Lucha armada y neovanguardia
en Estrella distante y Nocturno
de Chile de Roberto Bolaño
Eduardo Vergara Torres
Universidad de Chile, Chile
Resumen: El artículo discute el modo en que las novelas Estrella distante (1996) y Nocturno de Chile (2000) de Roberto Bolaño elaboran la conexión entre dos problemáticas clave para la formación de su poética personal y para la configuración de la cultura latinoamericana contemporánea: específicamente, el nexo entre la estética neovanguardista y el legado de la lucha armada revolucionaria en el continente. Se observa que Bolaño, indagando cáusticamente en la relación entre escritura y violencia, opera un minucioso desmontaje de aquel vínculo, que caracterizó históricamente la praxis política y artística de cierta izquierda. A partir de ahí, se discuten determinadas lecturas contemporáneas de su obra, eventualmente insuficientes, a fin de dar cuenta de su singular inscripción en el campo cultural regional y chileno en particular. El artículo concluye que, dadas sus opciones y operaciones estético-políticas, la obra de Bolaño es irreductible a ciertos paradigmas elaborados por la crítica actual para caracterizar la producción escritural de la postdictadura en América Latina.
Palabras clave: Roberto Bolaño, lucha armada, neovanguardia, violencia, postdictadura.
Armed Struggle and Neo-Avant-Garde in Estrella distante
and Nocturno de Chile by Roberto Bolaño
Abstract: This article discusses the ways in which Roberto Bolaño’s novels Estrella distante (1996) and Nocturno de Chile (2000) draw a connection between two key problematics in the formation of his personal poetics, as well as in the configuration of contemporary Latin American culture, namely: the nexus between neo-avant-garde aesthetics and the legacy of revolutionary armed struggle across the continent. It sheds light on the fact that Bolaño, who delves caustically into the relationship between writing and violence, meticulously breaks down that connection, which has historically characterized the artistic and political praxis of a certain part of the left. It then discusses specific contemporary, albeit insufficient, readings of his work, in the hopes of accounting for its unique inscription in the regional, and particularly Chilean, cultural field. The article concludes that, given its aesthetic-political options and actions, the work of Bolaño cannot be reduced to certain paradigms put forth in contemporary criticism in order to characterize post-dictatorship writings in Latin America.
Keywords: Roberto Bolaño, armed struggle, neo-avant-garde, violence, post-dictatorship.
I
Hace tiempo, John Beverley dedicaba uno de sus artículos a un balance de la reflexión contemporánea sobre el legado de la lucha armada en América Latina. Los planteamientos y posturas adoptadas recientemente por figuras como Régis Debray, Elizabeth Burgos, Beatriz Sarlo, Teodoro Petkoff –los nombres podrían multiplicarse y abarcar con facilidad la casi totalidad del continente– llevaban a Beverley a postular la existencia de un cierto paradigma de la desilusión, puesto en juego al enfrentar en retrospectiva los impulsos revolucionarios y utópicos de la generación de los años sesenta, a la que él también pertenece. Debray, en su momento el teórico de los focos guerrilleros, lo resumió de manera infinitamente cínica cuando afirmaba: “creíamos que íbamos hacia la China de Mao, pero terminamos al sur de California” (Debray).
Entendiendo el período de la lucha armada latinoamericana como un desvío equívoco y un error político, el paradigma de la desilusión se sustenta en una narrativa que identifica aquellas décadas revolucionarias de los sesenta y posteriores con la juventud biográfica de sus protagonistas –juventud romántica como todas, generosa y valiente, y como todas propensa también a la irresponsabilidad y el exceso–. Consecuentemente, la madurez social y política no correspondería sino a la opaca y autoritaria hegemonía neoliberal de los años ochenta y noventa. Y subyaciendo a esa narrativa, orientándola y otorgándole un sentido último, se encontraría una “visión profundamente ideologizada de la historia que identifica el paso del tiempo con el progreso” (Beverley 167).
El paradigma de la desilusión tiene, por supuesto, un correlato en la cultura del continente: el discurso del guerrillero arrepentido atraviesa una serie de novelas, testimonios, películas; llega a constituirse en uno de los lugares de enunciación privilegiados para la cultura oficial de las nuevas democracias latinoamericanas, incluso para quienes insisten aún en representar a cierta izquierda. Sus historias narran, desde este enfoque, un proceso de maduración y progresión personal sobre el trasfondo de la transición histórica entre la política de izquierda radical y el neoliberalismo1.
Pero Beverley hace entonces, a pie de página, una observación interesante para una lectura de Roberto Bolaño como la que intentaré aquí: confrontado con el paradigma de la desilusión y la figura neopicaresca del guerrillero arrepentido, cuyos ires y venires han llegado a saturar el campo literario y cultural latinoamericano de las últimas décadas, se hace visible que Bolaño rehúsa adoptar esta narrativa. En sus historias y novelas tardías, sus personajes semiautobiográficos se encuentran con frecuencia también derrotados, arrojados por ende a un destino que no escogieron y que viven de manera a menudo violenta y nihilista, como nihilista y violento es el nuevo marco de la hegemonía neoliberal en América Latina, pero no por ello están arrepentidos ni buscan una reconciliación siquiera dialéctica –y pienso aquí en Lukács, o bien en Jameson– dentro de un incipiente capitalismo globalizado; en ocasiones encuentran, aunque sin implicar tampoco forma alguna de redención, la oportunidad de vengarse simbólica o físicamente de sus victimarios.
Creo que esta breve nota al margen arroja luz sobre aspectos sustanciales de la narrativa de Bolaño. Pensemos en el Arturo Belano recién vuelto de Chile en Los detectives salvajes –y protagonista o narrador de tantos otros relatos–, en el ajusticiamiento de Alberto Ruiz-Tagle/Carlos Wieder en Estrella distante, en la mezcla de ridículo y horror que encarna el cura Urrutia Lacroix en Nocturno de Chile, en los marginales y exiliados que recorren como en círculos los cuentos de Llamadas telefónicas o Putas asesinas. Ofrece, además, una perspectiva sugerente para entender su inscripción en el ámbito literario latinoamericano –es decir, desde una perspectiva regional–, y por extensión también su vínculo con cierta narrativa chilena de postdictadura y las problemáticas propias de nuestro campo en la actualidad.
