The Art of Post-Dictatorship. Ethics and Aesthetics in Transitional Argentina

Vikki Bell

Routledge: London & New York, 2014

En su reciente libro, The Art of Post-Dictatorship. Ethics and Aesthetics in Transitional Argentina (“El Arte de la Post-Dictadura. Ética y Estética en la Argentina de la Transición”), Vikki Bell (Senior Lecturer en Goldsmiths College, University of London) ofrece un recuento necesariamente selectivo pero suficientemente panorámico acerca de la producción artística y cultural argentina reciente, referida a los temas de memoria y reparación que emergieran luego del oscuro periodo de la dictadura militar. Este foco en la represión dictatorial y sus consecuencias, sin embargo, es trasladado por la autora hasta el presente; en este sentido, el trabajo de Bell ofrece algunas hipótesis acerca de la actualidad de aquellas memorias y sus marcas, actualidad que se ha visto materializada en los trabajos artísticos que son leídos críticamente en el libro. Conforme a la mejor tradición de los estudios culturales británicos, que va desde Raymond Williams a Stuart Hall, Bell aborda el proceso que se inicia con la dictadura militar y continúa en la época transicional, desde una perspectiva que despliega el problema de la justicia en sus claves ético-morales y estéticas.

La autora desarrolla en su trabajo el contenido crítico de una amplia gama de obras de arte, incluyendo dibujos, esculturas, pinturas, fotografías, montajes y realizaciones audiovisuales, así como también discursos públicos e instalaciones urbanas. A partir de este conjunto, en el libro se desarrolla una estimulante reflexión acerca de la intervención que aquellas obras ofrecen como contribución al espacio normativo de la sociedad argentina, entendida como sociedad “transicional” en el sentido de vivir en un periodo de ajuste de cuentas con su propio pasado traumático. La mayoría de estos trabajos artísticos pertenecen al periodo que va desde la última dictadura militar argentina (1976-1983) hasta la actualidad; y todos ellos se relacionan, de algún modo u otro, con el ejercicio de la denuncia y la búsqueda de justicia, verdad y reparación de las violaciones de derechos humanos perpetradas por parte del Estado. De esta manera, dichas obras problematizan los límites y tensiones de las políticas dirigidas a “saldar cuentas” con el pasado (las cuales han sido ofrecidas por el mismo Estado que llevara a cabo aquellas violaciones), permitiendo así un tratamiento y una comprensión amplia de las relaciones entre las esferas legal, ética y estética. Dicho de otro modo, la propuesta de la autora busca trascender el análisis centrado exclusivamente en el terreno de la conformidad con las leyes, para ahondar en el terreno de las condiciones de posibilidad para dicho sustrato normativo y, sobre todo, de sus posibles expansiones o profundizaciones.

En la primera parte, Vikki Bell ofrece una sugerente lectura de la noción de “estética de la existencia” que acuñara Michel Foucault (341), entendida como aquellos “intentos por vivir significativamente en el intersticio entre el pasado y el futuro” (3), lo cual implica un modo de vivir que asume la pertenencia al presente como tarea y como deber. De este modo, dicha “estética de la existencia” porta una actitud crítica hacia las estructuras de poder que gobiernan nuestras vidas en tiempo presente. En sociedades post-dictatoriales, esta responsabilidad con un pasado que acecha de modo espectral el presente (y que, a través de dicha “presencia”, arroja su sombra sobre los posibles futuros) da forma a un ethos particular. Este ethos es entendido por Bell como el entrelazamiento de ética y estética en términos de un modo de crítica, siguiendo nuevamente a Foucault. Y así, las intervenciones artísticas reunidas en el libro son leídas en tanto intentos activamente comprometidos por alterar y despertar el espacio del nomos, de aquellos mundos normativos en los que los seres humanos vivimos en sociedad y a cuyo través nos entendemos a nosotros mismos.

El trabajo de Bell, de este modo, pone “menos énfasis en las formas narrativas [de las normas], y una significación más amplia a cómo y dónde el nomos es constituido” (6). Por cuanto lo que se encuentra en juego en los procesos post-dictatoriales es la compleja interacción de ley y moral, las obras de arte seleccionadas por la autora permiten una exploración crítica de la contradictoria “justicia transicional” en Argentina, que toma como punto de partida el entrelazamiento entre la ética y la estética como modo de vivir en el presente, en el intersticio entre pasado y futuro: intersticio que, de este modo, es comprendido como un espacio performativo de libertad. Esta es, pues, la hipótesis que guía la lectura de las obras seleccionadas por este trabajo.

