1. ARTÍCULOS

La madre del dictador. Otra lectura para El otoño del patriarca

Fernando Moreno Turner

Université de Poitiers/CRLA-Archivos, Francia

fmorenoturner@gmail.com

“quién carajo soy yo”

“yo soy el que soy yo”

Gabriel García Márquez, El otoño del patriarca.

Resumen: El otoño del patriarca (1975) es una novela de la dictadura pero también mucho más. Así lo ha demostrado la bibliografía crítica existente sobre la obra. Este artículo, centrado en la imagen de la madre del dictador y en las relaciones que se establecen entre ambos, quiere demostrar que la obsesiva repetición textual de la que es objeto el personaje de Bendición Alvarado posee otras implicancias significativas, vinculadas esta vez con estereotipos culturales propios del continente, con la configuración de determinados signos de identidad conjugados con ciertas particularidades del desarrollo de la historia de los pueblos hispanoamericanos.

Palabras clave: Gabriel García Márquez, novela, dictadura, marianismo, identidad.

The Mother of the Dictator. Another reading

for El otoño del patriarca

Abstract: El otoño del patriarca (1975) is a novel about dictatorship and also much more, as evidenced through existing critical bibliography of the book. This article, centered on the image of the Mother of the Dictator and on the relationships that are established between the two, intends to show that the constant textual presence of Bendición Alvarado’s character has other significant implications. In this article, such implications are linked to cultural stereotypes distinctive to this continent, and are connected to the configuration of certain signs of identity combined with certain peculiarities in the development of the History of the Spanish-American peoples.

Keywords: Gabriel García Márquez, novel, dictatorship, Marianism, identity.

Una novela de la dictadura y más

La publicación, en 1975, de la entonces tan esperada novela de Gabriel García Márquez, El otoño del patriarca, provocó la aparición de un importante conjunto de trabajos y comentarios críticos que continuó nutriendo la vasta bibliografía ya existente sobre la obra del Nobel colombiano, la que sería acrecentada aún más con sus textos posteriores.

El hecho de que casi simultáneamente fueran editadas otras obras centradas en la figura del déspota, del caudillo carismático –tales como El recurso del método de Alejo Carpentier o Yo el Supremo de Augusto Roa Bastos– orientó un trabajo de análisis comparativo, como el realizado por Benedetti o por Dellepiane, el que puso en evidencia la revitalización de una línea narrativa característica de la literatura hispanoamericana, conocida como la “novela de la dictadura” –cuyos orígenes, según la historiografía, remontan a Amalia (1855) del argentino José Mármol–, y a la que se dedicaron también nutridos trabajos como los de Bellini, Rama (Los dictadores), Zuluaga, Escobar, Calviño Iglesias y Pacheco, entre otros.

De ahí que muchos de los estudios dedicados al examen de El otoño del patriarca, junto con destacar sus particularidades lingüísticas y de composición, o sus relaciones veladas o evidentes con las obras anteriores del autor, hayan enfatizado en cierta medida el aspecto referencial o alusivo discernible a partir de los rasgos y elementos constitutivos del personaje. Se trataba, en muchos casos, de probar la filiación histórica del protagonista, de sugerir cómo el General Alvarado resultaba una suerte de compendio, de retrato tipo, construido a partir de una serie de datos procedentes de las biografías de un gran número de autócratas del continente.

En esta perspectiva, Ángel Rama aseguraba con singular acierto que:

No habrá país de América Latina que no crea que se está contando en el libro la historia de sus dictadores particulares, pues de Perón a Trujillo, de Gómez a Estrada Cabrera, de Machado a Somoza, aquí hay referencias a todos, episodios en que cada uno queda retratado, comportamientos que cada pueblo conoció y padeció. Si bien parecen más numerosas las referencias a Juan Vicente Gómez y a Rafael Trujillo, otros muchos dictadores pueden ser evocados por estas páginas, incluyendo algunos que están fuera del ámbito latinoamericano como el generalísimo Francisco Franco (“Un patriarca” 436).

A los nombres citados, el crítico Ernesto Volkening agregaba, por su parte, los de Daza, Melgarejo o Laureano Gómez, los que aparecen como representantes de todos aquellos numerosos gobernantes de origen oscuro, analfabetos y sin escrúpulos, que después de haber ejercido rígidamente el poder, son derrocados o expatriados por otros de rasgos semejantes, o bien fallecen de muerte natural durante el ejercicio del mando supremo, lo cual puede incidir en la instauración de una nueva era.

También fueron examinadas las alusiones a diversos episodios esenciales o singulares de la historia americana (Restrepo; Palau de Nemes), en medio del vértigo hiperbólico de una estructura en espiral y de una cronología distorsionada y flexible, de acuerdo con la intencionalidad de puesta en evidencia estética del fenómeno del eterno retorno o de la invariabilidad del sistema (Palencia Roth “El círculo hermenéutico”), propio al mal desarrollo y a la violencia, factores endémicos de la evolución del continente (Maldonado Denis). Tampoco dejó de percibirse la presencia de aquellos elementos pertenecientes al nivel del mito y a la interrelación entre el mito y la historia, que fundamentan soterradamente la estructura textual. En efecto, la consideración del personaje como la encarnación de un mito, como un arquetipo –y, por ende, con un espacio y un tiempo que le son propios–, ya sea en relación con ciertos factores del inconsciente colectivo de las sociedades latinoamericanas, o en su vinculación con personajes o héroes de la tradición cultural de Occidente, llamó especialmente la atención de la crítica especializada, tal como lo demostraron las contribuciones de Joset, Esquerro, Kulin, Aronne-Amestoy, por ejemplo.

