Número 7, octubre 2016, 83-104
Catalina Olea Universidad de Chile, Chile caolearosen@gmail.com
Resumen: Durante las primeras décadas del siglo XX, al tiempo que las mujeres latinoamericanas irrumpían en el espacio público y ocupaban la ciudad, proliferaron diversos discursos y experiencias en relación con la moda. Anatemizada por higienistas y moralistas, desdeñada como “cosa de mujeres” por publicistas “serios”, fue en cambio glorificada por la incipiente cultura de masas. Si en ocasiones encarnó un ideal moderno de mujer urbana, activa y liberada, también representó un nuevo tipo de servidumbre, esta vez a los imperativos de belleza del mercado. Si fue promesa de confort y progreso, también fue sucedánea de una auténtica modernización. El objetivo de este artículo es ahondar en estos y otros aspectos de la moda a partir de las crónicas que Alfonsina Storni dedicó al tema, entre los años 1919 y 1920. Como hipótesis de lectura, en tanto, se afirmará que la escritora argentina aprovecha el tópico de la moda para ensayar una subjetividad femenina crítica y para cuestionar la fascinación con la novedad y el progreso de su tiempo.
Palabras clave: Alfonsina Storni, moda, crónicas femeninas, modernidad latinoamericana.
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Girls from Buenos Aires and Manikins from Paris: Fashion and
Modernity in Alfonsina Storni’s Chronicles
Abstract: In the first decades of the 20th century, while Latin-American women burst into public space and occupied the city, fashion became a matter of discussion and a source of ambiguous experiences. Despite being loathed by moralists and hygienist reformers and dismissed as “women’s stuff” by solemn male journalists, it was also glorified by mass culture. If sometimes fashion promoted an ideal of a modern woman who was urban, active and free, it often meant, as well, a new form of subjection for womankind. If it was related to progress and comfort, it was also a substitute for real changes. This study aims to examine such contradictory aspects of fashion, based on the articles that Alfonsina Storni wrote on this subject between 1919 and 1920. I will propose that Storni makes use of the topic of fashion to display an identity far from traditional femininity that allows her to question the fascination with novelty and progress during this time.
Keywords: Alfonsina Storni, fashion, women’s columns, Latin-American modernity.
Los textos periodísticos de Alfonsina Storni, hace un par de décadas mucho menos conocidos que su obra poética, cuentan hoy con una importante bibliografía crítica, especialmente interesada en relevar una perspectiva de género sobre los procesos de modernización en Latinoamérica. Entre ellos, cabe destacar los estudios de Gwen Kirkpatrick, Alicia Salomone, Tania Diz, Claudia Darrigrandi y Mariela Méndez, quienes han trabajado las crónicas de Storni como lúcidos testimonios sobre la experiencia de las mujeres en una ciudad androcéntrica, su conflictiva incorporación a la esfera pública y laboral o su relación con la incipiente cultura de masas.
Siguiendo en parte esta línea, en el presente artículo pretendo revisar algunas de las páginas que la escritora argentina dedicara a la moda, la imagen personal y el vestuario en la revista La Nota y el diario La Nación (1919-
1921), pues en estas afloran muchas de sus aprehensiones respecto del cariz
que tomará la modernización en la Argentina de su tiempo, especialmente en lo que toca a las mujeres. Para ello, consideraré los siguientes aspectos problematizados por Storni: 1) la relación entre moda y progreso; 2) los
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medios de comunicación masivos como un campo de disputa en relación con los discursos sobre y para la mujer; 3) la tensión entre identidad e imagen; y 4) el control de los cuerpos femeninos.
Como hipótesis de lectura propongo que la moda de los años veinte se sitúa en el cruce de dos formas potenciales de subjetividad bajo el capitalismo y la cultura de masas: de un lado, la reificación; del otro, el despliegue de identidades alternativas a las tradicionales. Para muchas mujeres, el boom de la moda no representó más que una nueva forma de alienación o bien el sucedáneo de un auténtico cambio de rol bajo la modernidad (en otras palabras, un traje nuevo para un mismo papel). Otras, en cambio, encontraron en ella nuevas formas de expresión, alejadas del típico modelo patriarcal del “ángel del hogar”. Alfonsina Storni, mujer trabajadora en la ciudad moderna, poeta en la ciudad letrada, periodista en la prensa masiva, se posiciona en este último lugar. Ella aprovecha el tópico de la moda para ensayar una subjetividad femenina crítica y para cuestionar la fascinación con la novedad y el progreso de su tiempo.
Promesas y decepciones del traje sastre
La moda de los años veinte difunde entre las bonaerenses el traje sastre (o tailleur), el sombrero hongo (o cloche), la melena corta (o a lo garçonne, para seguir con el léxico afrancesado de ese entonces) y el rostro maquillado al estilo de las estrellas del cine mudo. Es el estilo que publicaciones masivas como Caras y Caretas ensalzan hasta en versos: “[A]sí debe ser ahora, según alguien dictamina, la elegancia femenina, fuerte y avasalladora”1. Si, tal
1 Transcribo a continuación la totalidad de los versos: “Mujer de arrogante busto, / a su poderoso empuje / parece que el suelo cruje, / pero que cruje de gusto. / Así debe ser ahora, / según alguien dictamina, / la elegancia femenina: / fuerte y avasalladora. / Su aire resuelto y vivaz / es hoy, en toda la tierra, / un recuerdo de la guerra, / para que alegre la paz. / Su figura deliciosa forma un conjunto admirable: / belicosa y adorable, / atrevida y temerosa. / Ve con susto el hombre enclenque / como se aproxima, elástica, / con su sombrilla fantástica, / a manera de rebenque. / Y esto su miedo motiva, / pues, con natural alarma, / nota que aquello es un arma, / ofensiva y defensiva. / Pasa, y con curiosidad / la multitud se atropella, porque la sombrilla y Ella / son la última novedad. / Por la calle, alguna vez, / esquiva, ligera el fango, con insinuación de tango / que atenúa su altivez. / Y el enclenque supradicho, al verla tan elegante, /
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como observan Ossandón y Santa Cruz, los medios masivos cumplen la función de naturalizar la experiencia de la modernidad –especialmente a través de la exhibición del creciente mundo de los objetos, del consumo, de las tecnologías o del confort–, es indudable que la moda interpeló al público femenino de las primeras décadas del siglo XX a partir del gancho de la “nueva mujer”. Películas, avisos publicitarios, figurines y textos como el recién citado reproducen la estampa de la “dama elegante” que, por efecto del sombrero hongo que le cubre los ojos, avanza con el mentón alzado o, según se mofa Storni, con la cabeza formando, respecto del cuello, “un ángulo ligeramente obtuso de 105 grados”2 (134). La imagen promete y lo que promete es modernidad. Ya sea que esta se asocie exclusivamente con el “último grito de la moda” arribado (o copiado) de París o bien con un nuevo protagonismo de la mujer en el espacio público. No está de más notar que estas rimas naíf llevan por título “Las que pasan”3 y aunque su tono es el típico de los discursos comerciales dedicados a las mujeres, entre condescendiente y zalamero, ellas ponen en juego la idea de una mujer empoderada en la calle (“belicosa y adorable”). En este sentido, la cultura de masas del período (y particularmente la moda) no solo promueve el ideal de la mujer doméstica, según aseveran Diz o Méndez, también explota el paradigma de la “nueva mujer” al apelar a determinadas expectativas de transformación social e individual del público femenino. La posibilidad de desmarcarse de los roles de género tradicionales, circular más libremente por la ciudad, practicar nuevos pasatiempos, conquistar algún grado de independencia económica o dejar atrás el anonimato de la urbe y de la “modestia femenina” pueden contarse entre ellas. Después de todo, la moda, como otros fenómenos de la sociedad de consumo, vehiculiza valores
tan linda y arrogante, / de gritar siente capricho: / –Cuando me pongo a mirar / su sombrilla, me figuro / ¡ay de mí!, que, de seguro, / servirá para pegar, / y aunque me inspira terror / ver esa arma tan bonita/ ¡pégueme usted, señorita! ¡pégueme usted por favor!” (García).