En relación con esto último, cabe vincular la obra de Bolaño, sobre todo las novelas “chilenas” de las que nos ocuparemos aquí, con otro paradigma narrativo respecto del cual toma distancia visiblemente: aquel que se deja comprender desde el binomio freudiano duelo/melancolía, con referencias a Benjamin, como forma privilegiada de abordar las problemáticas de la memoria y la subjetividad postdictatorial. En ese marco se trazan una serie de discursos o posiciones que van desde la melancolía paralizante de la derrota o el trámite permanente del duelo, hasta la complicidad consensuada con el statu quo neoliberal, pasando por el repliegue defensivo hacia los márgenes –estéticos, políticos– o bien la complicidad culposa o inconsciente con la violencia represiva.
Casi dos décadas antes que Beverley, y en un artículo que se volvería central para estos debates, Alberto Moreiras ya había elaborado una tipología de aquellos discursos y sus respectivas posiciones de sujeto. Con una retórica clínica que recuerda al Barthes de El placer del texto, Moreiras caracterizaba tempranamente las tonalidades afectivas del campo intelectual en las aún frágiles democracias del Cono Sur. Los tipos eran fundamentalmente tres: primero, el histérico, marcado por el deseo cómplice de ocupar “el espacio social que le ha sido reasignado dentro de la industria cultural liberalizada”. Para ese tipo de sujeto simbólico, “la función intelectual pierde su fuerza crítica en pro de una mera funcionalidad (…) autorrepresentativa” (76). Reconocemos allí, con seguridad, a los “héroes” neopicarescos del paradigma de la desilusión.
Por contraste, Moreiras se enfoca luego en lo que llama “deseo esquizoide”: aquel en el que domina la voluntad neocontestataria de “radicalización contraespacial”, donde la función intelectual se condenaría, entonces, a “una presencia meramente sintomática, es decir, a ser traza o vestigio de una posibilidad utópica” (76). Implica, diríamos, una fetichización del margen, de los espacios liminares como lugares privilegiados de la crítica. Y ello no obsta, subraya, para que el aparato estatal los asimile, precisamente, como señalizaciones de su propio límite interno.
Por último, el llamado “deseo paranoide”, cuyo índice es la celebración, quizás irreflexiva, de los “nuevos movimientos sociales” como agentes contemporáneos por excelencia de la emancipación social. Posición paranoide ésta, en la medida en que la labor política de esos movimientos, o bien su reivindicación teórica representacional “no elimina la situación de pérdida simbólica que amenaza al pensamiento crítico en los tiempos postdictatoriales del presente” (78). Y fuera de estas tres posiciones, Moreiras identifica la presencia fantasmal, pero ubicua, de una cuarta: la “melancolía radical” que deriva de las trampas evidentes, del impasse libidinal en que las anteriores nos sitúan. Enfocadas cada una desde distintos ángulos, todas tienen sus casos particulares dentro del extenso corpus de la narrativa de postdictadura a nivel regional.
Mi objetivo, entonces, es explorar algunos puntos sobre el modo en que Bolaño se sitúa y toma distancia respecto de estos paradigmas, lo cual podría constituir en última instancia la singularidad de su obra narrativa en el marco latinoamericano –y quizás más lejos aún–. Para ello me centraré en las dos novelas que tematizan la dictadura chilena, Estrella distante (1996) y Nocturno de Chile (2000), y particularmente en la manera en que se hacen cargo de dos cuestiones fundamentales: el legado de la lucha revolucionaria latinoamericana, protagonizada por su generación, y el lugar clave del proyecto estético-político de las neovanguardias, bien en ese mismo marco o en su proyección hasta el presente.
II
Hagamos memoria rápidamente. En términos generales, el ciclo revolucionario en América Latina se abre con el acontecimiento fundamental de la Revolución cubana en 1959, y culmina, tras propagarse a lo largo del continente, con el Golpe de Estado en Chile en 1973 y la imposición de las dictaduras militares en todo el Cono Sur, incluyendo el caso más temprano de Brasil. En América Central, bajo otra dinámica regional, se prolonga hasta las campañas de contrainsurgencia en Guatemala y El Salvador, y la postrera derrota electoral de los sandinistas en Nicaragua hacia 1990.
Es un largo ciclo, a cuya sombra se forjaron una generación y una literatura, y cuyos avatares y consecuencias dejan su impronta en la narrativa de Bolaño. Como mostrara Claudia Gilman en el ya clásico Entre la pluma y el fusil, el ciclo revolucionario trajo consigo, en un arduo proceso, un giro completo en la comprensión del vínculo entre cultura y política en América Latina, y sus conflictos, su fracaso y posterior clausura están aún en la base de la situación contemporánea de nuestra literatura.
El propio Bolaño lo situaba en el centro de su biografía y de su proyecto literario en el famoso “Discurso de Caracas”, al obtener el Premio Rómulo Gallegos en 1999. Hay que citar en extenso:
(…) en gran medida todo lo que he escrito es una carta de amor o de despedida a mi propia generación, los que nacimos en la década del cincuenta y los que escogimos en un momento dado el ejercicio de la milicia, en este caso sería más correcto decir la militancia, y entregamos lo poco que teníamos, lo mucho que teníamos, que era nuestra juventud, a una causa que creímos la más generosa de las causas del mundo y que en cierta forma lo era, pero que en la realidad no lo era (…) [Y] ahora de esos jóvenes ya no queda nada, los que no murieron en Bolivia murieron en Argentina o en Perú, y los que sobrevivieron se fueron a morir a Chile o a México, y a los que no mataron allí los mataron después en Nicaragua, en Colombia, en El Salvador. Toda Latinoamérica está sembrada con los huesos de estos jóvenes olvidados (40).