Cabe además señalar que otros diversos análisis se orientaron hacia el examen de los alcances simbólicos de la obra (Maturo), así como también hacia la presentación particular del fenómeno de la intertextualidad, sustentada esencialmente gracias a las referencias a Cristóbal Colón, Julio César y Rubén Darío (Sarrailh; Palencia Roth, Gabriel García Márquez; Gramusset; Parodi; Camacho Delgado). Por otra parte, se realizaron aproximaciones basadas en la estética de la recepción (Yurkievich) o en las coincidencias perceptibles entre ciertas peripecias experimentadas por el protagonista de la novela y algunos episodios pertenecientes a la biografía del autor, situación sobre la cual el propio García Márquez insistió en más de alguna ocasión (Collazos). Múltiples otros aspectos fueron también estudiados: las cuestiones vinculadas con las visiones narrativas (Menton), con las relaciones entre cultura y textualidad (Ortega), con las representaciones del tiempo y de la historia (Navajas), con la presencia de los mecanismos paródicos (Vergara Rodríguez, El mundo satírico), con el particular funcionamiento textual (Muckley), con el discurso proliferante e hiperbólico (Bustillo), o con el tratamiento que reciben los personajes femeninos (Vergara Rodríguez, “Mujeres”). Tampoco han faltado los trabajos abarcadores, como el de Martha Canfield, quien, aparte de la necesaria contextualización, se detiene en la sintaxis narrativa, en la múltiple caracterización del protagonista, en los motivos en su funcionamiento, en la carnavalización y el dialogismo, en la parodia, los estratos lingüísticos y el habla.

Y la novela no ha dejado de estudiarse a partir de nuevos enfoques y perspectivas. Entre los estudios más recientes se pueden citar el de Jorge Scherman, que se centra en la representación de la tensión entre la afirmación del mito del poder y su deconstrucción; los de Marlene Arteaga Quintero y de Cécile Brochard, quienes estudian las diversas figuraciones, características y funciones de los personajes femeninos; el de Cristo Rafael Figueroa Sánchez, sobre el barroquismo y el neobarroquismo en el que se inserta la obra y que estructura sus múltiples niveles semánticos; el de Kristine Vanden Berghe, quien ve en la obra la inversión y subversión de los discursos sobre la conquista; y el de Esteban Quesada, en el que se destacan las relaciones entre eternidad, historia, muerte y colectividad desde una visión fenomenológica.

De modo que, muy esquemáticamente, de todo lo anterior se puede colegir que El otoño del patriarca no es solo una visión nostálgica y delirante del dictador latinoamericano. Es una obra múltiple, compleja, en la que pueden leerse significaciones sociales, históricas, políticas, discursivas, estéticas. Y si nos centramos en uno de estos aspectos, puesto que la historia evocada se abre y se despliega en abanico para alcanzar diversos niveles de connotación, la novela aparece como una visión poetizada de la historia de América Latina a través del prisma del poder y de la dependencia de un continente en busca de sus raíces y de sus fundamentos. Se trata no solo de una visión apoteósica del tema de la soledad, y de la soledad total del poder absoluto, de una visión poética del mito latinoamericano del dictador. Es, al mismo tiempo, una imagen en torbellino de un continente en el que en la vida cotidiana coexisten, según la percepción del novelista, realidades, sueños y mitos. Pero el texto es, también, la transposición de la historia vivida en cuanto mito, del viaje de un antihéroe mítico. Es, además, la desmitificación de una historia inauténtica y la puesta en escena de atisbos de la toma de conciencia de una colectividad en espera de la posibilidad de construir una nueva historia (Moreno, L’image). Y más todavía.

Ahora bien, uno de los aspectos de la organización significativa del texto, que ofrece una imagen dinámica del estatismo y que también fuera destacado por los comentaristas, es aquel que se vincula con la presencia de la repetición. La coherencia de la totalidad, la articulación de la realidad verbal se obtiene esencialmente mediante la reiteración de ciertas palabras, de gestos, de rasgos característicos, de actitudes, motivos y situaciones, los que funcionan como otros tantos indicios del conjunto significativo del universo. Los atributos del patriarca, la posición adoptada para dormir, sus manías, las alusiones a los presagios de la vidente, su instinto premonitorio, sus partidas de dominó son, entre otros, ejemplos evidentes de dicho fenómeno.

En este nivel se sitúan, entre otros, dos elementos que adquieren características de recurrencia obsesiva. Se trata, por una parte, de las referencias al “polvo lunar”, al “mar que se fue”; y de la insistente alusión a Bendición Alvarado, la madre del patriarca, por otra. De la polisemia del primero, del singular engarzamiento que provoca entre los factores textuales y la representación de cargas históricas y míticas ya se ha hablado en un trabajo anterior (Moreno, “El mar”). En estas páginas quisiera desarrollar algunas hipótesis de lectura relacionadas con el segundo. Aunque este aspecto también ha sido aludido por algunos estudios dedicados a El otoño del patriarca, creemos que la repetición textual de la que es objeto el personaje de Bendición Alvarado posee otras implicaciones significativas (y no solo aquellas de representación de los lazos con la imagen de la mater o de metáfora de una versión degradada del mito de la Santísima Trinidad), vinculadas esta vez con estereotipos culturales propios del continente, con la configuración de ciertos signos de identidad conjugados con particularidades del desarrollo de la historia de los pueblos hispanoamericanos.

