Después de la larga noche: narrativa paraguaya contemporánea

Daniel Noemi Voionmaa

Northeastern University, Estados Unidos

d.noemivoinmaa@neu.edu

Resumen: Este ensayo se estructura a partir de la estrecha y explícita relación que se establece en la narrativa paraguaya de las últimas décadas entre la literatura y la realidad socio-política circundante. Especialmente, existe un notable recurso a la historia, sobre todo a momentos traumáticos –guerras y dictaduras–, que es central en la novelística de las últimas décadas. El artículo presenta tres perspectivas complementarias que dan cuenta de cómo la narrativa paraguaya se ha acercado a su propia historia y cómo este acercamiento ha ido modificándose en los últimos años, notándose una mayor apertura y crítica explícita a medida que pasa el tiempo. Con esto en mente, primero, se analizan dos momentos de la novela histórica; Caballero de Rodríguez Alcalá, escrito aún durante la dictadura de Stroessner, y Un viento negro de González Delvalle, publicado casi tres décadas después.  Luego, se comentan las novelas El Fiscal y Contravida, novelas del “exilio después del exilio” de Augusto Roa Bastos, notando que esa separación entre escritura dentro y fuera de Paraguay marca gran parte de la producción literaria durante el siglo XX. Finalmente, se examinan brevemente tres novelas –una de fines de la dictadura y dos de inicios del milenio– que parecieran no referir el tema de la dictadura o de las guerras, pero lo hacen subrepticiamente, y que, además, corresponden a “tendencias” significativas de la literatura paraguaya reciente.

Palabras clave: narrativa paraguaya contemporánea, transición a la democracia, novela histórica.

After the Long Night: Contemporary Paraguayan Narrative

Abstract: Recent Paraguayan narrative shows a close and explicit relationship between literature and its surrounding socio-political reality. Notably, the use of history as a recourse, specifically traumatic historical moments such as wars and dictatorships, is central to the novels of the last decades. This article presents three different but complementary perspectives that show how Paraguayan narrative has addressed its own history, and the ways in which this approach has progressed in recent years to reflect a greater opening and more explicit criticism.

First, I analyze two instances of the so-called Historical Novel: Caballero written by Rodríguez Alcalá during the last years of Stroessner’s dictatorship, and Un viento negro by González Delvalle, published in 2012. Secondly, I study two novels by Augusto Roa Bastos (probably the most famous of all Paraguayan writers), that have been labeled novels of “exile after the exile”: El Fiscal and Contravida. Here I focus on the difference between writings inside and outside Paraguay, noting that this distinction characterizes much of the country’s literary production during the 20th century. Finally, I briefly examine three novels –one written in the 1980s, and the other two at the beginning of this century– that seem not to make any reference to the dictatorship or to any war. I argue, however, that they do so surreptitiously, while conforming to relevant tendencies in recent Paraguayan literary production.

Keywords: Contemporary Paraguayan narrative, transition to democracy, historical novel.

En 1985, Teresa Méndez-Faith comenzaba su análisis de la literatura paraguaya1 en el exilio con las siguientes palabras: “La literatura paraguaya en general, y la narrativa en particular, han sido siempre una especie de terra incognita para historiadores, compiladores y críticos literarios”. Da como ejemplo la Historia de la literatura americana, que en 1937 publicara el crítico peruano Luis Alberto Sánchez; en ella, el capítulo correspondiente lleva por título: “La incógnita del Paraguay”. Lamentablemente, esta “incógnita” se ha mantenido hasta el presente, sobre todo fuera de las fronteras paraguayas. Así, con la excepción de Augusto Roa Bastos –a quien me referiré más adelante– la producción literaria paraguaya ha pasado casi por completo desapercibida. No es extraño encontrar comentarios como los de Guido Rodríguez-Alcalá y María Elena Villagra, quienes en su introducción a una antología de narrativa paraguaya de la década de 1980 afirman que, en relación con otros países latinoamericanos, hasta hace poco, “la narrativa paraguaya se halla considerablemente rezagada” (7). Agregan que esta “comienza recién a principio del siglo XX, con la llegada de tres extranjeros (…)” y solo en 1952 aparece una novela “de dimensión continental: La Babosa, de Gabriel Casaccia” (8). De hecho, se le atribuye a Casaccia ser el gran modernizador de la narrativa del país, y la novela mencionada anticipa la opresión vivida durante las casi cuatro décadas de dictadura stroessnerista2 (Alfredo Stroessner encabezó una de las dictaduras más crueles y duraderas del siglo XX en América Latina: desde 1954 a 1989).

Algunos han buscado una explicación a esta supuesta3 carencia literaria en la historia del país. Méndez-Faith señala que “Paraguay es, probablemente, el país cuya producción literaria se ha visto más afectada por los aconteceres histórico-políticos de sus casi dos siglos de vida independiente. Es la única nación del continente que se inició como tal con una dictadura”. Esto, sumado a la serie de conflictos bélicos vividos –Paraguay tiene el triste récord de haber padecido las guerras más cruentas del siglo XIX y XX en suelo americano: la de la Triple Alianza (1864-1870), en la que Paraguay combatió contra Brasil, Argentina y Uruguay, perdiendo más de un 80% de la población masculina; y la Guerra del Chaco (1932-1935), en la que se disputó una zona del Chaco norteño con Bolivia (a pesar de “ganar” la guerra, los costos humanos y materiales fueron inmensos)– habría contribuido a que hasta mediados del siglo XX prevaleciera “el ensayo histórico y en la escasa producción narrativa (…) las corrientes romántico-nacionalistas de exaltación del pasado y de afirmación de los valores espirituales del pueblo paraguayo” (Méndez-Faith). Esto comienza a cambiar, continúa Méndez-Faith, en la segunda mitad del siglo XX, durante la cual, y como consecuencia “positiva en el plano literario” de la Guerra del Chaco, se incorporan nuevas temáticas, tales como la guerra, la persecución política, los problemas sociales y el exilio. No me interesa aquí discutir si la aparente escasez de producción literaria que caracteriza al Paraguay es producto de su historia (están evidentemente relacionados; pero en otros países la historia ha funcionado como productora de más narrativa). Lo que importa resaltar es que gran parte de la producción literaria paraguaya existente se refiere a esa historia; es decir, hay una notable relación explícita con la realidad socio-política circundante y, también, un recurso constante a la historia –al trauma de la historia– en la narrativa paraguaya moderna4.