Este y otros números de la revista están disponibles en la hemeroteca digital de la Biblioteca Nacional de España: http://hemerotecadigital.bne.es/results.vm?q=pare nt:0004080157&lang=es/
2 Esta y todas las demás citas de las crónicas de Storni presentes en este artículo han sido tomadas de la antología compilada por Mariela Méndez, Graciela Queirolo y Alicia Salomone: Nosotras… y la piel. Selección de ensayos de Alfonsina Storni (1998).
3 Título que, por cierto, recuerda bastante al “Van pasando mujeres” de Storni, poema que también alude a las mujeres en la calle, pero en un tono bien distinto. En todo caso, el referente obligado de ambos textos es “A una transeúnte” de Baudelaire.
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propios de la modernidad capitalista (Wilson 155). Valores que (como la democratización, el individualismo, el progreso) no necesariamente se ven realizados en el día a día de todos los sujetos ni con la misma plenitud, pero que están ahí, en el imaginario colectivo, deseables y burlones…
El escepticismo de Alfonsina Storni frente al look de la “nueva mujer” se funda, precisamente, en la distancia que observa entre este, y sus promesas de modernidad, y la realidad cotidiana de la gran mayoría de las mujeres de Buenos Aires. Sin derecho a voto, consideradas legalmente incapaces, sujetas a tareas y expectativas de género tradicionales o incorporadas al mercado laboral bajo condiciones precarias, sus contemporáneas son ciudadanas a medias. En “Los detalles; el alma” (1919) Storni relativiza, por tanto, las transformaciones operadas en el traje femenino, al tiempo que tranquiliza irónicamente a quienes temen que las mujeres estén a un paso de poner en jaque la consuetudinaria jerarquía de los sexos:
En ciertos pueblos avasallados por la actividad femenina se está dejando sentir, sin embargo, una transformación del vestido de la mujer. Esto no es por el momento, muy alarmante; no hay que asustarse. Una elegante mujer con su traje tailleur sencillo y práctico no está, todavía, tan masculinizada como afeminado estaba un sedoso caballero de peluca y pantalón corto (77).
A juicio de Storni, la moda femenina, lo mismo que las mujeres, permanece rezagada respecto de la modernidad. Mientras en el traje masculino del siglo XX (descrito como el más generoso en bolsillos de la historia) reconoce a un “hijo de la democracia” (76), en las vestimentas y actitudes de la “dama moderna” percibe, por el contrario, ecos del Antiguo Régimen: el corsé de Catalina de Médicis, los tacones y lazos de Luis XIV, el ocio de las clases ociosas –preocupadas por “cualquier cosa: el atavío, la vida galante, el detalle complicado, la novedad trivial” (76)– y, sobre todo, un tributo excesivo (“barroco” en el mal sentido de la palabra) a las formas. Si Storni carga un poco las tintas al afirmar que la indumentaria de sus contemporáneas (especialmente la de las llamadas elegantes) sigue siendo muy semejante a la de “hace tres siglos” y, por lo tanto, “incómoda, poco higiénica y a menudo anti-estética” (77), es para denunciar mejor lo que ella considera una de las rémoras fundamentales de la mujer, incluso de la “nueva mujer”: su subordinación a la imagen y la representación. A diferencia del hombre, cuyo traje armonizaría con su época, la mujer vestiría ropas nuevas para continuar atada a la lógica de la sociedad estamental. Es decir, para seguir
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representado su “femineidad” (como antes los caballeros de peluca y tacón representaban la aristocracia) y su rango social, en lugar de expresar una subjetividad individual “auténtica”.
En “Historia sintética de un traje tailleur” (1919) reaparece esta prenda como ambiguo emblema de progreso, elaborado esta vez desde la ficción y no desde el discurso histórico. A primera vista, esta crónica asume la forma de un melodrama del siglo XX: el de la mujer de provincias que llega a la gran ciudad con la esperanza de mejorar sus condiciones de vida, solo para acabar sucumbiendo a la dureza de la urbe4. Sin embargo, su narrador protagonista no es ninguna muchacha cándida llamada “María, Rosa, o Juana”5, sino la vestimenta de moda: “[U]n elegante traje tailleur” (44), deseoso de “correr mundo” y ver las “muchas cosas interesantes” (44) que oyó referir a los pájaros sobre los seres humanos cuando todavía “era pequeño” y vivía “adherido a la epidermis de una oveja” (45). En efecto, en sus distintos recorridos por la ciudad no lo abandonará nunca la curiosidad por la vida urbana moderna, como tampoco la nostalgia por su fase preindustrial (suerte de “pre-Edipo textil”). Su “época más feliz” será la que pase correteando por el campo junto a su última dueña, una niña “¡tan inocente y tan bella!” (48), pues esta prenda de fabricación industrial es, al mismo tiempo, un espíritu purista que abomina de los dobleces. Y aunque termine sus breves días de mercancía pudriéndose en un basural, se consolará con la compañía de los pájaros y con la lectura de uno que otro papel descartado. Si la suya es una historia de decadencia y penuria material, cargada de tonalidades patéticas, no deja de ser también un relato de formación y, hasta cierto punto, la tragedia de un artista marginado.