Omnipresencia de la madre

Es más que evidente que, tanto en el nivel de la historia, del conjunto de episodios que terminan por constituir lo que sería la vida del Patriarca, como en el nivel del discurso, de ese envolvente y polifónico rompecabezas discursivo que recibe el lector, la figura de Bendición Alvarado es, exceptuando la del protagonista, la que posee una prioridad fundamental, incluso hasta podría decirse que es tan ubicua como aquel.

En lo que respecta a la intriga, es fácil percatarse de que los personajes que pertenecen al entorno inmediato del General Alvarado son, en su mayor parte, entidades funcionales y, además, intercambiables. No existen figuras que acompañen al dictador eternamente, o que hayan podido establecer vínculos duraderos con este. Ya sean las mujeres (Manuela Sánchez, Leticia Nazareno) o sus hombres de confianza (Patricio Aragonés, Saturno Sánchez, Rodrigo de Aguilar, José Ignacio Sáenz de la Barra), todos necesariamente desaparecen, víctimas de los mecanismos que rigen ese “vasto reino de pesadumbre” dominado por el Patriarca. Todos terminarán por esfumarse, incluso de la propia memoria del protagonista. Excepto Bendición Alvarado.

La madre del protagonista lo acompaña desde los primeros momentos de su ascenso al poder (252-254, por ejemplo). El hecho de que ella no comparta el mismo espacio que su hijo –la casa del poder– y que viva en una mansión de los suburbios no significa que no existan relaciones estrechas entre ambos (incluso el Patriarca tiene la costumbre de pasar algunas horas diarias en compañía de su madre). Recuérdese, también, que Bendición Alvarado prolonga su presencia más allá de su propia muerte –en especial a través de la “superchería” de su cadáver incorrupto, y de su canonización por decreto–. Pero las manifestaciones de este fenómeno se visualizan también en el nivel discursivo.

En efecto, si bien pueden percibirse alusiones al personaje desde la perspectiva del narrador no representado, estas serán completadas, rectificadas, desarrolladas y ampliadas también por otras voces, la del narrador personal que representa la colectividad y el discurso de la propia Bendición Alvarado. Así se construye un mosaico del que emerge una imagen en claroscuro de esta figura ya que, a pesar de la profusión de datos que pueden ser entregados sobre algunos aspectos, en otros se escamotean informaciones o bien nos encontramos con la incertidumbre, la duda de los informantes.

En todo caso, lo que sí es indudable es que la omnipresencia de Bendición Alvarado se obtiene fundamentalmente mediante los reiterados, aunque breves, llamados dirigidos al personaje, presente o ausente en la situación narrada, por parte del Patriarca. Hasta podría decirse que el discurso del dictador está dirigido esencialmente a su madre. La mayoría de las veces en las que el personaje protagónico asume el papel narrativo, entabla una conversación, un diálogo monológico con Bendición Alvarado. En medio de las situaciones de regocijo o en los momentos conflictivos aparecen las apelaciones, las invocaciones por medio de las cuales el General busca un apoyo, un sostén para sus actos y para su propio ser.

Ya en la referencia inicial al personaje aparecen engarzados dos rasgos singulares, sobre los cuales los distintos narradores volverán incansablemente a través de todo el tejido textual. En primer lugar, el carácter privilegiado de Bendición Alvarado en lo que respecta la relación que mantiene con el General Alvarado; en segundo término, su designación –un genérico “madre” o un singularizador “madre mía Bendición Alvarado”– en medio del discurso del Patriarca, elemento que incansablemente pronunciará aún en los momentos más impensables:

(…) colgaba una hamaca en el patio de la mansión de los suburbios donde vivía su madre Bendición Alvarado y hacía la siesta a la sombra de los tamarindos (…) la patria es lo mejor que se ha inventado, madre, suspiraba, pero nunca esperaba la réplica de la única persona en el mundo que se atrevió a reprenderlo por el olor a cebollas rancias de sus axilas… (22).

Así, estas llamadas podrán emerger en las situaciones de desconcierto y desorientación (“… pensando madre mía Bendición Alvarado si supieras que ya no puedo con el mundo, que quisiera largarme para no sé dónde, madre, lejos de tanto entuerto”, 25); en los momentos de asombro, estupefacción, o rabia, como sucede cuando es testigo de los estragos que acarrea su “primera muerte” (“… vio más infamias y más ingratitud de cuántas habían visto y llorado mis ojos desde mi nacimiento, madre, vio a sus viudas felices… madre, mira cómo me han puesto, decía, sintiendo en carne propia la ignominia de los escupitajos”, 33); en los instantes de júbilo y alegría (“… mire qué buenas vainas, madre, decía, una sirena viva en un acuario”, 55); en los minutos de exaltación, de placer, de nostalgia (“… en el asombro de su asombro de madre mía Bendición Alvarado cómo es posible haber vivido tantos años sin conocer este tormento, lloraba”, 168; “el estruendo sísmico de los aplausos que él aprobaba en la sombra pensando madre mía Bendición Alvarado eso sí es un desfile…”, 194; “pensando madre mía Bendición Alvarado qué fue de mi ciudad… mi olor a mierda, madre, qué pasaba en el mundo”, 229). También cuando necesita fuerzas para afrontar aquello que considera obstáculos casi insuperables, o protección para él y para los suyos; cuando le es imprescindible contar con su luz y su inspiración para vengarse o simplemente para entender la realidad (76, 106, 198, 204, 227).