No hace falta añadir más sobre la conciencia trágica de la derrota de toda una generación –y tal vez más allá, pues la genealogía de los impulsos revolucionarios en el continente bien puede rastrearse, en arte y en política, hasta principios del siglo XX–. Destaco otras tres cuestiones: la perspectiva regional, latinoamericana, desde la cual Bolaño aborda los problemas de esa generación, superando el marco meramente nacional que ofrece el caso chileno. Ligado a esto, la conciencia de estar frente a un conflicto que no acaba en Chile en 1973, como pueden sugerir ciertos recortes historiográficos algo gruesos, sino que se prolonga largamente durante los años setenta y ochenta, en todo el continente, llegando a superponerse agónicamente a las dictaduras, a la violencia contrarrevolucionaria del Estado, a la implantación de las políticas neoliberales y al aceleramiento de la globalización. No en vano Bolaño decía preferir ser considerado como no estrictamente chileno, mexicano o español, sino latinoamericano. Y, por último, su distanciamiento en narrativa tanto del cinismo conformista del guerrillero arrepentido como de la parálisis traumática, melancólica y doliente de cierta narrativa postdictatorial. Esto es clave para una lectura de Estrella distante y Nocturno de Chile.
Recordemos que ciertos avatares biográficos de Bolaño, de sobra conocidos y tematizados profusamente en una multiplicidad de cuentos y novelas como las ya citadas, adquieren un carácter fundacional para la constitución de lo que será su poética, marcada por lo que Grínor Rojo, en un artículo sobre Los detectives salvajes, ha llamado el “exorcismo de una historia” (74): grosso modo, la de la modernidad tal como la entendieron en esta parte del mundo las vanguardias estéticas y políticas –subraya Rojo– de las primeras décadas del siglo XX, y cuyo despliegue culmina con estrépito en los años de formación de Bolaño. En Los detectives salvajes, la clausura política está emblematizada por el golpe de Estado en Chile en 1973, y la estética por la muerte de Cesárea Tinajero en 1976. Ambas configuran, siguiendo con Rojo, “un todo coherente de historia, de cultura, de política y de arte” (74), a lo que yo agregaría que la novela, y la poética de Bolaño como conjunto, constituye no tanto la afirmación de una salida alternativa frente a esa coyuntura doblemente problemática, sino una confrontación ante y un despliegue de las aporías de esa totalidad clausurada ya definitivamente.
III
El destino de la generación crecida en los años sesenta está en el primer plano de una novela como Estrella distante (1996). Aparece, de hecho, desde la primera página, en el marco de una ciudad de Concepción joven y bullente de simpatizantes o militantes del MIR y de otras organizaciones en todo el espectro de la izquierda, durante los primeros años del gobierno de Salvador Allende:
[Hablábamos mucho] de revolución y lucha armada; la lucha armada que nos iba a traer una nueva vida y una nueva época, pero que para la mayoría de nosotros era como un sueño o, más apropiadamente, como la llave que nos abriría la puerta de los sueños, los únicos por los cuales merecía la pena vivir. Y aunque vagamente sabíamos que los sueños a menudo se convierten en pesadillas, eso no nos importaba (13).
En esa atmósfera, donde los sueños se deslizan casi imperceptiblemente hacia el reino de las pesadillas, se encuadra la historia de Alberto Ruiz-Tagle/Carlos Wieder, el poeta neovanguardista y neofascista que surgirá de los talleres literarios de la universidad para asolar el país con una serie de performances artísticas y criminales en la primera época de la dictadura de Pinochet.
A lo largo de la novela, asistimos a la descomposición de la comunidad representada por los talleres literarios de Juan Stein y Diego Soto, personajes que ilustrarían ejemplarmente el destino de la generación de los cincuenta a la cual Bolaño dedicara aquella “carta de amor o de despedida” que constituye su obra narrativa en general. Las historias intercaladas de ambos ocupan, de hecho, el centro mismo de la narración.
La de Juan Stein, descendiente de judíos rusos bolcheviques, poeta, nacido en 1945, profesor universitario en Concepción, director de un taller literario, historia “desmesurada como el Chile de aquellos años” (56), es representativa de la actitud de Bolaño frente a la entrega de una generación al mentado ciclo revolucionario. Se le creyó muerto inmediatamente después del golpe, pero reaparece –en lo que debe ser la segunda mitad de los años setenta– entre las tropas del Frente Sandinista en Nicaragua: “A partir de ese momento las noticias sobre Stein no escasearon. Aparecía y desaparecía como un fantasma en todos los lugares donde había pelea, en todos los lugares en donde los latinoamericanos, desesperados, generosos, enloquecidos, valientes, aborrecibles, destruían y reconstruían y volvían a destruir la realidad en un intento último abocado al fracaso” (66). Stein emerge y triunfa en Nicaragua, sobrevive a la guerrilla en Angola, participa del asesinato de Somoza en Paraguay, está en Colombia, en Mozambique, en Namibia, en la guerrilla guatemalteca. Presumiblemente muere en El Salvador bajo la bandera del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, cuya “Ofensiva Final”, sabemos, fue derrotada en 1981.
La de Stein es una trayectoria heroica y trágica, pero Bolaño no deja de recordarnos que ese heroísmo va a coincidir con uno de los episodios infames de la lucha armada latinoamericana: “¿Cómo conciliar en el mismo sueño o en la misma pesadilla al sobrino de Cherniakovski, el judío bolchevique de los bosques del sur de Chile, con los hijos de puta que mataron a Roque Dalton mientras dormía, para cerrar la discusión y porque así convenía a su revolución? Imposible. Pero lo cierto es que allí está Stein” (69). Aquí, y a lo largo de la novela, los sueños y las pesadillas suelen coincidir.