De hecho, más de un paralelo puede establecerse entre la figura del escritor y la del traje. Para Claudia Darrigrandi, este es disfraz que encubre a la escritora-flâneuse, en una estrategia que le permite a la cronista ver y comentar el mundo sin exponerse (8). De manera análoga, pienso yo, la historia de este vestido puede ser interpretada como correlato de la inserción de la mujer en la ciudad letrada, así como de su negociación con la cultura de masas. Mientras con su primera dueña, una “dulce mujercita rubia”, el traje permanece la mayor parte del tiempo confinado en “un ropero muy mono” (44), pero aburrido, su problema es el mismo que Storni denunciara en una crónica sobre la mujer novelista (1921): la falta de conocimiento de
4 Respecto de este tópico melodramático, véase la nota número 15.
5 Son los nombres genéricos que Storni atribuye a la recién llegada a la ciudad en “La emigrada”, crónica sobre la que volveré más adelante.
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mundo de la mujer, tan necesaria para escribir. Y de lo poco que consigue aprender en sus escasas salidas, únicamente para hacer las compras, nada puede comunicar porque “después se me encerraba en el ropero y todas mis observaciones quedaban vedadas” (45).
Más tarde, el vestido conocerá los “honores de la imprenta” (46) cuando sea “puesto a la venta en la sección ‘señoras’ de un gran diario” (46). Son los años en que un número importante de mujeres, incluida la misma Storni, encuentran en el periodismo comercial una fuente de ingresos, un medio de visibilizar su obra literaria o una tribuna para la lucha política6. A la vez, se consolida un público lector femenino al que la prensa masiva interpela mediante cuerpos especiales, tal como ocurría con “Feminidades” y “Vida femenina” en la revista La Nota, o con “Bocetos femeninos” en el diario La Nación. Es precisamente en estas “secciones de señoras” donde Storni publicó las crónicas que nos ocupan, a menudo “junto a los comentarios de alta sociedad, las novedades de la moda parisiense o la receta culinaria de la semana” (Salomone 211). Entre estos discursos altamente convencionales sobre lo femenino, la suya es sin duda una voz disonante que suele valerse de la ironía, la sátira y la parodia para desmontar determinados estereotipos de género, tal como lo han demostrado los estudios de Diz, Méndez y Salomone7. El traje, por su parte, también se verá enfrentado a dos tipos de “discursos”: el del alfiler y el de la aguja. El primero es el instrumento que usa la “dulce mujercita rubia”, la “mujer normada por el consumo” (Darrigrandi 8), para sujetar la tela del tailleur o, en otros términos, para “escribir” sobre ella:
Sí; pude observar que el alfiler es una cosa aguda como una lengua, liviana, reemplazable, barata, abundante. El alfiler cambia un pliegue sin alterarlo, acorta un vestido sin cortarlo, cubre momentáneamente un imperfecto irremediable (…). El alfiler es una cosa de quita y pon, según el momento y la oportunidad; según la hora y el tiempo. El alfiler se hunde en el tejido sin dejar señales de ello…
No hay cosa más irresponsable que un alfiler (45).
6 En relación con las variadas contribuciones de Alfonsina Storni en la prensa puede consultarse el artículo de Gwen Kirkpatrick: “Alfonsina Storni as ‘Tao Lao’: journalism’s roving eye and poetry’s confesional I”, además del ya citado libro de Salomone. Sobre su relación con las crónicas femeninas en particular, véase el de Tania Diz.
7 “Storni hace como si escribiera artículos femeninos, los parodia no para burlarse (fin propio
de la parodia), sino para desmontar los efectos de género que ellos producen” (Diz 78).
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Su segunda dueña –una madre viuda, que trabaja y anda en tranvía “cuatro veces por día” (46)– se resiste, en cambio, a perder el tiempo con alfileres y solo echa mano de la aguja, “mucho más seria” (45). Por supuesto, el traje-narrador se identifica con esta última: “[Y]o soy hijo de la puntada y la conozco bien; en cambio, apenas soy hijastro del alfiler” (45). Palabras con las que Storni parece declarar tanto su filiación de clase (pues su alter ego de lana es hijo del trabajo y conoce de cerca la industria textil, lo mismo que ella8), como el tipo de negociación que debe establecer con los medios masivos a la hora de emprender su proyecto creativo. Poeta por elección y solo “hijastra” de las crónicas femeninas, Storni toma distancia de los discursos “de quita y pon”9, sobre y para la mujer, para preferir siempre la puntada con hilo.
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Aunque la moda era ya un fenómeno relevante en las capitales hispanoamericanas del siglo XIX, que llamaba poderosamente la atención de publicistas e intelectuales10, es solo en las primeras décadas del siglo XX que esta se convierte en un fenómeno de masas. No solo porque el desarrollo de la industria textil permitió a sectores más amplios de la población vestirse a la moda, sino porque esta misma se extendió a muchos otros fenómenos de la vida social,
8 Antes de ejercer como maestra, Alfonsina Storni se desempeñó en distintas áreas del
trabajo asalariado femenino, entre ellas, la confección de gorras (Salomone 38).
9 Tania Diz sindica a Fanny Pouchan, periodista de Caras y Caretas contemporánea de Storni, como ejemplo paradigmático de la cronista que más bien repite (sin cuestionar) los estereotipos femeninos en boga durante su época. Como muestra, un botón: “Nelly tiene entusiasmos sostenidos y desalientos pasajeros. Adora a Dios fervientemente, pero la asaltan herejes dudas (…) que expía, sí, pero que la hacen meditar (…). Lo mismo baila que contempla. Es ingenua y consciente. Gusta de los atavíos que embellecen y sabe elegir con seguro sentido artístico lo que más le sienta, ocupándose de los detalles que completan y poetizan a la mujer” (ctd. en Diz, 47).