Podría decirse en síntesis, entonces, que cada vez que el Patriarca experimenta una reacción, ya sea en el nivel sensorial, en el nivel emotivo o en el intelectual, siente, al mismo tiempo, la imperiosa necesidad de compartirla con su madre. Se trata de una suerte de unión íntima, de una cohesión inextricable que también se manifiesta en el plano discursivo con la presencia de expresiones que confunden las personas y que, incluso invierten el sentido, las funciones de los personajes: “que costaba trabajo creer que fuera ésa, pero era ésa, madre mía Bendición Alvarado de mis entrañas” (76); “(…) vimos a su madre Bendición Alvarado (…), pobre madre, vimos nuestra ciudad devastada (…)” (96); “una prueba irrefutable de que su madre de mi alma Bendición Alvarado (…)” (147); “(…) y la había asaltado una compasión que no era de madre sino de hija cuando lo vio llegar a la mansión (…)” (55).

Puede parecer lógico que este amor, esta suerte de idolatría incluso, conduzca al Patriarca, una vez sucedida la muerte de su madre –y teniendo la experiencia directa o indirecta de los “milagros” producidos por su cuerpo “incorrupto”–, a intentar una proceso de beatificación, y, una vez fracasado este –al ponerse en evidencia la superchería–, a decretar su canonización. Este acontecimiento, totalmente explicable desde aquella lógica, puede admitir diversas suscitaciones. La primera se sitúa en el ámbito de la intriga: son las relaciones privilegiadas, idealizadas, entre ambos personajes, las que determinan la decisión del dictador. La segunda puede ser ubicada en el área de los alcances simbólicos del texto: es un ejemplo paradigmático del proceso de desmoronamiento y de desmitificación de los valores, fundamentos y contenidos del mundo evocado.

Junto a lo anterior, pienso que esta representación de la imagen de la madre –con sus virtudes tradicionales de abnegación, bondad, comprensión y las facultades extraordinarias que le son descubiertas después de su muerte– y su consecuente adoración, también puede ser considerada como variante, degradada, de un estereotipo cultural que asigna y provee a las sociedades latinoamericanas determinadas actitudes y atributos, ciertas orientaciones mentales, ciertos hábitos de conducta. Se trata del fenómeno del marianismo.

Santa Bendición Alvarado

Como es sabido, las cuestiones relativas a la figura de la madre y las relaciones materno filiales han sido abordadas desde múltiples perspectivas, en especial la psicoanalítica. El papel desempeñado por la madre en los procesos de fundación de la sociedad y el de la formación de la identidad del sujeto fue una de las preocupaciones centrales de algunos trabajos de Julia Kristeva y me sirven aquí de punto de partida, desde una óptica general, para ingresar en el territorio instaurado por los vínculos que, tal como el texto los presenta, se concretan entre el Patriarca y su progenitora.

La primera aproximación de lo materno realizada por Kristeva aparece en La révolution du langage poétique (1974), obra en la que desarrolla la noción de “chora semiótica”, donde asocia el cuerpo materno y los intercambios pulsionales y sensoriales entre la madre y el niño, una relación simbiótica que ella asocia al orden semiótico, del cual se entra del orden Imaginario al Simbólico, según el paradigma lacaniano, gracias a la adquisición del lenguaje. Dicha transición se caracteriza por una oscilación ambivalente, una abyección inconclusa que implica fascinación y rechazo del envoltorio materno. Articulación material y espacial, la “chora” es móvil e implica tanto la unidad madre-niño, donde el niño es el sujeto envuelto, o bien como la madre interiorizada por el sujeto, niño o adulto, de modo que sujeto se encuentra al interior de la “chora” o bien esta se encuentra en el interior del sujeto. En un ensayo posterior, Kristeva insiste sobre el hecho de que durante la etapa de lo Imaginario el niño se siente todavía asimilado a la identidad materna de la que debe separarse o a la que debe repulsar para formar su propia identidad y señala que este rechazo de lo materno no es un proceso acabado. Así, en cuanto sujeto del orden simbólico, incluso durante la adultez, el yo no es estable, pudiendo experimentar crisis de narcisismo, una incertidumbre identitaria que recuerda la fusión con la madre y durante la cual no está seguro de los límites entre lo interior y lo exterior; todo ello incluso lo puede conducir a la pérdida de sí y de las fronteras que lo configuran (Kristeva, Pouvoirs de l`horreur). Es, como se verá, una situación como esta la que aqueja al dictador de García Márquez.

Ahora bien, y situados en otro ámbito de las representaciones de lo materno, y como también lo ha señalado la filósofa francesa, la imagen de la mater es un signo antiguo que atraviesa las fronteras temporales y espaciales y que permanece vigente en el psiquismo de las sociedades (Kristeva, “Stabat Mater”). Por su parte, retomando estas últimas consideraciones, así como las anteriores, Sonia Montecino (Madres y huachos) explica que, en el ámbito latinoamericano, además de poseer una importancia singular en la configuración de identidades de género y en la transmisión de valores vinculados a la idea de lo femenino, esta imagen materna exhibe rasgos singulares y específicos.