No es posible hablar de literatura paraguaya de los últimos treinta años sin referir un aspecto fundamental que tuvo la narrativa inmediatamente anterior, cuya influencia se sigue percibiendo hasta el día de hoy. Durante los oscuros años de la dictadura stroessnerista existe una literatura que se escribe en Paraguay y una que es escrita fuera de Paraguay. Será esta última, la narrativa en el exilio, donde, lejos de la censura del régimen, se tratarán de modo más directo temas relativos a la violencia dictatorial. En la obra de los autores en el exilio se encuentra “el planteamiento más fiel y el reflejo más honesto de la problemática nacional actual” (Méndez-Faith). En esta narrativa hay un predominio de lo político y lo social: se ejerce una crítica comprometida que es imposible llevar a cabo en el país. Al mismo tiempo, es en ella donde se encuentra una mayor expresión de los nuevos recursos técnicos y estilísticos más vanguardistas, que caracterizaron a gran parte de la literatura latinoamericana de los años cincuenta, sesenta y setenta. El mejor ejemplo es, sin duda, Yo el Supremo, la muy estudiada novela de Roa Bastos5. Este énfasis en la crítica política y social solo será posible en la producción narrativa al interior del país hacia finales de los años ochenta y, notoriamente, se mantendrá en los años posteriores. Así, con el fin de la dictadura en 1989 la narrativa del exilio ingresa metafóricamente al país: comienza a escribirse desde el interior.

No debe sorprendernos, entonces, que la dictadura sea el tema central de parte importante de la narrativa reciente. No el único, por cierto; mas se sitúa como una sombra que todo lo cubre: se habla de ella desde múltiples perspectivas, intentando llevar a cabo una suerte de catarsis colectiva. Esto conlleva una serie de otras transformaciones relevantes, entre las que destaca “el predominio del tema urbano sobre el campesino” (Rodríguez-Alcalá y Villagra 10). Aspecto que vuelven a mencionar veinte años después, en 2013, los editores de una Nueva narrativa paraguaya: “Paraguay, paulatinamente, parece ir saliendo de una larga siesta y cambiando el bucólico paisaje rural por el asfalto y el cemento” (Amado et al. 7). Notemos, además, aunque sea redundante, que esta narrativa que habla de la dictadura es una literatura de la transición a la democracia –el periodo de la “desmodernidad” del que habla Ticio Escobar–. Como señala este crítico, en todas las “posdemocracias” del Cono Sur, muy pronto se pudieron “entrever los efectos de nuevas corrupciones, violencias y desajustes graves vinculados a brutales procesos de neoliberalización trasnacional”. Así, el cambio del “bucólico paisaje” (una caracterización, por lo demás, bastante discutible) por el asfalto y el cemento no ha de verse como uno de necesario progreso o desarrollo. La transformación, social y políticamente, quizá deba entenderse mejor como una reelaboración de condiciones de violencia existentes durante la dictadura; la literatura se hará cargo de mostrar dicha transformación (da cuenta de ella; esto es, al hablarla también la constituye), y al hacerlo necesariamente reflexionará sobre el pasado y los procesos y modalidades de la memoria6.

En las páginas que siguen quisiera analizar cómo la narrativa paraguaya de las últimas tres décadas trata el tema de la dictadura y, al hacerlo, va ampliando el campo de lo decible. Esto es, cómo la literatura, al revisitar el pasado reciente (y el más lejano), adquiere un particular papel de cronista y juez. Hay, sugiero, una significativa búsqueda por la verdad (siempre inalcanzable) que solo puede entenderse como parte del intento de obtener justicia, tanto de un modo concreto como de uno simbólico. Discuto esta búsqueda desde tres ángulos que son complementarios: la novela histórica en dos momentos (a fines de los años ochenta y en la década presente) que expresan dos modalidades (irónica la primera; más apegada a la crónica periodística la otra); la continuación de la narrativa del exilio, considerando dos novelas de Roa Bastos, escritas en los años noventa; y, finalmente, analizo de forma breve tres novelas –una de fines de la dictadura y dos de inicios del milenio– que, aparentemente, no tocan el tema de la dictadura (y que también corresponden a “tendencias” significativas de la literatura paraguaya reciente, según la crítica), pero que, argumento, a través de un recurso directo o metonímico a la historia, nos muestran cómo ella no solo es un referente constante sino que impacta todos los ámbitos de la existencia.

Hablando del pasado: novela histórica

El año 1987 es un año “decisivo para la narrativa paraguaya” (Peiró): se publican las novelas El invierno de Gunter, de Juan Manuel Marcos, y La niña que perdí en el circo, de Raquel Saguier7, las que muestran que se puede innovar temáticamente; y, además, se distribuye una novela publicada en Asunción el año anterior: Caballero, de Guido Rodríguez-Alcalá. Esta novela da inicio a un significativo auge de la narrativa histórica que se apreciará en la década siguiente.

