Meridional revista Chilena de estudios latinoamericanos

Número 7, octubre 2016, 203-226

en busca del museo propio: dulce María loynaz y la imaginación pictórica*

María Lucía Puppo

Universidad Católica Argentina/CONICET, Argentina lucia.puppo74@gmail.com

Resumen: Aunque se las suele encasillar dentro del espectro del “posmodernismo intimista”, tanto la obra como la figura autoral de Dulce María Loynaz ofrecen singularidades que no tienen parangón en la literatura cubana del siglo XX. En este trabajo nos proponemos examinar, en primer lugar, algunos procedimientos que cooperan en la dimensión visual de su escritura poética. Para ello, ofrecemos una lectura en clave de género del poema “Retrato de infanta”, perteneciente a Versos, 1920-1938. En segundo lugar, la metáfora del museo propio nos invita a rastrear la presencia del imaginario pictórico en la caracterización de las “poetisas americanas”, una galería de mujeres que Loynaz abordó en diversas ocasiones y de la que ella misma formó parte.

Palabras clave: Dulce María Loynaz, poesía cubana, visualidad, imaginación pictórica, poetisas americanas.

* Una primera versión de este trabajo fue leída en el seminario internacional “Autorías femeninas y campos literarios en América Latina y el Caribe (1850-1950)”, organizado por el Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos y el Departamento de Literatura de la Universidad de Chile, que tuvo lugar en Santiago entre el 22 y el 24 de julio de 2015. Agradezco la generosa invitación de las doctoras Natalia Cisterna y Lucía Stecher, coordinadoras del seminario.

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A Museum of One’s Own: Dulce María Loynaz and Pictorial
Imagination

Abstract: Even though they are often linked to the “intimist” current of Postmodernism, Dulce María Loynaz’s work, as well as her authorial figure, stand out in the context of Twentieth Century Cuban literature. In this paper we first intend to examine some procedures that cooperate in the visual dimension of Loynaz’s poetic writing. With this in mind, we offer a reading of the poem “Retrato de Infanta”, included in Versos, 1920-1938, from a gender perspective. Secondly, the metaphor of a museum of one’s own invites us to trace the pictorial imaginary in Loynaz’s characterization of the Latin American “poetisas”, a gallery of women that she approached in various occasions and of which she was a member.

Keywords: Dulce María Loynaz, Cuban poetry, visuality, pictorial imagination, Latin American poetisas.

1. De objetos y miradas

Se ha escrito mucho acerca de la casona decorada con muebles extravagantes, antigüedades y objetos valiosos donde crecieron, a comienzos del siglo XX, Dulce María Loynaz y sus hermanos1. Si la sensibilidad artística de la madre promovía el cultivo de la música, las artes plásticas y la poesía, propiciando un ambiente de refinamiento y libertad para los juegos infantiles, con el paso del tiempo los cuatro hermanos fueron acopiando nuevos libros y recuerdos de viaje junto con los tesoros heredados. En el transcurso de sus noventa y cuatro años de vida, Dulce María Loynaz habitó otras casas en La Habana, no menos míticas, pero los avatares de la historia terminaron por convertir a la poeta en una coleccionista de anécdotas y fotos del pasado, una suerte de museo viviente o testigo privilegiada de una era desaparecida.

1 Es sabido que Alejo Carpentier se basó en ellos para componer los personajes de El siglo de las luces (Aira 327), pero, además, Luisa Campuzano (“Chez Loynaz”) ha descubierto que dos personajes del manuscrito inconcluso El clan disperso también se basan en ellos. El historiador Eusebio Leal Spengler (“Dulce María Loynaz”) se ha referido a esa primera casa en un artículo que aporta información valiosa acerca de Dulce María Loynaz como coleccionista.

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La metáfora del museo ofrece un punto de partida para examinar el papel que cumple la imaginación pictórica en la obra loynaciana. Aunque alejada del léxico preciosista y la ornamentación lujosa de la frase, la escritura de Loynaz no renunció a la sonoridad del verso ni a la sensorialidad que introdujeron en nuestra lengua Rubén Darío y los poetas modernistas. Concretamente, la dimensión visual de los textos de Loynaz se manifiesta en la elección de las imágenes y los tópicos abordados, pero sobre todo en el tratamiento que hacen su poesía y su prosa de ellos. Es por eso que, sin un afán de exhaustividad, este trabajo apunta a rastrear, por detrás de la diversidad de los contenidos, algunos procedimientos que operan en la poesía y en los ensayos de la autora cubana.
La “elementalidad” de la poesía de Loynaz (Piedra 33) reposa sobre la selección de imágenes que provienen del acervo poético universal, como es el caso de la rosa, el agua, el camino o la isla. En otra oportunidad hemos señalado que sus textos ofrecen “atisbos de verdad, pequeñas iluminaciones que remiten a las preguntas más elementales acerca de lo real y sus misterios” y que “en ese minúsculo trance está su clasicismo y su novedad” (Puppo 128). Por otra parte, la crítica advirtió tempranamente que Dulce María Loynaz carecía del ímpetu feminista que animó a otras autoras de su tiempo, aunque varios estudios ya han demostrado que la superficie apolínea o armónica de su obra no logra enmascarar la “oposición binaria” (Araújo 149) de “tensiones no resueltas” (Puppo 129) que la estructuran, instaurando de ese modo “la paradoja [como] la materia misma de la poesía” (Capote Cruz 57). En ese universo sensual femenino, la mirada aparece como un atributo constitutivo de la hablante poética, que expresa ya en la primera colección de versos: “¡Ay! Miré demasiado las estrellas” (Loynaz, Poesía 19)2. La percepción visual y