Desencanto, sí, profunda desilusión respecto de esos impulsos a la vez generosos y enloquecidos, valientes y aborrecibles, utópicos y destructivos, pero no por ello, me parece, conformismo respecto del destino del continente tras la derrota generalizada de la revolución, como se implica en el paradigma reseñado por Beverley. La historia que une a Stein, Soto, Belano, O’Ryan y Ruiz-Tagle/Wieder no está planteada como una progresión personal y política que culmine en el rechazo del legado de su propia generación. El narrador no llega a pactar un lugar de privilegio en el nuevo contexto. No desemboca en el reconocimiento del statu quo neoliberal como producto del progreso histórico.
En este sentido, creo que el ajusticiamiento final de Ruiz-Tagle/Wieder es clave. Tras el fracaso de las tentativas revolucionarias de los personajes que ocupan el centro de la novela, existe en Estrella distante la posibilidad de vengarse del victimario. Sin implicar ninguna forma de redención o de superación de las contradicciones en que viven sumergidos, ello sugiere al menos una salida narrativa distinta a la del paradigma de la desilusión, caracterizado, como una forma perversa de la Bildungsroman clásica lukacsiana, por la reconciliación dialéctica entre el sujeto y la nueva situación histórico-política imperante.
Pero tal salida no está, por supuesto, exenta de problemas –y ahí radica, a fin de cuentas, su lucidez perturbadora. Como muchas veces en las novelas de Bolaño, los conflictos salen a la luz en los sueños de los personajes, uno de los mecanismos privilegiados para el retorno de lo reprimido: mientras se dedica por completo a la investigación encomendada por Abel Romero, el narrador sueña con un naufragio en el que vuelve a encontrarse cara a cara con Carlos Wieder; “comprendía en ese momento, mientras las olas nos alejaban, que Wieder y yo habíamos viajado en el mismo barco, solo que él había contribuido a hundirlo y yo había hecho poco o nada por evitarlo” (131, énfasis suyo). Y ese barco compartido no es solo el Chile de Allende, o el proyecto estético-político de la generación de los cincuenta, sino también el “planeta de los monstruos”, el “mar de mierda de la literatura” (138).
Es a partir de ese reconocimiento, sin embargo, cuando el narrador se compromete personalmente con la investigación de Romero, cuyo desenlace ya intuye y ayuda finalmente a concretar. La participación de Wieder en la llamada “secta de los escritores bárbaros”, una nueva vuelta de tuerca al lazo entre literatura y horror, es la pista que llevará a su ajusticiamiento final.
Aunque es difícil decir que la muerte de Wieder restituya alguna forma de justicia, me parece que es en ese gesto donde se verifica el distanciamiento que opera Bolaño respecto a aquellas narrativas que reprimen con vehemencia el legado de la lucha revolucionaria y de la persecución política en el continente. Como sabemos, el ajusticiamiento de los victimarios es la excepción más que la norma; el gesto de la novela opera entonces a contrapelo de la historia contemporánea y también de la narrativa postdictatorial, que ha insistido tanto –por razones que no conviene discutir acá– en la posición pasiva de la víctima.
IV
Haré un breve excurso para discutir una cuestión central con respecto a Ruiz-Tagle/Wieder, particularmente lo referido al modo en que Bolaño elabora los problemas de la neovanguardia chilena, y que nos llevará en breve a una lectura de Nocturno de Chile.
A mi juicio, lo que hace Bolaño a través de él no es una identificación gruesa y obvia, de corte benjaminiano, entre arte y horror, entre cultura y barbarie. El famoso dictum de Walter Benjamin –“No existe documento de cultura que no lo sea a la vez de barbarie” (43)–, no captura la singularidad del problema planteado por su narrativa. Se trata de algo más específico, y más significativo, me parece, en el contexto de las postdictaduras latinoamericanas: de desactivar definitivamente el vínculo que unió, desde principios del siglo XX, la vanguardia estética con la vanguardia política de izquierda, cuya articulación apuntaría inexorablemente hacia un futuro emancipatorio, y cuya deriva era la deriva del progreso. Dado que esa articulación inspiró a varias generaciones y sirvió de guía para tantos proyectos estético-políticos, lo que resulta de su desmontaje es la “extraña melancolía” que Jorge Herralde le atribuía a la narrativa de Bolaño en general, y la desorientación completa que, en parte, define la situación contemporánea del arte y de la militancia de izquierda.
Por eso, Alberto Ruiz-Tagle/Carlos Wieder no es en principio un agente de la DINA devenido figura neovanguardista –por el contrario, sus actos son reprobados incluso por los aparatos represivos del régimen y redundan en su expulsión del ejército y posterior desaparición de la escena chilena. En la novela no se le atribuyen pretensiones estéticas a la represión política propiamente tal. Se trata de otra clase de cuestión. La relación entre escritura y violencia que el personaje encarna es más profunda; es, en cierto sentido, anterior a la violencia política dictatorial.
No se subraya lo suficiente, por otro lado, el hecho de que las performances aéreas de Ruiz-Tagle/Wieder constituyen una inversión de los actos poéticos –también de fuertes resonancias teológico-políticas, por cierto– realizados por Raúl Zurita en los cielos de Nueva York hacia 1982. Zurita, emblema de la neovanguardia chilena bajo dictadura, y cuya figura sería prácticamente institucionalizada poco después durante la transición.
A propósito de esto, en su artículo sobre Estrella distante, María Luisa Fischer admitía la dificultad de “interpretar el sentido que adquiere lo que constituye el proyecto (…) de Raúl Zurita cuando se lo transforma en ‘acto poético’ del horror fascista en la novela de Roberto Bolaño” (153). Más que difícil de interpretar, parece antes que nada algo turbador y profundamente disruptivo. Pero la novela arroja una clave más o menos inequívoca al respecto: en 1974, Wieder estaba “en la cresta de la ola” y se proponía hacer “algo espectacular que demostrara al mundo que el nuevo régimen y el arte de vanguardia no estaban, ni mucho menos, reñidos” (Estrella 86, énfasis mío). ¿Qué puede significar este gesto?