Caballero cuenta la historia, narrada por él mismo, de Bernardino Caballero8. Héroe según la historia oficial durante la guerra de la Triple Alianza, la novela se estructura como una entrevista que le hace en 1910 “el cronista” (en un momento interpelado como “Raúl Amarilla”) al “legendario centauro de Ybicuí durante su exilio en Buenos Aires” (Rodríguez-Alcalá 7). Cada uno de los veintidós capítulos, divididos en tres partes, lleva un título que remeda a los de las novelas de caballería, sentando así el tono humorístico y desmitificador de todo el relato (un solo ejemplo: “De la memorable batalla de Curupayty (22.IX.66) donde los enemigos del Paraguay mordieron el polvo” (77)). Como muy bien nota en su acucioso estudio de la novela Mar Langa Pizarro, la “desmitificación” apunta no solo al protagonista sino que la crítica “se extiende a toda la historia de un país que, en su etapa independiente, sólo ha disfrutado de un régimen democrático durante algo más de medio siglo” (224). Para Rodríguez-Alcalá, según sus propias palabras, el pasado es un “pretexto para investigar el presente” (en Langa Pizarro 224).

La narración que hace Caballero posee un doble nivel, que en su conjunto produce el sentido irónico que prevalece: por una parte, el protagonista nos cuenta de sus peripecias y aventuras durante la guerra, al lado del Mariscal López (Presidente del Paraguay durante el conflicto bélico) y su familia. Para ello emplea un tono coloquial y, para crear la impresión de un conocimiento personal de la realidad, se privilegia la pequeña historia en lugar de la oficial:

¿Por qué desconfiaba el Mariscal López de su hermano don Benigno?

Esa es una buena pregunta, pero para contestarla debo explicar algunas cositas de la familia López, y entonces hacemos marcha atrás (…) Naturalmente, más de uno quería ser presidente, porque el Paraguay de entonces era un país tranquilo, disciplinado, con mucha plata en la caja del Fisco y muchas posibilidades para el futuro (…) Como ve, un país fácil de gobernar; muchos querían el cargo. El problema era quién: Porque el señor Presidente Carlos López tenía tres hijos para eso (…) (19).

O, más adelante, hablando de la relación de López con la mujer del conde d’Eu, yerno del Emperador brasileño: “(…) era que todo el mundo, hasta el último soldadito comentara que el Mariscal le había hecho el favor a doña d’Eu” (139).

De esta manera, Caballero intenta justificar sus acciones y responder a quienes lo acusan de antipatriota y traidor. Insiste en mantener una visión heroica, suya propia y del país: “Imagínese que de los 20.000 hombres que lanzamos el asalto, 6.000 quedaron en el campo de Tuyutí, heroicamente, pero muertos. De los sobrevivientes, Steward, Masterman y otros médicos traidores nos mataron unos 8.000…” (73). La defensa del heroísmo paraguayo llega a su paroxismo cuando al final Caballero afirma: “(…) somos el primer país del mundo que peleó como peleamos nosotros, mandando las mujeres y los niños al combate para enfrentar con palos y piedras a la caballería bien montada y a los cañones Krupp y los rifles de aguja. Ese es nuestro orgullo” (175). No hay ironía en las palabras del futuro presidente, pero esta se hace evidente para el lector: toda la confesión de Caballero puede (y quizás deba) ser leída en clave irónica. Ahora bien, a este doble nivel discursivo podemos añadir otros elementos que aumentan el sentido paródico: la inclusión de mapas que supuestamente contribuyen a la veracidad del relato y la aparición de algunos bien pensados anacronismos, por ejemplo, entre muchos: “(…) le voy a confesarle que Río me curó mi stress” (189); uno de los mapas es de…1985.

Entonces, ¿cómo podemos leer esta, en palabras de Claude Castro, “desacralización de la guerra”, en la que “los héroes se transformarán en actores ridículos de acontecimientos irrisorios”? (en Langa Pizarro 249). ¿Cómo entender la caracterización del Mariscal López como un megalómano absoluto? Al volver atrás se está buscando la raíz de un problema presente: el pasado ilumina ese presente. Así, la historia de esa guerra desnudada de su grandiosidad de sacrificio y heroicidad (¡pero contada desde la genial parodia de una de sus voces!) revela algo mucho más terrible y contingente: la prolongación de ese terror en el momento actual, en el segundo lustro de los años ochenta del siglo pasado. El horror de la guerra continúa en la dictadura; y el discurso de esta, de la dictadura de Stroessner, se asemeja al discurso absurdo y cómico, patético y trágico, de Bernardino Caballero.

La “desacralización” que remarca Langa Pizarro forma parte de una nueva manera de pensar e interpretar la guerra de la Triple Alianza y, de esta manera, pensar el sentido y la posibilidad de una identidad paraguaya. En efecto, en su cuidadoso estudio panorámico de cómo la guerra ha sido leída desde y fuera del Paraguay, Liliana Brezzo sitúa la novela de Rodríguez-Alcalá como parte de una línea que se rebela contra las visiones nacionalistas (que desde los años veinte buscaba recuperar la figura de Francisco Solano López), “demoledora de los tabúes del nacionalismo idealizador de las generaciones anteriores” (18), que se inicia con La babosa de Casaccia.

Veinticinco años después, en 2012, una novela histórica gana el premio “Lidia Guanes”. Un viento negro vuelve, sin circunloquios ni rodeos, a los años de la dictadura. Todo lo que podíamos suponer e intuir en Caballero (y en gran parte de la narrativa escrita en el Paraguay durante los años ochenta), aquí se torna explícito, directo, casi transparente, sin dejar lugar a ambigüedades interpretativas. Todo vestigio visible de censura –aún existente al momento de la publicación de Caballero– ha desaparecido9. Advertimos, así, uno de los cambios estéticos más significativos en el paso a la narrativa de la transición: si antes, en aras de la crítica y la denuncia de la dictadura realizada en el país, los artistas debían recurrir a “metáforas intensas, de cifras oscuras, de alusiones que movilizan constantemente el lenguaje y lo obligan a juegos ingeniosos” (Escobar), ahora el lenguaje puede (aunque no lo haga siempre) dejar de lado las metáforas más recónditas y el ingenio de sus juegos. Esto conllevará, claro está, un peculiar costo: para muchos la (aparente) transparencia de cierta literatura corresponde a la liviandad del ser propiciada por los aires neoliberales10. Para otros, en cambio, será una posibilidad para llevar a cabo una reflexión más directa, profunda, que deja de lado su (obligado) elitismo.