2 El corpus loynaciano comprende, en primer lugar, la obra poética, que abarca tres volúmenes autónomos –Versos, 1920-1938; Juegos de agua. Versos del agua y del amor (1947) y Poemas sin nombre (1953)–, a los que se suman los poemas extensos “Canto a la mujer estéril” (1938) y “Últimos días de una casa” (1958), la recopilación titulada Poemas náufragos (1990) y los poemas juveniles que conforman Bestiarium (1985, 1991). Este listado coincide con el índice de la Poesía completa de la Editorial Letras Cubanas (1993), pero lamentablemente deja afuera los poemas reunidos en Finas redes (1993), Melancolía de otoño (1997) y Diez sonetos a Cristo (1998), tres libros de difícil acceso. En segundo lugar, el corpus loynaciano está constituido por tres textos narrativos singulares: Jardín, novela lírica (1951); Un verano en Tenerife (1958), un particular libro de viaje; y Fe de vida, un escrito autobiográfico que lleva por subtítulo Evocación de Pablo Álvarez de Cañas y el mundo en que vivió, publicado en 1994. El tercer eje de la obra de Loynaz lo componen alrededor de veinte textos ensayísticos, escritos en

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su doble antagónico, la ceguera, serán tópicos recurrentes en prosas y cartas de Loynaz a partir de los años setenta, cuando comenzó a sufrir la pérdida progresiva de la visión.

2. Ver con palabras

El estudio de los contactos entre las artes plásticas y la literatura fue uno de los ejes que privilegió, desde sus orígenes decimonónicos, la literatura comparada. En los albores del tercer milenio, esta disciplina hace suyos los aportes de los estudios visuales, la antropología de la imagen y la historia del arte para analizar los lazos entre lo visual y lo verbal. A este bagaje conceptual queremos recurrir para iluminar algunas zonas todavía poco exploradas de la obra de Dulce María Loynaz.
En la cultura occidental existe una larga tradición artística y crítica referida a los vínculos entre pintura y literatura. Aunque en la Epístola a los Pisones Horacio simplemente recomendaba que la poesía buscara ser análoga a la pintura, el ut pictura poesis se convirtió en un tópico recurrente de las retóricas y las preceptivas hasta el neoclasicismo (Markiewicz 54). Como explica Rosa Sarabia, la genealogía de la relación entre palabra e imagen registra dos grandes movimientos: uno analógico, que subraya la similitud entre la representación verbal y la visual, y otro antitético, que pone el foco en la diferencia. Entre los principales antecedentes del primer movimiento se cuentan el griego Simónides de Ceos y, siglos después, Leonardo da Vinci. Para estos artistas y pensadores, la poesía debía ser entendida como una “pintura elocuente” o “ciega”, en tanto que la pintura resultaba una “poesía muda”. Por su parte, la tendencia a remarcar la diferencia entre las artes cristalizó en la conocida fórmula del Laocoonte (1776) de Gotthold

diferentes períodos para ser leídos como conferencias y discursos (Ensayos literarios y La palabra en el aire), así como la recopilación de crónicas de temática histórica Yo fui (feliz) en Cuba… Los días cubanos de la infanta Eulalia (1993). Además de este corpus primario, Aldo Martínez Malo editó las compilaciones Cartas a Julio Orlando (1994) y Cartas que no se extraviaron (1997) y un breve pero sabroso volumen de Confesiones de Dulce María Loynaz (1999). En su estela se mueven también las ediciones de las Memorias de la guerra de Enrique Loynaz del Castillo, padre de Dulce María, y de los poemas de sus hermanos Enrique y Flor.