Ese devenir fascista de la poesía, esa identificación entre arte de neovanguardia, política de ultraderecha y violencia criminal en Ruiz-Tagle/Wieder, inscrita ahora en el marco de una trama policial y produciendo un efecto bastante desolador, expresaría a mi juicio el agotamiento definitivo del conjunto de discursos progresistas que durante tanto tiempo quisieron ligar la escritura literaria en América Latina con la revolución, la justicia, la identidad, la independencia, el pueblo, la emancipación; en general, como habría dicho bellamente Kant, el juvenil entusiasmo por el despliegue progresivo de la razón en la historia.
Y yendo más allá de esto aún, podemos recordar una conocida discusión que sostuvieron hace una década Willy Thayer y Nelly Richard en torno a un postulado del primero: la eventual existencia de lo que llamaríamos una homología estructural entre las voluntades modernizadoras de la neovanguardia –la Avanzada en Chile, según la fórmula canonizada por Richard– y la dictadura militar. Pensando el vínculo entre arte, política, vanguardia, represión, representación, y una larga serie, Thayer llega a afirmar: “La tortura se ejerce contra la vanguardia y la revolución, consumando siniestramente la vanguardia y la revolución” (23, énfasis suyo).
No tengo espacio aquí para desarrollar plenamente los términos de esa discusión, aunque sería interesante hacerlo, pero, ¿acaso una afirmación como esta no caracteriza agudamente la conjunción entre las prácticas violentas y las pretensiones estéticas de Ruiz-Tagle/Wieder? Sin asomo de duda, la novela está dialogando con esa escena de avanzada neovanguardista de los setenta y ochenta en Chile, como atestigua la referencia a Zurita. Y me parece que desde ese diálogo crítico, escéptico, de una ironía literalmente sangrienta, puede entenderse la oscura conciencia de la Gorda Posadas con respecto al potencial revolucionario de los actos poéticos de Wieder, a su capacidad para trastocar las coordenadas del campo literario chileno. Esos actos no solo invierten, más bien consuman siniestramente –y debe leerse esta fórmula con rigurosidad, según las connotaciones freudianas de lo siniestro– la voluntad vanguardista que orientó la praxis política y artística de la izquierda durante décadas: “Alberto, dijo, va a revolucionar la poesía chilena (…) ¿La que él piensa escribir?, dijo Bibiano con escepticismo. La que él va a hacer, dijo la Gorda. ¿Y saben por qué estoy tan segura? Por su voluntad” (Estrella 24-25, énfasis en el original).
V
Así como existía un elemento de continuidad entre La literatura nazi en América y Estrella distante –la última de las biografías apócrifas de la primera encontraría su desarrollo en la última–, existe un lazo intertextual que une Estrella distante con Nocturno de Chile: Ruiz-Tagle/Wieder recibe hacia 1986 el reconocimiento del crítico Ibacache, reseñista de periódico que se referirá a él como el “prometedor poeta Carlos Wieder” (Estrella 115). Nocturno de Chile vuelve sobre el apellido Ibacache como pseudónimo del cura Sebastián Urrutia Lacroix, doble esperpéntico del crítico de El Mercurio aún en ejercicio, José Miguel Ibáñez Langlois, Ignacio Valente. Por supuesto, también tienen en común el hablar de Chile desde o a través de las prácticas y discursos de cierta extrema derecha.
Nocturno de Chile se plantea como delirio paranoide del cura opusdeísta, en una noche febril dedicada a la rememoración y eventual justificación de su trayectoria como crítico literario –bajo el pseudónimo de H. Ibacache–, como persona privada y pública, que abarca desde los últimos años de la década de los cincuenta hasta comienzos de los 2000, bajo el gobierno de Ricardo Lagos. La voz de Ibacache fluye intentando justificarse delirantemente frente a las supuestas acusaciones de un otro, el enigmático “joven envejecido” que lo acosa insidiosamente y que, hacia el fin del relato, se revelará como figuración proyectiva de sí mismo.
La novela se estructura como una serie de siete “cuadros” yuxtapuestos, unidos, al decir del propio Bolaño, de manera puramente experimental. El fluir continuo de la narración implica una estructura simple de solo dos párrafos: el primero, que abarca la totalidad del relato, y el último, de una sola línea de extensión, cerrándolo de manera cáustica: “Y después se desata la tormenta de mierda” (150). Me parece que su sentido –que se ha tratado de interpretar de múltiples maneras en la crítica reciente– se aclara en algo si lo remitimos a la expresión análoga que citamos ya de Estrella distante: ese “planeta de los monstruos”, ese “mar de mierda de la literatura”. Recordando la caracterización que hace Patricia Espinosa del panorama de la crítica literaria en Chile hacia la época de publicación de Nocturno, podría adelantar la hipótesis de que esa “tormenta de mierda” –cuyo sujeto de enunciación es ambiguo y que, recordemos, en un principio iba a dar título a la novela– no se deja leer sino como anticipo de la recepción crítica que el texto, inevitablemente, dada la posición de Bolaño dentro del campo y la manera en que aborda sus problemas, encontraría en el país. Esa seguía siendo la situación hacia 2003, como atestigua la propia Espinosa, y quizá solo se haya subsanado recientemente con la publicación de un volumen completo dedicado a esta obra particular, bajo la dirección de Fernando Moreno. Hay que añadir, no obstante, que se configura allí un pliegue, un giro doblemente irónico, porque todo ello coincide igualmente, como si se tratase de una tormenta que se cierne sobre nosotros y de la cual nadie puede escapar, con la virtual canonización del propio Bolaño, principalmente a través de su recepción anglosajona.