Una de las demandas más reconocidas a nivel global en lo que a derechos humanos se refiere, es el llamado por la “aparición con vida” de los desaparecidos. Este reclamo es considerado por Bell como una forma de biopolítica: se trataría de una forma desde la cual la política despliega su capacidad para “hacer vivir”. Además, la demanda por “aparición con vida” contiene la necesidad de su propia repetición, por cuanto el reclamo aparece como la negativa a permanecer en silencio y olvidar o anular a aquellos ausentes; es, en este sentido, un llamado biopolítico que reproduce las condiciones de su propia emergencia. El año 1983, las Madres de la Plaza de Mayo, en colaboración con algunos artistas visuales, se valieron de siluetas humanas en lugar de manifestantes de carne y hueso, y las ubicaron en los alrededores de la Casa Rosada. Aquellas siluetas representaron lo que parecía imposible de otro modo: la protesta de los desaparecidos (de sus “representantes”, las siluetas) en contra de su propia ausencia forzada, ausencia hecha visible de este modo ante el Estado, los transeúntes cotidianos y la opinión pública mundial (17-19). En un sentido similar, la fotografía de Fernando Brodsky (una imagen registrada por sus captores –agentes de la dictadura– y recuperada y expuesta años más tarde por su hermano Marcelo, él mismo fotógrafo) es considerada y analizada por Bell como “evidencia” de que Fernando estaba vivo al momento de su “captura”. Desde esta evidencia (en su doble sentido de ser algo “evidente” así como “puesto en evidencia”), la foto pide, en consecuencia, ser leída desde sus propias condiciones de posibilidad: Fernando es “capturado” aquí no tanto por una cámara, sino primero y principalmente por un régimen político que luego lo haría desaparecer. De este modo, la imagen-evidencia llama en sí misma a condenar la actividad estatal en contra de sus propios ciudadanos (26-34).

La trayectoria del artista visual León Ferrari es considerada en el trabajo de Bell por medio de la figura de la parresia, esto es, del “decir la verdad de forma valiente” [courageous truth speaking]. En primer lugar, lo que su obra Carta a un General (1963) deja en evidencia es el sentido de pérdida del poder comunicativo de la escritura. El dibujo muestra una carta en la que el significado de lo escrito es difícilmente reconocible, y lo que emerge es, por el contrario, el texto en su pura materialidad: una red de líneas y rayas entretejidas que evocan un texto indescifrable –acaso un textil. La autora da cuenta del trabajo de Ferrari en términos de que en él se pone de manifiesto la imposibilidad material de comunicación (y, por tanto, de crítica racional) entre los militares en el poder y la sociedad civil (38-41). Más adelante, Bell analiza la serie de montajes elaborada por Ferrari para acompañar la reimpresión popular del Nunca Más (el reporte oficial de las desapariciones, que fuera publicado originalmente en 1984) en el periódico Página/12 en 1996. Esta serie expresa, según Bell, esa misma parresia, pero en otro registro: el montaje es usado aquí por el artista como medio para dar cuenta de las analogías presentes en la sociedad argentina. Entre otras, la figura del infierno superimpuesta al edificio de la ESMA, o la de un Hitler “humanizado”, sonriéndole a unos niños, al fondo de una de las clásicas imágenes de la Junta Militar argentina, son dirigidas a un público masivo con la misión de preguntar (y de forzar el preguntarse) acerca de la naturaleza del mal vivido en el país, pero también por las consecuencias del conformismo dentro del orden actual, producto histórico directo de aquella coyuntura (49-55).

En los capítulos siguientes, Bell incorpora dos espacios públicos ubicados en la ciudad de Buenos Aires: por un lado, el edificio de la Escuela Mecánica de la Armada ESMA, que funcionara como centro de detención política y de tortura durante el régimen militar, siendo luego convertido en sitio de memoria en un proceso de recuperación que se iniciara el 2003; por el otro, el Parque de la Memoria, inaugurado en 2001 a los pies del Río de la Plata, siendo este río precisamente el lugar donde muchos prisioneros políticos fueron arrojados con vida en los infames “vuelos de la muerte”. Ambos espacios contienen en sí mismos las “paradojas que enfrentan los mecanismos de la justicia transicional, los que necesitan reivindicar normas legales como base para una futura relación sostenible entre el Estado y su gente a través de foros que requieren de un retorno a las experiencias pasadas de violencia estatal” (59). Bajo esta perspectiva, el ex edificio de la ESMA no debiese ser considerado como un museo convencional, sino más bien como la posibilidad de construir un “itinerario afectivo” [affective journey] a través de las trazas del pasado que aún sobreviven en el edificio; por medio de dicho itinerario, los visitantes son invitados a reevaluar el estatus presente de aquel pasado.