Un viento negro, un “documental feroz y atroz al mismo tiempo” (Almada-Roche), es una combinación de reportaje periodístico, pasajes sumamente explicativos sobre la historia del Paraguay (a ratos el afán pedagógico parece un tanto excesivo y obvio) y una estructura literaria que presenta un complejo trabajo de temporalidades. El presente de la narración se sitúa el día del golpe de Estado que derroca a Stroessner en febrero de 1989. Desde ahí construye la historia y vida de cinco personajes, en cinco capítulos que llevan sus nombres –saltando desde ese presente a los diferentes pasados, refiriendo dramáticos episodios vividos en la dictadura–. Cada momento del pasado queda claramente establecido, ya sea por las fechas que se dan de manera explícita, o bien por la alusión a hechos históricos reconocibles (caída de Allende en Chile, el golpe militar en la Argentina). Gracias a esta estructura, Un viento negro es una novela que crea un mosaico del horror de la dictadura, de la lucha de los campesinos, de sus movimientos, de la represión y que también logra dar una impresión de la atmósfera que se vivía en esos años –no poder confiar en nadie, el constante miedo que imperaba en las calles–. Es un texto realista, que busca ser transparente, claro, edificador: novela histórica por una parte, realismo documental por otra. Curiosamente, el entramado amoroso es lo que da más densidad y complejidad al texto, en particular al final. La novela reconoce la posibilidad de su misma escritura –es consciente de que “ahora” estas cosas “se pueden contar”–; en efecto, en una interpretación posible, la novela podría ser escrita por un periodista sueco, Eric Olson, quien tiene la idea de escribir un libro sobre la dictadura cuando, en el capítulo final, luego de la caída de Stroessner, escribe cuatro reportajes sobre su gobierno (no sabemos más, quedamos con la incertidumbre de si Olson escribió o no el libro que ha pensado o si ese es el libro que leemos). El último de los reportajes es una entrevista a Eva Alonso, ex militante de las Ligas Agrarias Cristianas y de la OPM, Organización Político Militar, exiliada en Suecia. Eva es también la protagonista del último capítulo y su historia de amor es la que cierra la novela. Si bien, como he dicho, las relaciones amorosas están presentes todo el tiempo en la novela, es significativo que sea un aspecto de estas y no una acción política, con lo que concluye la novela. Más aún considerando que el accionar político, la violenta represión de la dictadura en diferentes momentos, es el punto de contacto más evidente entre todas las historias. De hecho, la acción de la inteligencia paraguaya contra las Ligas Agrarias y la OPM, su desmantelamiento, es lo que desencadena la seguidilla de exilios, torturas (algunas narradas con naturalista detalle) y cárcel. La novela crea, además, una red de relaciones entre los personajes: el capítulo inicial trata del estudiante de la Universidad de la Plata, Blas Arzamendia, el primero del OPM en caer en el capítulo quinto, y quien tiene las publicaciones y documentos de la organización. Ya en este capítulo aparece el alcalde del pueblo, Albino Salinas –representación del poder y de la represión del Estado en el pueblo pequeño–, que atraviesa toda la novela. Salinas, en el presente de la narración, está intentando escapar disfrazado con todos sus bártulos en una camioneta (gesto que recuerda, en pequeña escala, la huida de Stroessner a Brasil). La novela logra comunicar bien el sentido de impotencia y la sucesión de situaciones límite a la que son sometidos los personajes. Así, muchas de las barreras éticas tradicionales son puestas en entredicho. En un episodio notable, en el segundo capítulo, Dionisio Rojas, compañero de colegio de Albino, se halla en la cárcel por sus actividades con la Liga. El jefe del presidio le ofrece salir en libertad con una condición: debe hacerse pasar por otro preso, Pedro Arza, a quien la Cruz Roja, en una visita de inspección aceptada por la dictadura, quiere entrevistar. El problema es que Arza ha muerto a causa de las torturas y el gobierno quiere ocultar tal hecho. Dionisio se debate qué debe hacer. Decide hacerlo, pues negarse es probablemente su muerte. Primero piensa que podrá contarle la verdad al enviado de la Cruz Roja, pero este lo entrevista en un cuarto que tiene micrófonos. No le queda más que hacerse pasar por el otro. Traicionar la memoria de un compañero y su propia causa (solo después sabrá que el enviado de la Cruz Roja se había dado cuenta de la sustitución). Se apunta así, más allá del horror psicológico y físico, más allá de la detallada descripción del funcionamiento de las instituciones de la dictadura y de los intentos de resistencia, al meollo de la debacle moral que ha producido el régimen militar.

La podredumbre moral queda simbolizada, desde el título mismo, en el viento. Elemento evidentemente central, posee una gran fuerza simbólica. El viento aparece en doce ocasiones en la novela; y el “viento negro” lo hace en siete: siempre es presagio de una desgracia por venir. En la primera ocasión el “viento negro” mueve la balsa donde es transportado el omnibús en el cual viaja uno de los personajes que de inmediato será detenido, torturado y asesinado. Luego, durante una Semana Santa trágica (por las acciones represivas del gobierno), cuando Dionisio va a comenzar a leer en la Iglesia el sermón de las Siete Palabras, aparece el alcalde del pueblo con la policía, creándose un paralelo entre las palabras leídas y el accionar policial. Entonces, Dionisio “sube al púlpito empujado por un viento negro que levanta una nube de polvo” (96); y hacia el final, cuando Eva está a punto de casarse con un correligionario, la mayor represión llegará “cabalgando sobre un viento negro” (314). Es este viento, pareciera argumentar González Delvalle, el que continúa soplando en el presente de la realidad paraguaya. Viento negro del olvido y de la borradura que esta novela, con todos sus problemas y sus excesos, trata de combatir, consciente de la paradoja que mientras más se puede decir, menos es lo que se quiere recordar.