10 Víctor Goldgel lee en este interés de los intelectuales latinoamericanos decimonónicos por la moda un medio para dotar de sentidos a la modernización del continente. La moda, como la modernidad, era caracterizada por ellos ora como “agente racionalizador”, ora como una “diosa caprichosa” (120-211). En todo caso, la moda era todavía un fenómeno circunscrito a los sectores sociales más pudientes. De hecho, figuras satíricas como las del petimetre y la coqueta eran atribuidas exclusivamente a las élites.
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desde los sombreros a las profesiones11. La consecuente homogeneización del aspecto, las costumbres, gustos e ideas de los habitantes de la urbe moderna fue percibida, alternativamente, como signo de democratización o alienación. La imagen de hombres y mujeres producidos en serie o convertidos en ganado se convierte entonces en un tópico recurrente, no solo entre intelectuales y artistas de vanguardia, sino incluso en los mismos medios de comunicación masivos (recuérdese la famosa escena inaugural de Tiempos modernos de Chaplin). Storni, como otros de sus contemporáneos y contemporáneas12, la trabaja humorísticamente en algunos de sus esbozos urbanos. Por ejemplo, para pintar a los hijos e hijas de la clase media:
Si se mira a un muchacho no hace falta mirar a los demás: todos dan un aspecto de uniformidad especial…
Es el mismo cabello tirado hacia atrás y bien lustrado y dominado a base de sustancias grasas; es la misma corbata, el mismo talle, la misma conversación, las mismas ideas, ¿hijos acaso de un saca bocado que los recorta de un golpe a la vida y los arroja a los bailes familiares? Las chicas, por lo menos, tienen cada una su pequeña personalidad… Ésta tiene una linda sonrisa, aquélla maneja bien el piano, la otra atrae por su cabeza rubia (36).
La personalidad es, de hecho, el leitmotiv que anima buena parte de sus crónicas. Es el valor que contrapone la máscara y el estereotipo, las rígidas convenciones sociales y los preceptos heredados y, muy especialmente, la
11 En una crónica titulada “Las profesoras” (1920), Storni no solo nos pinta a un nutrido grupo de mujeres tocadas con el mismo sombrero, sino también dueñas todas de una chapita que las identifica como profesoras… un buen número de ellas, de corte y confección.
12 La escritora francesa Colette, quien publica columnas en la prensa de su país por los mismos años que Storni en Argentina, se ríe de la dificultad para distinguir a una chica de otra en las calles, incluso en París, “la capital mundial de la moda”: “Un muchacho que conozco, citó a su amiguita en la entrada del Metro y se precipitó, en cuanto la vio aparecer, neta bajo su vestido sastre, el cuello dos veces ceñido por un chal, la pequeña cloche más baja que los ojos, invisibles los cabellos, afeitada la nuca, en las mejillas ocre y carmín. ‘¡Por fin, eres tú…!’. Era otra, igualita. Una segunda jovencita, de reglamento, emergió del abismo, el joven se lanzó en derechura hacia la cloche, la mejilla, el chal, las medias… Tuvo que probar a tres jóvenes para caer, si me atrevo a decir esto, en la buena (…) Entonces un transporte de temor y cólera agitó al muchacho. Se agachó, mordió la hermosa mejilla de su amiga, demasiado anónima, y se la llevó, recién marcada, como la vaquilla elegida entre el rebaño” (293).
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imitación de “la impersonal”. En la crónica de 1920 que lleva este título, Storni nos presenta a una secuaz acérrima de las modas que, al contrario de “la coqueta” o “el petimetre” que fustigaran los intelectuales del XIX (Goldgel 157), ya es transversal a todas las clases sociales:
¿Quién es la impersonal? Todos la conocemos: es la eterna imitadora, abundante en toda gran ciudad y superabundante en la pequeña ciudad que de gran ciudad oficia.
Es la muchacha que imita a sus heroínas de novela y se suicida por un fútil amorío o lleva en verano sombrero de terciopelo, y en invierno zapato de seda; es la muchacha que imita el peinado de su señora y la señora que imita la esfinge desde un palco caro (…).
La impersonal circula a cada paso por las calles de Buenos Aires (…). Si los figurines señalan una moda nueva, que obedezca a necesidades materiales o psicológicas de otras civilizaciones, la impersonal la adoptará de inmediato sin consultar su comodidad, ni sus medios, ni si conviene a sus tareas (109).
Aunque la capital argentina es, para los latinoamericanos de ese entonces, una “gran ciudad” –tan europeizante y moderna que, como París o Londres, cuenta ya con un servicio de metro y con un gran almacén Harrods–, su posición en el mapa del capitalismo sigue siendo marginal y su modernización “a medias”. Según sugiere Storni, esta “pequeña ciudad” que solo oficia de metrópoli es hábitat propicio para la proliferación de la impersonal. Ambas admiran un modelo lejano y, en no pocas ocasiones, fracasan en sus esfuerzos por emularlo, pues no tienen los medios para ello: “[S]i la impersonal es pobre, caerá en la ridiculez de dar las formas más novedosas a telas viejas y ajadas, arrastrando así, sobre su propio cuerpo, la tristeza de su pobre alma expuesta a la mirada aguda del que pasa” (109-110). Si aquí la escritora argentina parece retomar una imagen cara a la intelectualidad latinoamericana crítica de un modelo de progreso importado (la del adefesio criollo, grotesco en sus ropas extranjeras mal avenidas13), agrega a esta una importante dimensión de género: la modernización exclusivamente formal de la mujer es tan ridícula como la modernización exclusivamente formal del continente. El mismo acto de copiar (o de negar lo propio en favor de lo ajeno) es denunciado como síntoma de su atraso: “Porque la civilización es
13 Véase, por ejemplo, la caracterización que José Martí hace del criollo decimonónico como una “máscara” en Nuestra América.
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un trabajo de clasificación; así, a mayor número de impersonales corresponde menos civilización, y a menor número de impersonales mayor civilización” (111). Para librarse realmente de su condición subordinada, las mujeres tendrían que atreverse a emprender la “conquista de la personalidad” que consiste en “adueñarse de la propia alma” (111). Especie de sapere aude con que Storni exhorta a sus contemporáneas.