Para Grínor Rojo, la serie de cuadros o escenas hilvanadas a lo largo de la novela constituyen una serie de “traslados metonímicos y metafóricos, desplazamientos y analogías refractantes en los que, de una u otra manera, con más y menos nitidez, espejea el tema central de la novela” (“El ridículo” 91). En el primero de esos cuadros, un joven Ibacache realiza una visita iniciática a Farewell (Hernán Díaz Arrieta/Alone) en su fundo de Là-Bas, donde puede establecer contacto con un ridículo Neruda que declama versos a la luna, y a la vez ser acosado sexualmente por su anfitrión. Desde esta escena queda fijado el leitmotiv “Sordel, Sordello, ¿qué Sordello?”, repetido compulsivamente a lo largo del relato. En el segundo, el escritor chileno Salvador Reyes narra su encuentro con el protonazi Ernst Jünger en el París ocupado, así como la desesperada situación de cierto pintor guatemalteco ante su propia derrota. En el tercero, Farewell le refiere al cura la anécdota –tal vez una alegoría de la construcción de todo canon– del zapatero vienés que murió embarcado en fútiles intentos por construir un altar a los héroes del Imperio Austro-Húngaro.
Con la cuarta escena hacen su aparición los señores Odeim y Oido, el miedo y el odio, que encomendarán a Ibacache dos tareas clave en la novela: primero, durante los años sesenta, el estudio de las medidas que en Europa se estaban aplicando frente al progresivo deterioro de las iglesias por causa de las cagadas de paloma; segundo, durante los setenta, un servicio particular a los generales de la Junta de Gobierno: el dictado de una serie de clases introductorias al marxismo.
No se puede obviar el hecho de que la primera constituye una alegoría de la segunda. Se le pide a Ibacache el estudio de las “soluciones definitivas” (80) frente a la plaga de palomas que asola las ciudades europeas, y tal solución no es sino el cultivo de la cetrería. Los curas entrenan halcones para dar caza, destrozar, fulminar a las palomas. Como anota Paula Aguilar, los Halcones “remiten directamente al grupo represivo que entre 1966 y 1971 integraron alrededor de mil agentes armados. Este grupo paramilitar, fundado por el coronel Manuel Díaz Escobar, participó en la masacre de Tlatelolco (…) El mismo Bolaño afirmó haber sido joven testigo de esta matanza de estudiantes durante su residencia en México” (136). El episodio es referido en Amuleto, recordemos. Ibacache soñará entonces con una “bandada de halcones, miles de halcones que volaban a gran altura por encima del océano Atlántico, en dirección a América” (95).
De un modo que, como señala Rojo, mezcla a partes iguales el horror y el ridículo, la escena de las clases de marxismo retratará a un Pinochet de grotescas pretensiones intelectuales y literarias. Y así como los curas entrenaban a los halcones, Ibacache contribuye a perfeccionar la máquina de persecución y exterminio de la dictadura instruyendo a Pinochet y a la Junta en los rudimentos del marxismo, para “prestar un mejor servicio a la patria (…) para comprender a los enemigos de Chile, para saber cómo piensan, para imaginar hasta dónde están dispuestos a llegar” (118).
Ahora bien, la lectura propuesta por Paula Aguilar, sugerente por momentos, me parece no obstante paradigmática de un modo en que no debe leerse una novela como Nocturno de Chile. Me refiero, como he tratado de plantear, a su asimilación a cierta narrativa estructurada en torno al binomio duelo/melancolía, puesto en relación con la memoria del trauma. Aguilar realiza esta lectura apoyándose, como es lógico, en los trabajos de Nelly Richard sobre el contexto chileno, entre otros, y plantea que la melancolía constituye la “metáfora central del texto”, trayendo consigo el consecuente discurso respecto de la fragmentación de la identidad, el fracaso de la relación entre voz y experiencia, la derrota política.
Lo que parece olvidar Aguilar, como muchos dentro de esta misma línea, es que en Nocturno de Chile, así como en La literatura nazi en América y en Estrella distante, lo que hay es una indagación en el horror fascista, neofascista o dictatorial desde la perspectiva no de la víctima, sino del victimario o del cómplice. No es precisamente la perspectiva de la derrota, aunque se dé cuenta de ella profusamente, sino la de cierta clase monstruosa de vencedores. Y todo ello es abordado de un modo lo bastante mordaz e irónico como para desestabilizar todo punto de referencia. Lo que hace Bolaño es, entonces –así como Estrella distante operaba respecto al paradigma de la desilusión o el “deseo histérico” de Moreiras–, resituar el problema de la memoria y el olvido en Chile, descentrarlo, ubicarlo en otro polo con respecto al modo en que la narrativa postdictatorial lo ha elaborado convencionalmente. Y es justamente ese gesto, ese desplazamiento del foco, lo que hace falta interpretar en su narrativa. Intentaré explicar esto remitiéndome a la escena central de Nocturno de Chile: la asistencia de Ibacache a las veladas en casa de María Canales/Mariana Callejas.
El episodio en cuestión, diríamos, discurre no en torno a la victimización, sino a la convivencia con el horror, a la complicidad –aun la inconsciente–. Un poeta joven y desesperado, una novelista feminista, un pintor de vanguardia, Ibacache solía conversar allí, en esa casa, “con los artistas que prometían, con los que estaban dispuestos a crear de la nada (o de unas lecturas secretas) la nueva escena chilena, un anglicismo un poco torpe para designar el vacío dejado por los emigrantes, y que ellos pensaban ocupar y poblar con sus obras entonces en ciernes” (129, énfasis mío).
Cierto día, uno de los invitados a las tertulias se pierde entre los recovecos de la casa. Transita, baja las escaleras, registra habitaciones, se aleja del salón principal. Finalmente llega “a un pasillo más estrecho que todos los demás y abrió una última puerta. Vio una especie de cama metálica. Encendió la luz. Sobre el catre había un hombre desnudo” (139). Las informaciones se expanden: “y supo que el hombre estaba vivo porque lo oyó respirar, aunque su estado físico no era bueno, pues pese a la luz deficiente vio sus heridas, sus supuraciones, como eczemas, pero no eran eczemas, las partes maltratadas de su anatomía, las partes hinchadas, como si tuviera más de un hueso roto, pero respiraba, en modo alguno parecía alguien a punto de morir” (140).
Se nos dice entonces, con más certeza después de una serie de conjeturas, que fue “un teórico de la escena de vanguardia el que se perdió por los corredores burlones de la casa en los confines de Santiago” (140, énfasis mío). Como en Estrella distante, retorna aquí entonces –espectral, siniestramente, como todo retorno– la peligrosa contigüidad entre la avanzada chilena y el horror dictatorial.