Espectros y el exilio después del exilio

El exilio ha constituido una realidad vital y una problemática literaria constantes para los escritores y escritoras del Paraguay. Como refería antes, una de las divisiones que se suele efectuar al pensar en la producción literaria durante la dictadura es la que se establece entre escritores en el exilio y aquellos en el “exilio interior”. Por cierto, como señala Peiró, es una clasificación que, si bien es válida, debe analizarse con cuidado, pues las circunstancias de los exilios varían caso a caso. De todos modos, el exilio es una realidad fundamental para entender la cultura del país y ha impactado todos sus ámbitos hasta el día de hoy. De ahí que no sea sorpresa que el exilio deviniera un tema central en muchas obras escritas durante la dictadura y, significativamente, también después del fin de ella en 1989. El Fiscal (1993) de Augusto Roa Bastos –exiliado desde 1947 en la Argentina, y desde 1976 hasta 1989 en Francia– es un caso especialmente interesante. Con ella se cierra la trilogía de novelas sobre “el monoteísmo del poder”, como él mismo las llama, novelas explícitamente políticas del autor (Hijo de hombre, de 1960, y Yo el Supremo); pero al ser publicada después de la caída del “tiranosaurio” adquiere un sentido necesariamente distinto. De hecho, en un breve prólogo a la novela, Roa Bastos afirma que una versión previa de la novela había sido escrita durante la dictadura, pero debido a la caída de Stroessner (¡de nuevo la historia influyendo en la literatura!) “la novela quedó fuera de lugar y tuvo que ser destruida” (El fiscal 341). Como el mundo había cambiado, se hacía necesaria otra novela. Es esta nueva versión “totalmente diferente” la que leemos (claro está que solo tenemos la palabra –mejor dicho, la escritura– del autor como prueba de esta transformación).

El fiscal es una novela de múltiples niveles: es una novela del dictador –para Peiró, como tal, es una “novela de Stroessner” en la que “el odio hacia la figura del dictador acababa imponiéndose a la trama” (Peiró)–, es también una novela del exilio, pero sobre todo es una novela que intenta pensar –desde las ausencias y la carencia– el futuro del Paraguay. Desde la historia y el horror del pasado, se plantea una búsqueda de aquello que está por venir. La novela está dividida en tres partes, correspondiendo cada una a un tipo de texto distinto. La primera es una suerte de memoria del protagonista Félix Moral, paraguayo exiliado en Francia, profesor de literatura (todos aspectos que nos llevan a establecer un paralelo con el autor real, Roa Bastos). El narrador refiere a ella como “una ininterrumpida carta ‘póstuma’ a una sola destinataria: Jimena” (29). Jimena es su pareja, española que trabaja con temas relacionados con los derechos humanos. Al final de esta parte, Félix decide aprovechar la posibilidad de regresar al Paraguay, bajo un alias (además es ciudadano francés), a un congreso de la cultura que el dictador ha organizado para limpiar la imagen del régimen ante la comunidad internacional. El objetivo de Félix es claro: asesinar a Stroessner. ¿Cómo? En el momento de darle la mano al dictador, cuando a los invitados les corresponda saludarlo, le inoculará un veneno que vendrá escondido en un anillo –que pertenecía a la familia europea de Jimena– que él llevará puesto (un asesinato “renacentista”). La segunda parte es la carta que Félix le escribe a Jimena desde el momento que se sube al avión hasta que logra darle la mano al tirano y “solo me queda esperar los resultados”. Esta parte incluye un largo excurso sobre la guerra de la Triple Alianza y un comentario sobre un texto del cónsul inglés Richard Francis Burton sobre ella. La historia es necesaria para entender el presente: la violencia y el horror ya están presentes en ese pasado; los personajes históricos (Francisco Solano López) prefiguran a los de la dictadura. Simbólicamente, la parte de la carta que Félix escribe en el Paraguay es escrita en la oscuridad con una tinta invisible. La tercera y más breve sección de la novela corresponde a una carta que Jimena escribe a la madre de Moral, contando el apresamiento, la tortura vivida y la muerte de este, además de la cárcel que la misma Jimena tuvo que vivir cuando viaja al Paraguay para intentar rescatar a Félix; prisión de la cual solo es liberada gracias al golpe que pone fin a los siete lustros de dictadura.