Para explicar tales variantes es necesario recurrir a las consideraciones histórico-culturales que han forjado la evolución del continente. La imposición de los valores europeos y su confrontación y su contacto con la cosmovisión indígena trajo consigo un proceso de asimilación, adecuación y adaptación que, en el nivel de la relación con la divinidad, se tradujo en un desplazamiento de las figuras masculinas y por la imposición de la imagen de una diosa poderosa, reflejo de la Virgen Madre y también de las diosas precolombinas. La mexicana Virgen de Guadalupe constituye, sin duda, el paradigma de este marianismo sincrético.

De ahí que, aunque sea lícito analizarlo y considerarlo desde otros puntos de vista, el enfoque de Montecino apunte a la consideración del marianismo como un símbolo cultural universal que “adquiere particularidades en el ethos mestizo latinoamericano, pues su perfil, en este territorio, es sincrético. Es un emblema que se ha transmitido históricamente y que al ser vigente, es significativo” (48). En estrecha conexión con el rito, la alegoría mariana aparece, pues, como un relato situado en el espacio de la fundación del continente mestizo, gracias al cual el problema del origen puede ser resuelto metafóricamente en la medida en que concede una identidad única e irreprochable a los hijos y descendientes de la madre india y del padre español.

En cuanto mito, y en cuanto rito, el marianismo atenúa la problemática del ente mestizo, sugiere un origen trascendente, propone y crea una historia numinosa, al tiempo que encubre y envuelve en el manto de la deidad la génesis histórica, los cimientos traumáticos, la procedencia conflictiva y violenta del ser latinoamericano.

Las condiciones concretas de las relaciones entre los sexos y los rasgos asumidos por la organización social hicieron, además, que durante la Conquista, y más aún durante la Colonia, se desarrollara el modelo de una familia cuyo centro lo constituye la madre. Como señala la misma Montecino: “Cada madre, mestiza, india y española dirigió el hogar y bordó laboriosamente un ‘ethos’ en donde su imagen se extendió poderosa” (50).

Paralelamente, el movimiento de adoración hacia la Virgen María fue extendiéndose por todo el continente. Así, el culto mariano va a conferir, como se ha dicho, una identidad a una población caracterizada por la orfandad histórica y la desposesión material. El criollo, en su inconfortable posición, en su desdén hacia el aborigen y hacia el europeo, enarbolará la imagen divina no solo como emblema de su origen, sino también de su destino. Y al abocarse a las luchas por la Independencia los líderes serán guiados por la Virgen, guardiana y defensora de sus “‘ideales’” y de sus gestas. Como lo indica la estudiosa recién citada:

Manuel Belgrano, en Argentina, coloca a la Inmaculada como símbolo de la “revolución”, escogiendo como colores de la bandera nacional el azul y el blanco. Antes de la batalla de Tucumán invocó a la Virgen de las Mercedes y ya obtenido el triunfo la nombró “Generala del Ejército”. José de San Martín eligió como Generala del Ejército Liberador de los Andes, a la Virgen del Carmen, quien posteriormente será la patrona de Chile; en México, la Virgen de Guadalupe es estandarte imprescindible de las luchas emancipadoras; en Perú Nuestra Señora de la Concepción, y así ocurrirá en los distintos países (86).

De manera que, a partir de un lugar y de unos individuos cuyo origen simbólico proviene de una divinidad mater, se establece un nuevo territorio en el cual la identidad está concedida por la patria. Pero esta patria, contrariamente a su sentido etimológico que lo vincula con el padre, será más bien una “matria”; esto es, el espacio que la Virgen ha fundamentado y consolidado para que en él vivan y prosperen sus hijos, el espacio donde reina la madre, la reina madre.

Tales consideraciones evidentemente no explican, pero sí concuerdan con los datos narrativos y los sucesos evocados por el texto de la novela de García Márquez y que han insistido en un universo caracterizado por el imperio de la figura materna. En este sentido, cabe recordar que, poco antes de que ocurra la muerte de Bendición Alvarado, se nos indica precisamente el valor sustentador y de referencia –aunque desde la perspectiva narrativa asome un tinte irónico– hacia los principios fundamentales asignados al personaje: “Habían sido inútiles las muchas y arduas diligencias oficiales para aplacar el ruido público de que la matriarca de la patria se estaba pudriendo en vida” (136). A lo cual cabe añadir todas las fábulas y mixtificaciones que impulsan al hijo a tratar de obtener la canonización de la madre y que terminan por construir una imagen de Bendición Alvarado semejante a la de la Virgen.

Ejemplos destacados son, entre otros, el episodio del sudario con el que se ha cubierto su cuerpo y en el cual resulta impreso su retrato (137 145), las reacciones del cuerpo de la fallecida (abre los ojos, sonríe, respira, transpira, 141). Su cadáver, además de mantenerse incorrupto, genera todo tipo de “milagros” (156), incluso el de impedir la muerte del auditor de la Sagrada Congregación del Rito, encargado de averiguar la verdad de los hechos y a quien, después de un atentado, se encontrará “sano y salvo por la virtud de su madre Bendición Alvarado que una vez más daba muestras de su clemencia y su poder en la propia persona de quien había tratado de perjudicar su memoria” (154).

