto: “La diversidad de proyectos literarios y direcciones ideológicas que coexisten en el seno de la ciudad letrada no llega a invalidar la función orgánica que la literatura canónica ha tenido con respecto al poder desde la colonia hasta el presente” (155-156). Se echa de menos, para las letras, la misma sutileza que anima a la autora a la hora de estudiar las imágenes. Mientras estas últimas son abordadas en toda su compleja heterogeneidad (de sentidos y funciones), aquellas suelen ser rápidamente despachadas en bloque como tributarias de una serie de proyectos hegemónicos (el colonialismo, los Estados nacionales, la modernidad) responsables de subsumir todas las otras subjetividades, registros y epistemologías. Por el contrario, tal parece que la escritura solo es apreciada cuando forma parte de un territorio fronterizo e indiferenciado (otra cartografía sin puntos cardinales), donde la “consagración aurática” ha sido reemplazada por “un tráfico proliferante de significados en búsqueda de reconocimiento y legitimación” (157). Bajo uno u otro punto de vista, ya sea que se la sindique como sinónimo de dominación o se la festeje como una suerte de magma nómade, no quedaría mucho más que decir sobre ella. Su dimensión estética, sus distintos y complejos niveles de significación o la posibilidad de ser reinterpretada, reapropiada, reactualizada y disputada, son elementos que, bajo estas perspectivas, quedan igualmente opacados.
Catalina Olea
Universidad de Chile, Chile
caolea@uc.cl
Bibliografía
Rojo, Grínor. “Intelectuales y escritura”. Los gajos del oficio. Santiago: LOM, 2014. 71-84. Impreso.