Pero la celebración de la personalidad es, asimismo, la divisa de la industria cultural de los años veinte, que venera a la star, y de la moda de la época, que llama al público femenino a cultivar su propio “tipo” de belleza14. No solo las jovencitas que frecuentan los “bailes de familia” buscan distinguirse unas de otras mediante algún rasgo fácilmente reconocible (esa “pequeña personalidad” de la que se burla Storni); también los escritores nacionales son promocionados bajo esta lógica en grandes diarios y revistas. Es lo que puede observarse, por ejemplo, en un reportaje de Caras y Caretas titulado “El año literario”. En él se exhiben, como en la galería de un museo o de una biblioteca, las fotografías de veintiún hombres y tres mujeres de letras. Sin embargo, bajo sus sobrios retratos en blanco y negro, un rótulo de fantasía los identifica y diferencia como “tipos” de escritores consumibles. El de Storni reza así: “Exquisita poetisa, audaz y sensitiva, siempre ardiendo en llamas que no acaban de consumirla. Un teólogo diría que son las llamas del infierno; pero los teólogos suelen equivocarse” (188).
Lo cierto es que, al tiempo que la personalidad es postulada como un valor superlativo en la cultura moderna, esta se hace cada vez más difícil de distinguir de la imagen, la marca o la pose. La identidad individual corre entonces el riesgo de devaluarse para convertirse en eso que Adorno definía despectivamente como la “pseudoindividualidad”: un conjunto de rasgos que el individuo toma prestados de la industria cultural a fin de distinguirse y cuyo máximo atributo no pasa de “un bigote, el acento francés, o la voz profunda de la mujer de la vida” (168). Ahora bien, al menos “la mujer de la vida” no es ya solo la madre o la vestal. Nuevamente, si la moda y la cultura de masas propicia la reificación de los sujetos, también brinda la oportunidad
14 Al referirse al desarrollo de la industria de la moda en el siglo XX, Elizabeth Wilson destaca la creación de nichos de consumo definidos según “tipos” de personalidad: “After sizing came more refined consumer typologies that tried to classify women according to personality. In the 1920s, Bullock’s department store in Los Angeles had divided customers into six personality types. These were the Romantic; the Statuesque; the Artistic; the Picturesque; the Modern and the Conventional” (124).
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a las mujeres de ensayar identidades menos patriarcales. Cosa análoga puede decirse respecto de las chicas que leen magazines y folletines: junto con ellas están las mujeres que se aventuran en la ciudad letrada. Por eso cuando, por citar un caso, el escritor mexicano Salvador Novo describe irónicamente los efectos que la moda de la literatura tiene entre las mujeres de los años veinte, cabe preguntarse si solo se está burlando de su esnobismo o si también está marcando una distancia respecto de las recién llegadas al campo intelectual:
Y tanto mal ha producido el individualismo en las mujeres. Cada una se ha descubierto. Es muy interesante, tiene matices espirituales nunca vistos y usa el sombrero como nadie. Sus ojos son de gata. Una vez leyó un verso que hablaba de los ojos de gata de algunas mujeres. Sobresalen las literatas, cronistas o recitadoras (216).
Indudablemente, la moda del XX, menos estrechamente ligada a la procedencia social que la del XIX, permite explorar fronteras de clase y género que antes resultaban muy lejanas, pero no necesariamente basta para cruzarlas. En “La costurerita a domicilio” (1920) y “La emigrada” (1920), Storni retoma la figura de la mujer que, desde los márgenes, se afana por adoptar un look que considera prestigioso. Mientras la costurerita copia su peinado “a las personitas que forman la aristocracia de su barrio” y los detalles de su atuendo a las “artistas de cine” (112), la emigrada toma como modelo a su compañera de cuarto (probablemente otra emigrada que ya lleva algún tiempo en la ciudad) y, luego, a “la niña de la casa” (125) en que trabaja como empleada. Ambas son fruto de la inmigración (hija de extranjeros la primera, recién llegada del “terruño” la segunda) que mediante un cambio de imagen creen poder acceder a una mejor posición social. En principio, están descritas como “impersonales”, alienadas y pánfilas: la costurerita, último escalafón en la industria de la moda, se deja arrullar por los “paraísos artificiales” (114) que le ofrece la primera fila del cine y sueña con “ser la esposa de la corbata de un médico” (115). La emigrada, en tanto, abre una libreta de ahorros que nunca aprovechará, pues terminará siendo esquilmada por “sus parientes o amigos masculinos” (127) o morirá electrocutada al meter los dedos en un enchufe. Sin embargo, en estas crónicas, a diferencia de lo que sucede en “La impersonal”, Storni relativiza, asimismo, la supremacía de una identidad original. La férrea exhibición de la filiación de clases del padre y los hermanos de la costurerita, “muchachotes afiliados a las bibliotecas avanzadas” (114), no es presentada aquí como un valor en sí mismo. Si el personaje de la joven obrera es ridiculizado por su vacuidad y por sus inútiles esfuerzos por ocultar
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el atado de ropa que delata su oficio (113), padre y hermanos son pintados como obreros orgullosos, pero machistas, que descargan pullas y golpes sobre la tonta costurerita15.
En cuanto al cambio de aspecto que opera en la provinciana una vez arribada a la ciudad, y que se inicia con la adquisición de un par de tacones altos, este es descrito, en un comienzo, como un vertiginoso proceso de asimilación que “echa a perder” su “naturaleza” original:
Bien, pues: ya aumentó de estatura y la planta revolucionada sigue de transformación invariable, que consiste en mejorar sus hojas a costa de sus frutos, convirtiendo su savia, que estaba acostumbrada a dar sombríos racimos, en vistosa hojarasca.
Pronto toma la emigrada gusto por la poca tarea y el lujo extremo. (Al país donde fueres haz lo que vieres) y día a día van llegando las blusas de vistosa seda, la larga cadena de oro con reloj “que marcha”. La cartera de malla de plata y los gruesos collares de cuentas (125).