Dichos factores fundadores de un mito –aunque se descubra posteriormente el embuste montado por los secuaces del dictador–, que son ciegamente admitidos por el Patriarca y por el pueblo, aparecen consolidados en la conciencia popular (143). De hecho, el marianismo latente, se ha vertido y ha encontrado una concreción adecuada y coherente –de acuerdo con los principios que rigen el mundo del general– en la persona de esa mujer que además tenía todo el derecho de acceder “a la gloria de los altares por los méritos propios de su vocación de sacrificio y su modestia ejemplar” (144). Por lo demás, y como se sabe, el hecho de que el dictador se entere de que todo no es más que falacia, no impide que dicte el decreto de canonización. Esto significa que el personaje de Bendición Alvarado, por obra y gracia del poder de su hijo, adquiere una categoría similar a la poseída por las vírgenes mestizas. Se convierte en defensora y protectora del universo del Patriarca, será objeto de culto, sujeto de ritos, adquirirá nuevas potencialidades –explicables por la ironía subyacente en la narración de todo el proceso– e incluso reemplazará y se impondrá, al menos en el plano material y por cierto tiempo, a todas las exteriorizaciones de la Iglesia católica: haciéndose intérprete de la “voluntad popular”, el gobernante “proclamó la santidad civil de Bendición Alvarado por decisión suprema del pueblo libre y soberano, la nombró patrona de la nación, curadora de los enfermos y maestra de los pájaros y se declaró día de fiesta nacional el de la fecha de su nacimiento” (160); incluso, según el artículo cuarto, los bienes de la Iglesia “pasaban a formar parte del patrimonio póstumo de santa Bendición Alvarado de los pájaros para esplendor de su culto y grandeza de su memoria” (161).

Parece lógico, entonces, que incluso después de haber declarado el estado de guerra al Vaticano, de haber procedido a la expulsión de sus representantes –aunque, como sabemos se trata de una salida transitoria– y de ser consciente de la burda patraña, el Patriarca siga aferrándose a la imagen de la madre y que mantenga hacia ella una actitud de adoración inconmensurable, uniendo en sus solicitudes y ruegos esa imagen de la madre y el de su impuesta aura divina: “rogando madre mía Bendición Alvarado protégelos (…) amansa el láudano, madre, endereza los pensamientos torcidos” (198); “madre mía Bendición Alvarado, asísteme, no me dejes de tu mano, madre” (208); “madre mía Bendición Alvarado ilumíname con tus luces más sabias” (249); “madre mía Bendición Alvarado de mis buenos tiempos, asísteme, mírame cómo estoy sin el amparo de tu manto” (261).

Sabemos, sin embargo, que santa Bendición Alvarado no posee mayores atributos para poder encarnar y representar todo el conjunto de rasgos contenidos por este modelo mariano. Aunque, como recuerda uno de los hablantes, los textos escolares le concedían el prodigio de haber concebido a su hijo “sin concurso de varón” (51), un conglomerado de voces, incluida la de la propia madre del Patriarca, entregarán una serie de informaciones mediante las cuales obtendremos un retrato muy diferente del personaje. De ahí se desprende que se trataba de una mujer ignara, simple, espontánea, preocupada sobre todo por labores rutinarias, con más “vestigios de timidez que de humildad (...) de pobreza de espíritu que de abnegación” (150), según indica Demetrio Aldous.

Por lo demás, los elementos concernientes al pasado de Bendición Alvarado, junto con poner en evidencia el desfase que existe entre la versiones oficiales de la historia y la “realidad” del personaje, ofrecen también signos que se conectan con el fenómeno del marianismo y de su concreción en el área de la escenificación de algunos rasgos de la identidad latinoamericana. Nos referimos a los orígenes de Bendición Alvarado y al nacimiento del Patriarca.

El patriarca sin padre

Los antecedentes de la madre del Patriarca son más que oscuros: “(…) nadie sabía a ciencia cierta cuál era su nombre de entonces ni cuándo empezó a llamarse Bendición Alvarado que no debía ser su nombre de origen porque no era nombre de estos rumbos sino de gente de mar” (152). Lo que sí queda más o menos claramente establecido es su estado de pobreza, pues sus actividades de ingenua pajarera nómada (139) no le permiten sobrevivir. De modo que para poder alimentarse no le queda otra solución que prostituirse: “(…) tenía que comer por el bajo vientre” (152).

Existe una concordancia expresiva entre los orígenes desconocidos de la madre y los del hijo. Poco antes de su muerte, Bendición Alvarado confiesa al Patriarca la incertidumbre y la confusión esenciales que rodean su ascendencia espuria: “(…) le contaba cómo le echaron su placenta a los cochinos, señor, como fue que nunca pude establecer cuál de tantos fugitivos de vereda había sido tu padre” (135). La bastardía, la ausencia de la figura paterna será un rasgo más que determinante en la configuración del personaje. El origen desconocido del dictador –que permite a los “artífices de la historia patria” proponer tres versiones de su nacimiento (69)–, no puede sino provocar la relación, la inseparabilidad, la férrea asociación entre ambas figuras. La imagen del padre se esfuma, desaparece, se convierte en un vacío, vacío que deviene, incluso, un paradigma: “(…) porque él consideraba que nadie era hijo de nadie más que de su madre, y sólo de ella. Esta certidumbre parecía válida inclusive para él, pues se sabía que era un hombre sin padre como los déspotas más ilustres de la historia” (50-51).