Poniéndolo en un registro psicoanalítico, diría que lo que plantea Nocturno de Chile es la posibilidad de leer las tertulias en casa de María Canales/Mariana Callejas como la escena originaria del campo cultural chileno de postdictadura. Es decir, como aquello que, siendo traumático, estando reprimido hacia lo inconsciente, es a la vez fundante de un cierto orden, constitutivo de un sujeto. Y más: como concepto, la escena originaria [Urszene] no remite, necesariamente, a una experiencia vivida de hecho por el sujeto. Sin perder su fuerza, su dominio puede ser el de la fantasía, y ejercer incluso su influjo de manera retroactiva en el tiempo. Se trata de lo que Freud llamaba Nachträglichkeit, o “acción diferida”, y que por ese carácter diferencial tanto ha interesado también a Derrida en muchos lugares y a la crítica deconstructiva en general.
De ahí la potencia de la imagen al ser traspuesta al discurso literario. Más allá de su referencialidad, entonces, más allá de constituir un episodio real de la vida cultural y política local en su siniestro cruce, la escena del sótano en Nocturno de Chile no hace sino alegorizar la violencia, toda la violencia que está en el trasfondo del panorama cultural y literario de la posdictadura, de la que sería aún cómplice y sobre la cual se funda. Como verdadero acontecimiento fundante, y dada su particular condición, la escena originaria no puede purgarse, extroyectarse. El relato llega entonces a proyectar este vínculo incluso a la constitución de toda forma de literatura, toda forma de cultura, en todas partes. Por eso el episodio y la novela concluirán de forma lapidaria:
Así se hace la literatura en Chile, pero no sólo en Chile, también en Argentina y en México, en Guatemala y en Uruguay, y en España y en Francia y en Alemania, y en la verde Inglaterra y en la alegre Italia. Así se hace la literatura. O lo que nosotros, para no caer en el vertedero, llamamos literatura. (…) Así se hace la literatura en Chile, así se hace la gran literatura en Occidente (147-148).
VI
Ignacio López-Vicuña intentaba, hace poco, una lectura conjunta de Estrella distante y Nocturno de Chile postulando la existencia en ellas de una concepción antihumanista de la literatura, visión en la que la cultura y la barbarie, al modo de Benjamin, se identifican bajo el signo del fascismo. Allí, al contrario de lo que ocurría en el marco de las estéticas vanguardistas ligadas a la militancia histórica de izquierda, se concibe la escritura no como “resistencia frente a la violencia, sino como su reverso íntimo” (202).
Me parece una observación acertada en general, y sin embargo aún algo abstracta. Como traté de plantear un poco más arriba, una lectura benjaminiana de Bolaño no logra capturar la singularidad de su inscripción en el campo literario y cultural chileno –y latinoamericano–. Para ello habría que preguntarse qué significa, dentro de ese contexto, la eventual afirmación de esa perspectiva antihumanista de la cultura.
Y me parece que lo que arroja esa pregunta es que la narrativa de Bolaño pone en juego una interpelación directa, en específico, a la ineficacia política de las estéticas dominantes en la literatura contemporánea adscrita a la izquierda. Como afirmaba él mismo en una entrevista, “En La literatura nazi en América yo cojo el mundo de la ultraderecha, pero muchas veces, en realidad, de lo que hablo ahí es de la izquierda” (112). Creo que lo mismo cabe decir respecto a las novelas analizadas aquí. Habría un discurso oblicuo que pasa a través de la ultraderecha para interpelar las posturas e imposturas de la cultura de izquierda a lo largo de su historia y en su presente. En el caso de Estrella distante, se trataría del devenir fascista de una tradición de vanguardia –estética y política– de vocación supuestamente progresista y emancipatoria; en Nocturno de Chile, de la complicidad consciente o inconsciente del establishment literario local, y con particular énfasis de la llamada Avanzada, respecto de los episodios más oscuros y los aspectos más autoritarios de nuestro campo.
Ambos gestos tienen, por supuesto, una particular significación puestos en el contexto de la cultura chilena y latinoamericana de fin de siglo. Para entenderlos hay que contrastar estas novelas no solo con las que se enmarcan en el paradigma de la desilusión, visto al principio, sino también con cierta narrativa de la dictadura y postdictadura que, como dijimos, se deja leer según los conceptos de duelo y melancolía, así como el recurso estético, de resonancias benjaminianas nuevamente, a la alegoría. La narrativa de Bolaño, pienso, se despliega más allá de ambos marcos, y por ende más allá de las pretensiones de la neovanguardia chilena en todas sus variantes.
Sin duda, la formulación más completa de esta estética y de esta forma de leer la narrativa postdictatorial latinoamericana es la de Idelber Avelar en Alegorías de la derrota. Avelar adoptaba, hacia esa época, una perspectiva que yo llamaría escatológica, haciéndose eco de los variopintos anunciadores de toda clase de fines en la coyuntura histórica actual: el fin de la modernidad, de la experiencia, del sujeto, del arte. De ahí su diagnóstico terminal: el corpus de la literatura postdictatorial lleva en sí las marcas de la caída en la pura inmanencia de la última fase del capital, y arrojaba como saldo el hecho de que “uno ya no puede escribir, que escribir ya no es posible, y que la única tarea que le queda a la escritura es hacerse cargo de esta imposibilidad” (287, énfasis suyo). Fin absoluto, entonces, de la posibilidad de la literatura como tal. Ignoro si Avelar suscribe esa postura o se limita a caracterizarla. Como sea, se trata de una actitud que contrasta con el mucho más prudente Derrida de la conferencia Sobre un tono apocalíptico adoptado recientemente en filosofía, que ya al despuntar los años ochenta impugnaba esa suerte de paradójico –pero también tan característico– triunfalismo maníaco-depresivo.