En estas tres partes, argumenta Amanda Lee Irwin, observamos “tres aspectos claves del tema del exilio: el desarraigo, el desplazamiento y la ausencia” (28). Pero no se trata tanto del desarraigo inicial y ausencia final (su muerte) del protagonista; sino del desarraigo y de la ausencia de Paraguay como nación, como idea y como deseo. Es decir, el texto funciona como un espejo en el que el exilio del sujeto se historiza y el horror que él ha vivido se convierte en el horror de toda una nación. Memoria e historia son centrales en la novela y son ellas lo que la dictadura ha intentado borrar o tergiversar. Así, el gran problema para el escritor (un problema que es estético, pero sobre todo político y, como lo indica el apellido del protagonista, moral) es qué lenguaje emplear: ¿cómo hablar de todo esto? ¿Cómo hablar de la realidad después del horror de la dictadura? En cierto sentido, ese es el dilema que enfrenta toda la literatura latinoamericana de fines de los ochenta y de los años noventa; un dilema que en el caso del Paraguay es quizá más acuciante y doloroso. Para Ravetti, “lo que aquí se nombra como Paraguay concentra, en el libro que lo evoca, el mundo, en sus múltiples posibilidades y situaciones, incluido el submundo infernal con sus fantasmas (…) y en el otro extremo, la secreta iluminación de algo por venir, del orden del deseo en su permanente lucha con lo real” (100). Vivimos, como dice un personaje en la novela, en un mundo en el cual “violencia, sexo, terror son la Santísima Trinidad de nuestro tiempo” (El fiscal 37). Ante esa realidad, surge un deseo del mundo por venir –de un futuro que se sabe imposible, pero por el cual no obstante se debe luchar–. Por ello, Moral se sacrifica por su país. Ahora, es un mundo que en su histórica realidad parece a ratos más una alucinación. En efecto, en muchas ocasiones el protagonista no sabe si lo que ha visto es “real” o “verdadero”. Aparecidos, fantasmas, espectros pululan por la novela y es con ellos que se puede establecer una relación más cercana. En el avión le parece reconocer en la figura de un pastor menonita a alguien, advierte en él “señales fantasmales porque provenían de un fantasma o de alguien que pronto iba a convertirse en un fantasma” (222). El pastor resulta ser un compañero de la guerrilla de años atrás; al llegar a Asunción será asesinado por la policía secreta. Es este tipo de presencias la que continúa en el presente: los espectros siguen vivos, Paraguay es un país de fantasmas. Convivir con el pasado, hacerse cargo de la historia implica establecer un diálogo con esos fantasmas, porque ellos no pueden ser borrados por el terror de la dictadura. Es más, el gran desafío es traer de regreso esa(s) historia(s) no “como verdaderamente ha sido” sino, como nos recuerda Benjamin cuando reflexiona sobre qué significa articular históricamente el pasado, en su relampaguear “en un instante de peligro” (51).

En su última novela, a la que ya se alude en El fiscal, Roa Bastos trae de regreso textos suyos anteriores: el cuento “La excavación” e Hijo de hombre. Contravida (1994) vuelve al episodio del escape de una cárcel, el derrumbe del túnel y la muerte de todos los presidiarios que intentaban huir, con excepción de uno. La novela narra el viaje en tren del único sobreviviente, pero sobre todo se centra en las memorias que él tiene de su niñez y del pueblo en el cual vivió. Sí, la última novela de Roa Bastos es un retorno a la infancia: “Ahora mismo, en este tren de un siglo, luego del largo y moroso recorrido de otro medio siglo por los subsuelos de mi memoria, resurgía, denso entrañable, insistente, el deseo de retornar a contravida al pueblo de mi niñez” (225). Este es un mundo a ratos terrible y a ratos mágico, en el cual es posible hallar restos, ruinas, desde los cuales entender el presente para, como escribe Tovar, “producir nuevos restos” (1231). Pero esta memoria y este retorno, se efectúan a “contravida”. El intento por darle un sentido al tiempo desde la escritura y, así, explicar, su propia vida (que es también sinécdoque del país) será central en esta reflexión político-metafísica. La vida en el Paraguay, “a lo largo de más de cien años… había quedado detenida en el tiempo” (Contravida 42). El tren en el cual el narrador viaja es la metáfora de aquel movimiento, lento pero continuo, hacia el futuro (escapando del horror: pero en el tren viajan con él aquellos que lo torturaron y en su vagón va sentada una mujer que es espía). Un futuro que solo se puede entender y hacer legible desde el recurso a la memoria. En un momento, el protagonista recuerda que siempre quiso escribir “la última historia escrita antes del fin del mundo por un sobreviviente” (127). Una historia que ya nadie podría leer y desde este deseo es que, paradojalmente, se inscribe en tanto escritura que está siendo leída como una esperanza de futuro: la contravida revela su posibilidad espectral, su capacidad de devenir otra vida, en los lectores y lectoras de esa historia que, a pesar de todo, continúa.

Contravida regresa a la niñez para buscar el origen del futuro. Como tal, es un intento por decir la historia y la realidad con un lenguaje y una literatura –una que se reconoce en su tradición paraguaya y latinoamericana– que sean capaces de recuperar la complejidad de dicha historia y lo terrible (pero también lo bello) de aquella realidad.

La insistencia de la historia

El énfasis hecho por la crítica en torno a la relación entre historia y literatura en el Paraguay corrobora una realidad que, si bien en menor medida, continúa en la narrativa más reciente. Pero no se trata solamente de la historia como paso inevitable del tiempo o la referencia a sucesos acaecidos en el pasado: cuando se vuelve a la historia, cuando esta hace su aparición, es para recordarnos el trauma vivido. Un trauma que puede adquirir diferentes dimensiones y que puede expresarse de múltiples modos. Por ejemplo, en novelas como Encaje secreto (2002), de Lita Pérez Cáceres –que podría considerarse parte de una nueva tradición de literatura femenina11– en la superficie se trata de las historias entrelazadas de ocho mujeres pertenecientes a una familia. Las vicisitudes, la mayoría amorosas, de las protagonistas de las distintas generaciones –que se narran desde el punto de vista presente de la bisnieta de la matriarca Francisca– enfatizan el grado de mayor o menor libertad (social y sexual) que cada una de ellas goza en medio de la restrictiva, religiosa y pacata sociedad asunceña. Sin embargo, los acontecimientos que más impactan el devenir de estas mujeres son relativos a la política del momento: las distintas revoluciones o golpes de Estado trazan el trasfondo de la narrativa. Es cierto que la actividad política directa pareciera estar reservada a los hombres, pero esta afecta directamente a las mujeres y determina su accionar. Alberto, por ejemplo, hijo de la tía de la narradora, Pastorita, se enlista en el Movimiento 14 de Mayo12 para luchar contra la dictadura de stroessnerista. Es capturado y su madre, sabiendo que “el General los arrojaba vivos desde un avión, que los torturaba hasta matarlos” (90) hará todo lo posible por conseguir su liberación. Esto provocará una serie de consecuencias que impactará toda la trama. Así, acontecimientos como este, en diversos momentos de la historia, se repiten a lo largo de la novela, lo cual nos lleva a preguntarnos si el “encaje secreto” al que alude el título no es tanto la pieza de vestimenta oculta sino la historia “secreta” del país que se dibuja en la trama de las vidas de estas mujeres.