Dichas afirmaciones nos conducen nuevamente al fenómeno del marianismo, esta vez asociado a uno de los rasgos cardinales del surgimiento del llamado mestizaje latinoamericano. Las circunstancias concretas que dan origen a ese “híbrido” que es el mestizo son las de la violencia, la violación, el abandono. El signo original del mestizo, de ese hijo de la chingada será, según las ya consagradas afirmaciones de Octavio Paz, el de la bastardía. La unión entre el español y la indígena no será legitimada. La madre permanecerá junto a su vástago, abandonada a su suerte. El padre, ausente, deviene genérico. Por lo tanto, es a la madre, singular y presente, a quien corresponde encarnar la ascendencia. Esta situación se extendió, durante el período colonial, por medio de “instituciones” tales como el amancebamiento y la barraganía. Por lo demás, el advenimiento de la República, que consolida el poder de los hacendados, tampoco va a significar una mayor atenuación de la presencia de la madre soltera, de la ilegitimidad y de la bastardía.

Así se instaura este modelo materno-filial, esta estructura familiar en la cual, indefectiblemente, la identidad genérica asume rasgos específicos. La mujer es la madre, el hombre es el hijo, no un varón, sino el hijo de su madre. De ahí que la madre soltera sea, en cierta medida, aceptada socialmente, pues aparece directamente vinculada con la reproducción, con la figura del hijo. Incluso, se asiste a una asociación entre la imagen de María y la persona de la madre pobre con su hijo. El hecho de que la cultura mestiza nombre a lo femenino como madre y a lo masculino como hijo va a provocar, en definitiva, una doble carencia: de lo masculino como padre, de lo femenino y masculino como entidades sexuadas. Este segundo aspecto, la elipsis de la sexualidad se evidencia en la intrincada relación de la madre con el hijo, que incluso puede dar lugar a la perversión y a la transgresión a través del incesto simbólico. Sin duda, en la novela, las inextricables relaciones entre Bendición Alvarado y el dictador no adquieren tales rasgos. Sin embargo, se produce indirectamente, de forma traslaticia, una suerte de relación perversa a través de la unión entre el dictador y la novicia Leticia Nazareno, a la que conoce después del fracaso del intento de canonización. La que se convertirá en su única mujer reconocida legalmente, no solo ha pertenecido al ámbito religioso, sino que, además, cumple un papel de esposa y de madre, enseñándole, entre muchas otras cosas, a leer y a escribir (189 y ss.).

Por otra parte, la ausencia de la figura paterna va a compensarse, en términos de comportamiento social, por medio de la violencia. Para llenar la brecha, para suplir la carencia provocada por el padre ausente, el bastardo buscará su legitimidad en una cierta forma de “heroísmo”, intentando superar su situación de hijo, asumiéndose como macho. En el imaginario mestizo del continente, el vacío simbólico del pater será reemplazado por una figura de fuerza y potestad: el militar, el caudillo, el chingón, el dictador. Así, el macho, identificándose con el conquistador, recupera y sustituye metafóricamente al padre ausente, en medio de un sistema simbólico que, sin embargo, lo excluye.

Aunque resulte redundante, no podemos sino recordar que, en El otoño del patriarca, el protagonista, además de ser un hijo de nadie es, al mismo tiempo, la ilustración del “macho”. Las creencias le atribuyen la paternidad de unos cinco mil hijos, ninguno de los cuales, evidentemente, ha sido reconocido por su progenitor. “Que viva el macho”, “Salve el macho”, “es un macho”, son expresiones características y recurrentes para referirse, directa o indirectamente, al personaje (18, 27, 31, 63, 64, 92, 101, 105, 141, 148, 149, 240). El patriarca sin padre no solo es la encarnación del “macho” por su capacidad de procreación; también lo es porque representa la fuerza bruta, porque –sobre todo en su época de apogeo– su presencia significa humillación, catástrofe y destrucción. “Macho” por excelencia, el Patriarca comparte con su madre un estatuto fundamental. Él es también, evidentemente, el padre de la patria, el jefe de esta gran familia, su nación, y con cuyos componentes –los subalternos, el pueblo– mantiene vínculos de tipo paternalista y feudal, especialmente durante los orígenes de su régimen. No obstante, su poder inconmensurable, su aura mítica no bastan para concederle una identidad. En este sentido, parece estar representando a ese mestizo de origen incierto, a ese ser sin padre que solo posee como asidero la imagen de la madre-Virgen y una violencia que únicamente acentúa su vacua identidad.

El Patriarca es un ente cuasi anónimo. Se le conoce bajo una serie de designaciones representativas de funciones y de rangos (“general”, “presidente”, “primer magistrado”). El lector conoce su nombre, pero este le es presentado como un rasgo adventicio, muy distante de una eventual identidad del personaje: “(…) una noche había escrito me llamo Zacarías (…) lo había leído otra vez muchas veces y el nombre tantas veces repetido terminó por parecerle remoto y ajeno, qué carajo, se dijo, haciendo trizas el papel, yo soy yo, se dijo” (132).