Hay que ubicar, entonces, esta lectura en su lugar y reconocer que la escritura de Bolaño transita en una órbita distinta, en una relación crítica, de hecho, en lo que toca a las corrientes representadas en el corpus analizado por Avelar. Si no es suficiente con la forma de representar la neovanguardia en Estrella distante y su comprometedora posición en Nocturno de Chile, baste recordar sus ácidos planteamientos sobre la figura de Diamela Eltit, a poco de su regreso al país.
Como atestigua la referencia que hicimos al “Discurso de Caracas”, es cierto que hay en Bolaño un tono que podríamos llamar elegíaco, aunque de por sí bastante elusivo, y vincularlo de ese modo a las problemáticas del duelo en América Latina. Elegía para una generación desaparecida de jóvenes, para un proyecto estético-político truncado. Y, sin embargo, ello no implica la parálisis, ni la perpetuación del lugar melancólico de la víctima, ni el trámite infinito del duelo, y menos el acomodamiento y el conformismo cínico frente al poder. Aún en 2004, Nelly Richard aseguraba que la imposibilidad de seguir afirmando las viejas estructuras totalizantes del sentido –el sujeto, la revolución, la vocación emancipadora de la cultura– vino a “impregnar de melancolía los años de duelo de la transición como síntoma de retraimiento solitario y depresivo, de falta de energía y paralización de la voluntad” (23). Moreiras hacía el mismo diagnóstico. Y sin duda ese enfoque y ese fenómeno tienen un correlato en la literatura chilena y en otras latitudes. Pero no es el caso de Bolaño.
Lo que hay en Bolaño, aun incorporando todas las problemáticas propias del proceso de la postdictadura chilena y latinoamericana, es una afirmación de la literatura como crítica insobornable, incluso en la desorientación completa de los tiempos que corren. Y quizás el término “crítica” induzca aún cierta confusión, en la medida en que implica una larga serie de presupuestos incómodos y particiones simples: entre el sujeto que la ejerce y el objeto que la padece, entre la verdad detentada y la ilusión develada, etcétera. La “crítica”, explica Willy Thayer en otro lugar, tiene por meta
(…) el veredicto, el juicio, el concepto y la representación. Le rinde tributo al saber y al derecho mucho más que a la verdad y la justicia. Como la policía, viola el canon para conservarlo o decretar uno nuevo (…) La crítica fetichiza su juicio, alimenta sus veredictos y consignas intencionadas, fija interpretaciones como verdad y justicia de su objeto, en vez de desaparecer facilitando que éste se auto exponga en su mosaico (12).
Adquiere otra resonancia, además, al recordar que la “crítica literaria” –justamente el oficio tanto de Urrutia Lacroix como de los mezquinos personajes de 2666– es una de sus formas privilegiadas. Preferiría, entonces, pasar de momento por sobre Derrida y recuperar el término heideggeriano Destruktion, que aparte de enfatizar el gesto interruptivo de desmontaje en el pensamiento y la escritura, podría evocar además la convivencia problemática, la familiaridad o, con mayor énfasis, la consustancialidad en Bolaño entre la narrativa y las más diversas figuraciones de la violencia. Sergio Villalobos-Ruminot se refiere a este problema como “la co-pertenencia estructural entre la literatura y los horrores del poder” (203). Esto parece indudablemente más próximo a sus opciones y operaciones estéticas y políticas2.
Por todo lo anterior, no puedo sino recordar el pasaje con que Elvira Hernández cerraba su Santiago Waria tan temprano como en 1992, un verdadero balance de la deriva de la izquierda en el tránsito de la dictadura a la postdictadura:
La Resistencia hizo agua y navega en el salvavidas “Disidencia”. La Izquierda misma se corrió por la tangente. La Vanguardia y la Transvanguardia no han regresado de París. La Escena Avanzada ha sido vista en el Mall la Florida. Los Teóricos de la Marginalidad están en la Nomenklatura y los Tardíos de Siempre vienen llegando con sus tiros de última hora.
La Escena de Avanzada devenida neofascista en Estrella distante. La Escena de Avanzada en el sótano de María Canales en Nocturno de Chile. Y aquí, la Escena de Avanzada en el Mall La Florida –episodio real, por lo demás–. Las novelas chilenas de Bolaño indagan cáusticamente en la complicidad y la ineficacia política de una izquierda que, si bien se opuso a la dictadura, no supo desmontar el andamiaje autoritario y neoliberal de la cultura en Chile. Y leo esa interpelación directa, en última instancia, como la afirmación o la reiteración de la potencia, si ya no crítica, destructiva de la literatura. Parafraseando: lejos de permanecer fijado al trauma o de buscar un acomodo en el presente, en Bolaño la literatura sigue siendo, sigue insistiendo en ser la continuación de la guerra por otros medios.
Bibliografía
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Recepción: 09.09.2015 Aceptación: 19.11.2015
1 Como ejemplos de la narrativa del paradigma de la desilusión, Beverley cita casos como los de la película mexicana Amores perros (2000), donde se representa la deriva de la violencia revolucionaria de izquierda en violencia criminal neoliberal, así como la novela El fin de la locura (2003), de Jorge Volpi, o el volumen La cuarta espada (2007), de Santiago Roncagliolo.
2 Críticos como Daniuska González, Alexis Candia o Cristián Montes, por otro lado, han escogido abordar los problemas planteados en la narrativa de Bolaño desde la perspectiva de la representación del mal. A diferencia de ese enfoque, he preferido aquí pensar más bien en términos de violencia. La razón fundamental es que esta última comporta una dimensión política, en la que he querido enfocarme, que parece virtualmente ausente en la noción del mal, más ligada a la ética. Creo que ese desplazamiento es productivo porque introduce matices con los que el propio Bolaño estaría operando. La violencia puede ser revolucionaria o reaccionaria, justa o injusta, simbólica o real, incluso legal o ilegal, de modo que su comprensión sobrepasa el binomio bien/mal, y lo complica. Recordando una expresión de Slavoj Zizek: la violencia puede implicar una “suspensión política de la ética”.