Más radical, en tanto relato feminista, es la excelente novela Los nudos del silencio (1988), de Renée Ferrer. Ella trata de un acomodado matrimonio paraguayo que viaja a París de vacaciones. En la Ciudad Luz, el marido Manuel insiste en ir a un espectáculo erótico. Malena, reticente, acepta. El show resulta ser uno lésbico que despierta ocultas sensaciones en la mujer, estableciéndose una conexión especial (solo a través de la vista) con una de las actrices, una mujer vietnamita que antes trabajó como prostituta en Saigón. Esto provoca que Malena pase de ser “una mujer hecha de nudos” (108) a saber “que de alguna manera se han empezado a desatar los nudos que la niegan” (119). Efectivamente, la novela le otorga un sitial activo a la mujer que, como plantea Marchevska, “sugiere una reinterpretación de lo femenino y aquello que le ha sido atribuido por la sociedad. La concienciación de Malena es símbolo de la mujer que vence el dogmatismo del patriarcado”, pero también, añade, es “símbolo del triunfo de la democracia en Paraguay” (65). No obstante, la relación no es tan simple: Manuel el marido proveedor tiene un trabajo “secreto”, que conlleva muchas noches fuera de casa del que poco o nada informa a su mujer, pero que le permite un buen vivir. Poco a poco –Manuel detesta el show y su memoria lo lleva a episodios de su “trabajo”– nos enteramos que es torturador para la dictadura de Stroessner. En la escena climática de la novela se yuxtapone la imagen de la pareja acariciándose en París con la tortura de una mujer por parte de Manuel. Si Malena en París –-para muchos, incluida la mujer vietnamita Mei Li, la tierra del exilio– puede liberarse, la mujer torturada en Paraguay muere y es enterrada “en el patio como los otros” (117). El paralelo apunta a una doble necesidad de liberación: la de la mujer y también la del cuerpo de la nación, la una no puede darse sin la otra.

Un modo muy diferente de hablar de la dictadura es el que nos presenta Segundo horror (2001), de Augusto Casola. Una novela compleja, donde, como advierte el prologuista, “se ha ido creando el relato a través de pensamientos aparentemente sin hilar” y su final es “algo nihilista y absurdo” (9). En efecto, al final notamos que todo el texto fue (o pudo haber sido) escrito por Rolando o Rolo, el niño que aparece constantemente en el relato de la historia de esta familia y de una revolución fracasada. El pasatiempo exclusivo del Rolo niño es jugar con las hormigas en el jardín. Ahora, su juego no es inocente: “Más tarde comenzó Rolo la persecución despiadada que desembocó en prisiones atiborradas, muertos, heridos y desaparecidos, lo que dio paso al terror” (20); o más adelante, al hallar un pedazo de carne con cientos de hormigas: “las roció con alcohol de quemar y les prendió fuego (…) hasta acabar transformadas en pequeñas carbonillas” (155). El narrador continúa en el párrafo siguiente: “Después de hacerlo se sentía más tranquilo. Las cárceles estaban repletas, con prisioneros que soportaban una vida de tormentos, de luchas sin sentido, obligadas a desplazarse sobre los cuerpos sin vida de sus compañeras. Fue la peor época, porque nadie se sentía seguro y entrar a las prisiones significaba la muerte” (155). ¿Se está hablando de las hormigas a las que Rolo gusta torturar? Se hace evidente que las hormigas son algo más que las hormigas; que Rolando representa a otro, que el sufrimiento de los insectos es el que viven los habitantes de la “ciudad subterránea” de la que se apoderó “un terror sordo y paralizante”. En este mundo, como en el otro, en el de los humanos, hay algo superior al primer horror que es la muerte: “(…) mi segundo horror y tal vez el más poderoso, es el miedo a seguir viviendo” (130). Así, en su buscada polifonía y a ratos confusa narración, Segundo horror reflexiona sobre la brutal violencia que ha vivido el país y los intentos de devolverle a la vida su plenitud. La metáfora de las hormigas, no por su obviedad sino gracias a ella, le otorga una terrible fuerza al relato y nos obliga a reconocer que en esa infancia (también metaforizada) se hallan las raíces del horror presente.

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La narrativa paraguaya de los últimos años es una excelente fuente para comprender y pensar el violento y terrible pasado reciente y la historia más lejana. Pero no solo eso: más allá (y más acá) es la constatación de una cultura riquísima y de una tradición que, contra viento y marea –en un país donde un libro puede ser definido “como la kryptonita para Superman” (Vera 82)–, continúa y se acrecienta. La noción de la literatura paraguaya como tierra incógnita no solo encierra un gran prejuicio e ignorancia; es también consecuencia de un sistema conformado por relaciones económicas de mercado y culturales postcoloniales que dan cuenta de una gran desigualdad continental y global. Quizás sea tiempo ya de cambiar esta visión y de devolverle a la literatura de Paraguay el reconocimiento que desde hace mucho se merece.

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Recepción: 20.11.2015 Aceptación: 23.12.2015

1 Es importante recordar que el Paraguay es un país plurilingüe. Como es sabido, el guaraní es tanto o más importante que el español. Existe una rica producción literaria oral y escrita en guaraní. De hecho, más paraguayos hablan guaraní que español; ambos idiomas son oficiales. El año 2008, al asumir Fernando Lugo como presidente, el himno nacional fue cantado, por primera vez, en guaraní. Este ensayo trata solamente sobre la literatura escrita en español.