“Yo soy yo”. He aquí una de las divisas fundamentales del personaje. Cada vez que debe proporcionar elementos que sustenten sus decisiones arbitrarias, cada vez que considera necesario justificarse o tratar de afirmar su personalidad, el Patriarca recurre a esta fórmula tautológica, a esta lógica de la evidencia que se basta a sí misma y que contiene la plenitud de su propia ausencia. No es de extrañar que también haga uso de ella al romper relaciones con el Vaticano y expulsar a todas las congregaciones religiosas, medidas con las cuales intenta lavar la afrenta que significa el rechazo de la canonización de Bendición Alvarado. Se trata, para él, de que todo el mundo se entere “cómo terminan los forasteros que levantan la mano contra la majestad de la patria, y que hasta el papa aprenda desde ahora y para siempre que podrá ser muy papa en Roma con su anillo al dedo en su poltrona de oro, pero aquí yo soy el que soy yo, carajo” (146-147).

Ya en los últimas horas de su otoño, cuando el Patriarca acentúa una frenética y desesperada búsqueda de identidad “(…) preguntándose a grandes voces quién carajo soy yo que me siento como se me hubieran volteado al revés la luz de los espejos” (234), cuando intenta recuperar aquella identidad que en realidad nunca ha perdido porque nunca ha existido, la muerte, que viene en su busca, lo llama “Nicanor, Nicanor” (269). Del origen incierto, vuelve a la incertidumbre del origen, a ese anónimo NN, a ese Nicanor Nicanor “que es el nombre con que la muerte nos conoce a todos los hombres en el instante de morir” (269). De esta manera se cierra el círculo. El círculo del bastardo que vivió su vida aferrado a la imagen de la madre, de esa madre deificada por medio de la cual se intenta resolver el problema del origen y se trata de encontrar una identidad, un sentido, un signo, un sino: “Madre mía Bendición Alvarado de mi destino” (217).

Para Bernardo Subercaseaux, la novela contemporánea del dictador sería una de las formas adoptadas por la novela histórica en América Latina e implicaría dejar de lado la “representación fidedigna o en clave de la realidad”, produciéndose así una significativa reconfiguración social y literaria en la medida en que introduce “el tratamiento teleológico de los materiales históricos para proyectar un mundo imaginario (…) que quiere ser a la vez representativo y autosuficiente” (339), y en la que conciencia crítica y conciencia estética se aúnan. A su vez, John Kraniauskas (“Para una lectura política”) añade que la novela de la dictadura latinoamericana emerge del desarrollo desigual y combinado de la sociedad burguesa en esta región y que eso explica su realismo y singularidad, pues se trata probablemente de “el único género literario que toma y reflexiona sobre la forma estatal como objeto y sujeto histórico” (90). De modo que, en este tipo de novela se puede narrar el Estado, su accionar y su sentir. Es la tarea a la que se abocan los escritores. Se trata, en gran medida, de la respuesta estética que un grupo de narradores –entre los cuales se encuentra García Márquez– formula en la década de los setenta, ante la profusión de dictaduras instauradas, sobre todo, en los países del Cono Sur. Revisan y refractan la aparición de esos regímenes y de sus representantes, la historia pasada y presente, la relación de esos tiranos con los contextos externos e internos, con el establecimiento de la división internacional del trabajo, con los despojos productos de la dependencia, con la puesta en práctica de los mecanismos de esa violencia con la que se reprime y sientan las bases de un funcionamiento social conservador y desequilibrado. El objeto histórico de la dictadura deviene objeto político literario.

Obra pluridimensional, El otoño del patriarca es exploración y recuperación sincrética de fenómenos y situaciones de la historia del continente, es una novela que contiene y esparce significados, que condensa y expande espacios y tiempos, que irradia dimensiones miríficas, que integra textos y contextos, que reflexiona, además, sobre la reconstrucción popular del mito del dictador latinoamericano. Allí, y volviendo a Kraniauskas, en cuanto personaje político, el dictador se caracteriza y se define por la concentración e institucionalización de los poderes en su persona, de modo que al narrar su historia, se relata la historia de la forma estatal, la de la dictadura, operación que se concreta como si fuera la de un personaje literario, la de un héroe –antihéroe– individual. Las características y rasgos de todo tipo acerca del personaje y de su entorno ya han sido, como se ha indicado, objeto de múltiples lecturas. Pero no así las que lo vinculan con el marianismo. Por eso propuse aquí, deslizando la mirada desde lo político hacia lo estético y sus significancias, que El otoño del patriarca expone, además, un capítulo fundamental de la historia cultural del continente. Presentada irónica e hiperbólicamente, la singular relación del Patriarca y de Bendición Alvarado es un factor que alude a las ya citadas consecuencias emblemáticas de las fracturas y avatares de la historia e incuestionablemente forma parte de ellas. La bastardía, el patriarca sin padre, sin identidad –también metáfora de un Estado despersonalizado–, son quiebres que imponen la necesidad de crearse un origen, de darse un sello, de proponerse una génesis de la cual el marianismo es soporte fundamental. Así, desde esta perspectiva, parece decir la novela, las palabras, los ritos y los mitos construyen etéreos y perdurables puentes que se alzan, trepidantes, por sobre el profundo abismo del ambiguo y equívoco ser latinoamericano.

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Recepción: 20.09.2015 Aceptación: 20.11.2015