Cuando la emigrada deje de imitar el look demasiado vistoso de su compañera de cuarto para adoptar el más sobrio de su patrona, su ciclo adaptativo se verá coronado por un aumento más sustancioso que el de los centímetros aportados por los tacones, pues “llegando a este punto de su viveza asimiladora pide aumento de sueldo” (126). Pero, como señalaba líneas atrás, la suma de estos pesos tampoco la beneficiará a ella, sino que irán a dar a otras manos. En realidad, la “trasplantada” que nos pinta Storni no pierde ni gana en materia de autonomía con el cambio de escenario. Mientras el lugar común señala “allá en su tierra la emigrada tenía personalidad”, Storni retruca irónicamente: “[S]e llamaba María, Juana, Rosa, etc. Y era una de los seis o siete miembros de una familia; resultaba así la flor de un pequeño jardín” (126). Es decir, que la suya no pasaba de ser una identidad anónima, indisociable de su rol familiar y
15 Según señala Salomone, la costurerita de esta crónica es “reescritura paródica de una figura paradigmática en la literatura argentina de comienzos del siglo XX: la
‘costurerita que dio aquel mal paso’, a la que la poesía de Evaristo Carriego instala como un signo permanente del imaginario colectivo de Buenos Aires” (242), y que luego será retomada por autores como Manuel Gálvez y Roberto Arlt, así como por las letras de tango y los folletines semanales. Bajo todos estos formatos se repetiría “el tópico melodramático de la joven cuyas ambiciones son estimuladas por sus compañeras de taller que abandona la vida de barrio, se entrega a la seducción del centro, donde los placeres y lujos terminan por condenarla a la prostitución, la miseria y una muerte trágica” (243).
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sexo-genérico. En la ciudad, en tanto, se convertirá en “hojarasca” y sus frutos solo alimentarán a otros. A fin de cuentas, aquí y allá esta mujer-planta vive a la sombra de los hombres-árboles, primero vigilada por la tradición, luego explotada por los “vivos” de la ciudad: “Los árboles del camino podrían decir: la que pasa se llama María, o Juana, o Rosa, pero los árboles de Buenos Aires solo dicen que la que pasa es una libreta de ahorros” (126).
En todo caso, es en el otro extremo de la escala social donde Storni sitúa a la seguidora más incondicional de la moda, “la irreprochable”. Esta no es tanto una copiona como un maniquí ambulante que ha hecho del cultivo de su imagen, especialmente el de sus largas pestañas, un trabajo de tiempo completo:
Para llegar a este resultado los aceites de nuez, almendras, ricino y otros muchos, han inundado durante la noche el pie de cada pestaña, a modo de las acequias que, desbordando, inundan el pie de cada árbol y fertilizan el terreno propicio al nuevo árbol (o a la nueva pestaña). Con este procedimiento, repetido durante meses, se ha logrado el aumento de ocho pestañas por ojo, si el cálculo de una amiga mía no me engaña, amén de un considerable crecimiento del arbolito pestaña (134).
En este pasaje Storni retoma la imagen de la mujer-hojarasca, cuyo crecimiento es solo aparente y cuyos frutos no son de provecho (al menos, no para ella), esta vez a partir de la comparación entre cosmética y cultivo agrícola. Mientras los árboles son regados con agua, las pestañas de la damita elegante son fertilizadas con cosméticos; mientras el agricultor busca aumentar la producción de frutos, la intensa labor de esta “benefactora de la humanidad” (133) redunda en el crecimiento de sus pestañas, cierto que para cazar con ellas un marido. Además de satirizar la improductividad de esta “ciudadana” –y esto en un contexto donde el eslogan “mujer: benefactora de la sociedad” está siendo disputado por feministas y antifeministas (Lavrin 75)–, apunta a lo artificioso de su imagen. Porque la irreprochable no se limita a manipular cada una de sus pestañas: toda su persona está al servicio de su imagen, y su imagen al servicio del sistema sexo-genérico y del consumo. Así, en la estadística que inventa Storni para representar la circulación de esta mujer-maniquí por la ciudad, todos sus movimientos son conscientes, pero ninguno libre. El suyo es un cuerpo despojado de espontaneidad. No en función de la disciplina del trabajo asalariado, pero sí en función de la imagen como un tipo de esclavitud femenina bajo el capitalismo:
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Miradas al espejo (distintas clases, tamaños y lunas), 25
Miradas en los cristales de las vidrieras, 60
Estiramiento de guantes, 12
Cuidado de que los alfileres no escapen de su sitio, 10
Afirmación especial de la pechera con un tironcito, 5
Llevada de las manos a las horquillas que sostienen el velo, 18
Reposición de polvos (muy discreto), 2 (…)
Total de movimientos, 220 (135).
Detalles que hacen la diferencia
Si la moda uniformiza hasta el punto de hacer difícil distinguir a una mujer de otra en la calle, también establece jerarquías y diferencias respecto de las cuales Storni es muy consciente. En “Las crepusculares” (1920), el consumo de la moda le permite graficar la división de las aguas (aguas genéricas y sociales) dentro de la ciudad de Buenos Aires. Mientras el oleaje femenino se vuelca a las aceras, donde lucen los escaparates, la marea masculina ocupa las calles para luego recogerse en las esquinas y asistir así al ondulante desfile de jovencitas calzadas con tacos:
De 17 a 18 de la tarde, a la hora elegante en que la luz huye de las calles de Buenos Aires, y se encienden los focos de las grandes casas, por la calle Florida se mueve una romería de gente.
Ellas, las refinadas porteñas crepusculares, caminan por las aceras: ellos van por la calle. En las esquinas, frente de los negocios, al lado de los escaparates, numerosos grupos de jóvenes miran ondular a las muchachas sobre sus altos tacos.
Los pies de aquéllas son una extendida epidemia en marrón, en azul o en topo: los zapatos se han enfermado de estos tres colores y las medias dóciles se dejan contagiar también por los tonos de moda. Transportan estos zapatos a sus dueñas, dos o tres veces a lo largo de la calle Florida y las depositan frente a las grandes tiendas de vistosos escaparates (101).
La cita es interesante por varios motivos. En primer lugar, porque nos presenta la ciudad moderna como un gran escaparate, iluminado por los poderosos focos de la luz artificial. Por él circulan miradas anhelantes: las de los
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hombres, dirigidas a las mujeres, y las de las mujeres, dirigidas a las vitrinas de los grandes almacenes. Estos últimos, surgidos en Europa a fines del siglo XIX e instalados en América Latina desde principios del XX, modificaron la experiencia de comprar. El regateo, a través del cual el comprador podía participar en la fijación de los precios, fue reemplazado por la libertad de curiosear sin compromiso. Con ello, señala Rosalynd Williams, los clientes se vieron inmersos en “mundos de ensueño del consumo”, organizados para inflamar sus “deseos y sentimientos materiales” (239). Así, y aunque de momento no compraran nada, “las técnicas de comercialización lo empujaban a querer comprar alguna vez” (239). Las damitas crepusculares ejemplifican, pues, la incipiente transformación del comprador en audiencia (cautiva y maleable) del consumo como espectáculo16. Con el añadido de que, en la ciudad vitrina (y, con mayor razón, en la cultura mediática), ellas mismas pueden, a su vez, ser consumidas por la mirada masculina.