2 La babosa narra la opresiva vida en un pueblo paraguayo, Areguá, en el que las rencillas, envidias y odios están latentes todo el tiempo. La animosidad entre las hermanas, Clara y Ángela (la babosa, quien maneja todo lo que sucede en el pueblo), irá aumentando y creando situaciones cada vez más violentas. Areguá funciona como un microcosmos de la nación. Una nación que se mantiene estancada, como explica Francisco Feito en su análisis clásico de la novela, pues la estructura cronológica de la novela crea la sensación de que “en el Paraguay el tiempo no existe: pasado, presente y futuro están condenados a permanecer unidos en una masa estática, inmutable sin esperanzas” (144).

3 Como demuestra José Vicente Peiró, sí existe una importante producción literaria paraguaya durante todo el siglo XX. El problema, señala, es que “no se conocen fuera de las herméticas fronteras del país, aunque su calidad sea como las de cualquiera”; de ahí que “Paraguay sigue siendo la isla rodeada de tierra; el pozo cultural”.

4 Por cierto, la misma noción de una narrativa moderna y la de un arte moderno es en sí compleja y ha sido ampliamente discutida. Así, Ticio Escobar señala de partida, la paraguaya es una modernidad “doblemente periférica” (por el aislamiento de la dictadura y el peso de las metrópolis de São Paulo y Buenos Aires). En este marco de doble subalternidad (al que debemos añadir el posicionamiento que el arte latinoamericano tiene en general vis-à-vis el de los centros culturales euroamericanos), el “arte moderno paraguayo coincide en su desarrollo con el tiempo de la dictadura de Stroessner”. El arte posterior a la dictadura, el de la “confusa Transición a la Democracia”, correspondería a un momento de “nuevo sentido crítico” que Escobar denomina provocativamente “Desmodernidades”: “un deslugar, por propia definición provisional, transitorio: un destiempo”.

5 Yo el Supremo ha sido considerada una novela del dictador (un subgénero propio de la narrativa latinoamericana, que tiene como otros eximios ejemplos a El recurso del método (1974), de Alejo Carpentier; El otoño del patriarca (1975), de Gabriel García Márquez, y La fiesta del chivo (2000), de Mario Vargas Llosa). La novela de Roa Bastos es, probablemente, la más compleja de este grupo. Es, también, una reflexión sobre el sentido de la historia y constituye una crítica radical al proyecto modernizador latinoamericano. Para John Kraniauskas, es una versión latinoamericana de “la Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer (…) en que se dramatiza la mitificación de la emergente racionalidad política moderna” (417-418).

6 De modo similar a lo sucedido en otros países que han vivido procesos de transición hacia un régimen democrático después de cruentas experiencias dictatoriales, la memoria –el qué, cómo y para qué recordar lo sucedido– y el olvido (propiciado por las corrientes neoliberales) serán temas y problemas de urgente discusión. En el caso paraguayo, David Velázquez se pregunta si no “hay una suerte de vocación institucional por el olvido…? ¿Hay una política no explícita de promoción del olvido?”; y añade: “También el pasado fue perseguido, torturado, negado, escondido” (en Cerutti 151).

7 La niña que perdí en el circo es una hermosa historia en la que una niña se habla a sí misma/otra cuando ya adulta. A la pérdida de la inocencia (personal y, alegorizada, del país), se suma la reflexión metanarrativa: la mujer adulta es la que escribe la historia lo que le permite a la niña afirmar al final que ha vuelto a nacer “esta vez no… de mi madre sino de las entrañas de un libro” (140), que es el libro que estamos leyendo. El invierno de Gunter, en tanto, es una novela que la crítica calificó de “postmoderna” por su heterogeneidad genérica –es novela policial, novela histórica, novela política y, como señala Weldt-Basson, también novela filosófica-existencial–.

8 Caballero fue una de las figuras históricas, junto a la del Mariscal López, que la dictadura de Stroessner reivindicó. Rodríguez-Alcalá publica en 1989 la continuación: Caballero Rey, que trata del periodo de su presidencia (1881-1886).

9 La publicación de la novela, en palabras del autor, fue posible en los finales de la dictadura, pues el gobernante partido Colorado “ya tenía demasiados problemas internos. No me molestaron excesivamente” (en Langa Pizarro).

10 Darío Sarah advierte en esta línea las consecuencias sociales de la retórica neoliberal: “Objeto de sospecha es actualmente el eufórico discurso neoliberal y globalizador, que plantea la exclusión social con un fatalismo casi meteorológico: a pesar de sus consecuencias, la trata como irreversible, involuntaria y ‘global’” (en Cerutti 160).

11 Tragicómicamente, Ana Iris Chaves comentaba en 1979: “Usted sabe que las únicas novelistas que estamos en Paraguay somos mi madre y yo” (Peiró y Rodríguez-Alcalá). Es recién en los años ochenta cuando se establece, en palabras de la famosa escritora “anterior”, Josefina Pla, una “tradición”, y en esa década es aún considerado “lo nuevo” (Rodríguez-Alcalá y Villagra 10). Peiró, escribiendo en los noventa, anota que “hoy en día encontramos más de treinta narradoras paraguayas en activo”. Para un estudio más detallado véase la antología Narradoras paraguayas (Peiró y Rodríguez-Alcalá; existe edición digital del 2000).

12 El M14 fue un movimiento guerrillero, conformado en su mayoría por exiliados, que combatió a la dictadura stroessnerista. Como nota Pous, estuvo “inspirado por la recién triunfante Revolución Cubana, agrupaba un variopinto de ideologías y voluntades, unidos por el objetivo común de derrocar a Stroessner. Y si bien la mayoría de los así denominados ‘catorceros’ eran liberales y febreristas, predominaba un fuerte carácter nacionalista y pluralista, que reconocía sus raíces en la supuesta unidad de la Guerra del Chaco” (38). Toma su nombre de la fecha en que estalla el movimiento independentista en 1811, entre cuyos líderes se encontraba José Gaspar Rodríguez de Francia, futuro dictador perpetuo del país (1820-1840), también conocido como “el Supremo”.