Por su parte, el Parque de la Memoria impone la pregunta sobre la manera en que un paisaje natural (un parque) es capaz de conciliar los modos de reflexión requeridos para reevaluar la historia reciente: “¿Es posible reconciliar el deseo de justicia con los modos de reflexión a los que un parque invita?” (82), pregunta Bell de modo sugerente. En dicho parque, el impresionante Monumento a las Víctimas del Terrorismo de Estado guarda los nombres de aquellos oficialmente reconocidos como desaparecidos, junto a otros múltiples espacios aún en blanco, lo que provoca la sensación de ausencia de muchos otros nombres, al tiempo que confronta las aguas del río donde miles de ellos fueron probablemente arrojados con vida (81-94).

Una aproximación similar es utilizada en el examen del edificio D2, el antiguo Departamento de Inteligencia Policial de la ciudad de Córdoba, convertido luego en centro clandestino de detención, tortura y exterminio, y transformado hoy en un sitio de memoria. De modo similar a como sucediera con la imagen de Fernando Brodsky, en el lugar son exhibidas fotografías de personas luego desaparecidas (junto a otros registros más banales, en sentido arendtiano), que fueran tomadas por los propios captores. Con lo cual el sitio logra capturar, en parte, la máquina de poder detrás de aquellas desapariciones. La muestra invita, en consecuencia, a preguntarse por las condiciones de posibilidad que han permitido la existencia de estos registros visuales: si bien aquellas fotografías no fueron tomadas “para nuestros ojos”, como sí lo fueron para el registro y las operaciones de los aparatos represivos, aquella es precisamente la razón para “mirarlas” hoy día (107). Las fotos poseen entonces el poder de afirmar la existencia histórica de una parte de la población que, de otro modo, se vería en riesgo de ser rápidamente olvidada. Y tal como con la Carta de Ferrari, se trata de un ejercicio que busca no tanto ofrecer una determinada verdad acerca del pasado, sino que aproximarse al inquietante desbalance entre hechos reales de violencia, por un lado, y la posibilidad de narrarlos o darles un relato, por el otro. Un desbalance que, en definitiva, problematiza el propio esfuerzo por “representar” y “exhibir”.

No he pretendido, en estas pocas páginas, ofrecer una revisión completa del libro de Vikki Bell, sino más bien tentar al lector (por la vía de comentar y destacar algunos de sus elementos más sugerentes e inquietantes) a explorarlo por sí mismo. Como mencionara anteriormente, uno de los hilos conductores del libro es la idea de “sociedades transicionales” aplicada a países con historias recientes de violencia y trauma colectivos, países en los que dicha violencia ha sido perpetrada por el propio aparato de Estado mediante variados métodos. De este modo, la noción de “justicia transicional” que nombra aquellos periodos post-traumáticos apunta precisamente a la necesidad de confrontar el poder del pasado, como modo de conjurar la determinación posible que este pasado puede tener sobre el futuro de dichas (nuestras) sociedades. En esta tarea, el Estado es aún un espacio conflictivo, en tanto se trata del agente perpetrador de la violencia a la vez que del sitio donde la reparación debiese alcanzar un estatus institucional. En virtud de este carácter conflictivo, el Estado puede (y en gran medida debe) ser interrogado a nivel moral y ético, tal y como las obras de arte seleccionadas por Vikki Bell (u otros ejemplos guiados por una “estética de la existencia” similar) han propuesto.

Para concluir este comentario, solo me resta señalar que el tratamiento de Bell acerca de la “aparición con vida” trae a mi mente el episodio reciente (y, en mi perspectiva, demasiado similar para ser omitido en este lugar) de las desapariciones en Ayotzinapa, México, donde 43 estudiantes fueron aprehendidos por la policía local y posteriormente hechos desaparecer por narcotraficantes. Este hecho, ocurrido en septiembre de 2014 y en el que la complicidad del Estado mexicano es a todas luces evidente, hasta el día de hoy espera por una explicación oficial. En términos ético-prácticos, estos aterradores e indignantes sucesos nos deben llamar a considerar las prácticas de desaparición forzada y de intimidación institucional de las luchas sociales en tiempo presente, esto es, no solo como hechos pasados, pertenecientes a contextos anteriores en que las dictaduras formales estaban a la orden del día, sino antes bien como hechos que ocurren hoy, todavía, bajo gobiernos llamados democráticos. Por otra parte, en términos conceptuales, sucesos como los de Ayotzinapa debieran estimular la ampliación y reforzamiento de la idea de “sociedades transicionales” más allá de su restricción a un tipo formal de régimen institucional o legal. Lo anterior permitiría, a su vez, incorporar en dicha categoría la dramática diversidad que adquieren en la actualidad las formas de violencia operante en el funcionamiento de los Estados.

Bibliografía

Foucault, Michel. “On the Genealogy of Ethics: An Overview of Work in Progress”. The Foucault Reader. Paul Rabinow, ed. London: Penguin, 1986. Impreso.

Felipe Lagos R.

Goldsmiths College, Reino Unido

felipe.lagos.r@gmail.com