En segundo lugar, la crónica llama la atención sobre lo que hay debajo de todo este brillo, generado tanto por las luces de neón como por las miradas encendidas de deseo: una multitud de zapatos y medias semejantes que, sin embargo, están lejos de constituir un contingente fraterno o democrático:
[Los zapatos] se miran unos a otros en tono de desafío y cada uno arguye su defensa: “Yo tengo una hebilla original; yo mi elegante ribete blanco; yo un taco como para zapato de avispa…”
De vez en cuando un tosco zapato negro se mezcla entre ellos, pero comprendiendo pronto su democracia zapateril, va a ocultarse humildemente a un rincón de la sala, mientras el desafío de los elegantes continúa (102-103).
Es solo en el consumo que estos zapatos-mujeres construyen una débil (crepuscular) subjetividad que les permite diferenciarse de otros-otras. Quizás es por esto mismo que los objetos tienen en esta crónica una mayor capacidad de agencia que las mujeres, quienes solo se dejan arrastrar por ellos. Según observa Salomone, la misma situación se repetirá luego al interior de la tienda, donde un ascensor “que, a diferencia de ellas, es inteligente” (314) conducirá
16 Agrega Williams: “Como entornos de consumo masificado, los grandes almacenes eran, y aún son, lugares donde los consumidores constituyen una audiencia a la que los géneros deben entretener, donde la venta está mezclada con la entretención, donde la excitación del deseo que flota libremente es tan importante como la compra inmediata de los artículos particulares” (239).
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a las damitas crepusculares hasta el piso en que se desarrolla el desfile de modas. Es entonces cuando el “ondular” sensual de las muchachas, aquel que había capturado las miradas de los jóvenes, se transforma definitivamente en una ola, una masa compacta, un “cuerpo que no tiene voluntad” (103) y que sigue, como hipnotizado, los mínimos movimientos de la modelo17. El cierre de la crónica es circular: al regresar a sus casas, las damitas crepusculares llevan consigo el convencimiento de que “el paraíso es un lugar con ascensores y muñecas lujosas que caminan ondulando” (104). Como los zapatos y las medias, tal parece que el paso garboso que estas mujeres exhiben en la calle también ha sido adquirido en una casa comercial.
Si en “Las damitas crepusculares” Storni ironiza la relación de enajenación que algunas mujeres establecen con la moda y el consumo masivo, en “Nosotras… y la piel” (1919) se vuelve contra los que quisieran regular la moda a partir de preceptos morales:
[S]e ha descubierto no sé qué íntima relación entre la moralidad femenina y la piel; se ha descubierto ahora, en pleno siglo veinte, cuando ya nos permitíamos, las osadillas, decir en voz alta que conocemos a un escritor que se llama “Monpassant”. ¡Oh desgracia! (…).
Iremos al teatro con aparatos para taparnos los oídos y lentes ahumados en los ojos (…) [,] no miraremos a ningún lado cuando vayamos por las aceras e inmoladas en ese púdico sacrificio caeremos víctimas de un auto veloz. ¡Oh romántica y pura muerte de una niña del siglo XX! (28-29).
Por supuesto, lo que está en juego aquí no solo es cuestión de unos centímetros más o menos de tela en el vestido femenino, sino el lugar de la mujer en la esfera pública y su papel en la modernidad. Por medio de la ironía y de una exageración humorística, Storni nos presenta el que sería el objetivo último de la llamada “liga contra la moda” y sus simpatizantes: convertir a la mujer en una suerte
17 Si bien desde otro contexto, Colette introduce una variante interesante para esta escena del desfile de modelos. En su descripción, son los hombres los que más disfrutan con este espectáculo: “Monsieur acompaña a Madame a las ‘presentaciones’, y Madame mueve, expresivamente, la barbilla: ‘Sí, sí; es para ver a las maniquíes’. En lo que con frecuencia suele equivocarse. Monsieur es capaz de dos o tres sentimientos puros, en el número de los cuales se cuenta el amor a los colores, al movimiento, a la forma y, sobre todo, a la novedad” (261). Libres del deseo de poseer esas carísimas prendas femeninas de alta costura, solo los hombres pueden disfrutar plenamente de la moda
como espectáculo moderno.
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de imbunche (sin ojos ni oídos), incapacitada así para disfrutar de la cultura y cuya relación con la modernidad quedaría reducida a la de morir arrollada por un “auto veloz”. En otras palabras, lo único que se le ofrece es protagonizar un remake de la historia de la virgen mártir con trasfondo moderno.
El texto contrasta una y otra vez las promesas que la modernidad parecía ofrecer a las mujeres en materia de derechos, participación social y expresión pública –“Cuando ya nos permitíamos, las osadillas, decir en voz alta que (…)” (28); “Me había permitido soñar que (…)” (29); “Había creído que teníamos el derecho de (…)” (29); etcétera– con aquellos discursos que pretenden transformarlas en niñas –“iremos al teatro llevando en las manos los cuentos de Blanca Nieves, Barba Azul y la Cenicienta” (28)–, damiselas siempre en peligro –“quieren salvarnos, oh protegidas mujeres” (29)– o, por el contrario, en amenaza pública de tipo combustible –“¿Y esa magnífica liga contra la moda? Es una especie de frazada de lana para ahogar las llamas que pueden desprenderse de un cuello terso” (30)–.
Como afirma Diz, el cuerpo femenino, “lo nuevo en la ciudad” (31) de principios del siglo XX, fue sometido al control de una serie de discursos propalados por la prensa masiva, principalmente el higienista, que abogaba por un cuerpo femenino sano (es decir, apto para la reproducción), y el de la moda, que ensalzaba “el cuerpo acicalado” (31). A estos dos habría que agregar los ya tradicionales sobre la moralidad y el pudor femeninos y el, más reciente, del consumo. Pese a sus diferencias de tono (cientificista, comercial, religioso o seductor), todos ellos tienen en común el hecho de asociar estrechamente a la mujer con el cuerpo, y su cuerpo con la sexualidad. En mucho mayor medida que el hombre, la mujer ha sido considerada carnal y, por lo mismo, identificada con la “gran tentadora” o bien con la criatura fácil de tentar, siempre a un paso de la caída. Es este prejuicio el que no puede dejar de denunciar, con indignada ironía, Storni en su crónica: “Resulta, pobres de nosotras, que mucha parte de la dignidad y el pudor femeninos lo tenemos en la piel, a la que no podemos lucir ni mirar sin que nuestra moral sufra descalabro” (29). Pese a las conquistas del “progreso” (estamos “en pleno siglo XX”) y pese a todos los avances logrados por las mujeres, estas siguen siendo estigmatizadas y manipuladas a partir de lo corporal. Y es que para la mirada patriarcal siempre somos nosotras… “y la piel” (y no nuestras circunstancias, por ejemplo)18.
18 En otra crónica titulada “La médica” (1920), Storni propone otra forma de concebir la moralidad de las mujeres. Su principal diferencia con respecto a este pudor exclusivamente cutáneo predicado por la liga contra la moda, consiste en ser una
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Finalmente, es interesante comprobar cómo Storni retoma parte de los discursos que en su época circulan sobre el cuerpo para, justamente, criticar a los que intentan normalizarlo. Mientras “las regeneraciones verdaderas”, es decir, las reformas políticas y sociales con sustancia, son las que se dirigen “al corazón, a los pulmones, a los órganos vitales de la economía humana” (30), “las regeneraciones realizadas entre cuatro y cinco de la tarde” solo apuntan a lo más superficial del cuerpo social: a la piel que, “de por sí”, se regenera (30). Al concluir su crónica, Storni interpela a la consternada liga contra la moda en un tono paternal y tranquilizador que, irónicamente, remite a los discursos sobre cosmética y salud. Discursos que, lo mismo que estas señoras, pretenden instruir al resto de las mujeres sobre cómo deben tratar su cuerpo:
Es frecuente que para curar barros y granos de la piel, se atienda al aparato digestivo o a la composición de la sangre. La moda, señoras, es un simple y liviano sarpullido, inofensivo las más de las veces. Pero si el celo nuestro es tanto, es bueno consultar la opinión de los médicos y analizar prolijamente el organismo (31).
En “Los detalles; el alma”, crónica que ya hemos comentado, se sugiere otra cosa. En lugar de un “liviano sarpullido”, la moda es caracterizada como un corsé que, a lo largo de la historia, ha restringido el movimiento y la libertad de las mujeres. Según advierte Storni, son las mujeres las que más han debido modificar sus cuerpos en función de la moda porque, precisamente, son ellas las que están más sometidas a la mirada y al deseo ajenos19.
moral de sujetos libres: “Pero el pudor que va a exigírsele ahora es ya de carácter espiritual, libre, electivo y consciente. Es el pudor que impide la mentira, porque la mentira es pobre en esencia e indigna de un ser libre; es el pudor que impide el robo (…) [,] es el pudor, en suma, que sube del instinto sometido al pensamiento y la conciencia, y mezclado al mundo espiritual aclara todos los hechos de la vida: desde el más bajo hasta el más alto” (123-124).
19 Cosa análoga observará la escritora mexicana Margo Glantz, casi un siglo después: “Dios decidió que el cuerpo fuera visible y el alma invisible. Y sometió el cuerpo, sobre todo el femenino, a la mirada. Y esa mirada fue inconforme, exigente, severa, también volátil, una mirada que ordena, altera clasifica: mutila. El cuerpo femenino se desnuda o desviste según los designios de la moda, las transformaciones culturales o las infinitas mutaciones del deseo (…). El cuerpo vestido sufre las alteraciones de los ciclos de la moda, ese eterno retorno de la novedad y la obsolescencia. Esa volatilidad, esa voluble alternancia, altera de raíz no sólo la vestimenta sino la estructura misma de los cuerpos. Un ejemplo privilegiado: el pecho femenino cuyas
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Cosas de mujeres
Para terminar, me detengo en la edición de Caras y Caretas del 6 de marzo de 1920, dedicada a las elecciones parlamentarias. Como parte del debate político, la revista reproduce (en un espacio más bien reducido) la circular en que Alicia Moreau, destacada líder sufragista, llama a las argentinas a participar en un ensayo de voto femenino fijado para ese mismo día20. Debajo de este texto, una propaganda de crema Lechuga (“Un cutis terso y blanco es el mayor encanto que puede ostentar una mujer”) ocupa más de la mitad de la plana. Dos páginas más allá, una caricatura titulada “Feminismo” representa a una candidata, tocada con un gran sombrero emplumado, dirigiéndose a un electorado femenino: “Ciudadanas”, dice, “[e]stoy pronta a contestar a todas vuestras preguntas”. Una de las mujeres del público levanta la mano: “¿Dónde ha comprado usted ese sombrero tan lindo?”.
Según acota Joanne Entwistle, “[d]urante siglos se ha asociado a la mujer con la inconstante moda, el exhibicionismo banal y el indulgente narcisismo” (179). En el Buenos Aires de las primeras décadas del XX, dicha asociación fue esgrimida desde distintos frentes: la industria del consumo masivo (que promovió la belleza y la juventud como pilares de la femineidad), la moral conservadora (que censuró la “provocación” femenina en el vestir), los higienistas (que se propusieron “racionalizar” las extravagancias de la moda femenina) o los voceros de la ideología patriarcal (que sistemáticamente insistieron en la incapacidad intrínseca de la mujer para participar de la esfera pública). Como ejemplifican las páginas de Caras y Caretas, estos discursos, aunque de distinto tenor, apuntaban muchas veces a un mismo objetivo: inscribir a las mujeres en esa esfera –precaria, subordinada y nebulosa– que recibe el peyorativo nombre de “cosas de mujeres”. Las crónicas femeninas de Storni subvierten este lugar común para, por el contario, explorar críticamente la relación entre mujeres, moda y modernidad en el contexto de una incipiente cultura de masas. Otras escritoras la seguirán luego. Silvina Ocampo con sus cuentos sobre
múltiples reencarnaciones e investiduras lo aprisionan, lo exaltan, lo aplanan, lo encorsetan, lo dejan suelto, ¿en total libertad?” (114-115).
20 La misma Storni escribirá una crónica sobre uno de estos ensayos de voto: “Un simulacro de voto” (1920). Véase la antología ya citada.
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costureras y “trajes peligrosos”. Rosario Castellanos con su ensayo sobre la imagen de la mujer. Y, ya en la multimediática sociedad de hoy, donde “las irreprochables” han sido reemplazadas por las “súpermodelos”, Margo Glantz con los textos que conforman Saña.
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Recepción: 15.03.2016 Aceptación: 30.05.2016