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Ephraim Lessing, que identificaba la palabra con lo temporal y la imagen con lo espacial (Sarabia 25).
Promediando el siglo XX, Nelson Goodman abordó el problema desde el campo de la filosofía analítica. Comprobó entonces que el lenguaje verbal es sintácticamente articulado, en tanto que la imagen es densa, inscrita en un sistema no diferenciado. Desde el punto de vista de la recepción, la sucesión del lenguaje se opone a la simultaneidad de la visión (Goodman 226-227). Ahora bien, en su acepción de “figura mental” y “producto imaginario”, la imagen (en tanto image y no picture) pertenece al ámbito de lo visual y también al de lo lingüístico. Como señala Gottfried Boehm, el lenguaje depende de imágenes que operan como metáforas visuales (13-16). Es por eso que la semiótica llama iconización a “la última etapa de la figurativización del discurso en el trayecto generativo de los textos” (Greimas 212).
Cuando consideramos desde esta óptica la obra de Dulce María Loynaz, lo primero que reconocemos es que todos sus textos presentan lo que Bernard Vouilloux denomina “relaciones in absentia”, puesto que en ellos las imágenes son solo predicadas verbalmente. Estamos, por lo tanto, frente al poder transformador de la alquimia poética. Aunque siempre a través de las palabras, el imaginario pictórico se hace presente en la obra loynaciana de diversas maneras. La más obvia es la referencia directa, como ocurre en la oda dirigida a una “rubia Virgen María, / la de la Anunciación de Fray Angélico” (Poesía 24), que hallamos en Versos. En este volumen los personajes femeninos suelen estar asociados a imágenes preexistentes: Lourdes es una “ingrávida / muchacha de papel iluminado” (25), en tanto que Cheché, la vendedora de flores artificiales, aparece como un “Hada –ya mustia” (56). La hablante poética se interesa por los soportes –“un papel de arroz que es transparente a la luz” (25)– y recuerda las imágenes contempladas en la infancia, como la ilustración de un libro de cuentos (56) o una litografía de su cuaderno de primera comunión (24). Ocurre varias veces, en composiciones de los tres poemarios centrales, que la descripción evoca en los/as lectores/as, aun sin nombrarlo, algún tópico o cuadro famoso. Es el caso de un poema que hace foco en la sonrisa de Cristo, en una descontextualización análoga a la del Cristo de Velázquez (Jiménez 134), de otro donde Ofelia es aludida por la sinécdoque de sus cabellos flotando en el agua, como en la pintura de Odilon Redon (Puppo 82) o bien del “Canto a la mujer estéril”, que incluye escenas cercanas a la Asunción de la Virgen de Correggio y también a la de Tiziano (Pérez Firmat 418). Advertimos entonces una profusión de imágenes contempladas y recordadas, nítidas o borrosas, fijas o en movimiento, que deambulan silenciosas por las páginas loynacianas. En

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ellas resulta crucial la polaridad luz/sombra, que también es típica de la poesía de Delmira Agustini. Esta antinomia se reconoce, por ejemplo, en Poemas sin nombre, donde la lámpara es un signo que vehiculiza el mundo de emociones de la hablante poética: “Pudiera ser… Pero yo he apagado ya mi lámpara” (Loynaz, Poesía 117).
En lo que respecta a las empresas narrativas de Loynaz, el vínculo con las artes visuales se manifiesta abiertamente en los paratextos. Una de las cinco partes de Jardín orbita alrededor de los retratos que observa Bárbara, a los que se califica de “viejos”, “rezagados” y “repetidos”3. Por otro lado, Un verano en Tenerife incluye el capítulo XIX, “Las acuarelas de Bonnin”, que gira en torno a las delicadas pinturas del artista canario. Por último, en la primera parte de Fe de vida se hallan los capítulos “Estampas o policromías”, “Fotos de cumpleaños” y “Aguafuertes”, mientras que en la segunda parte la poeta anciana se refiere a su infancia y juventud como “La época azul” y “La época rosa”4. Sin ahondar en el tema, podemos afirmar que en los tres casos los textos icónicos le permiten a la voz narradora deslindar del flujo del relato ciertas escenas que revelan gestos paradigmáticos de los personajes y que adquieren, por eso mismo, un peso simbólico. De ese modo, la inclusión de las imágenes mediadas por el lenguaje verbal contribuye a la importante dimensión lírica que poseen los relatos loynacianos5.
Volviendo a los poemas, me interesa detenerme en una composición de Versos que presenta un vínculo con las artes plásticas más estrecho que el establecido por la cita y la alusión. Reproduzco a continuación el texto completo:

3 Asimismo, el tercer capítulo de la cuarta parte de Jardín lleva por título “Retratos nuevos”. A la presencia de las fotografías se suma la influencia del cine (Pérez Heredia, “Fotografía”), puesto que varios pasajes de la novela reproducen las técnicas del flashback y el montaje.

4 Según la declaración autoral, el objetivo de Fe de vida es registrar “en su gama cromática”, al modo de “apuntes” o “bocetos”, algunos momentos en la vida del segundo esposo de la poeta (Loynaz, Fe de vida 59). La titulación de los capítulos de este libro posee una semejanza notable con la de algunas secciones del “Álbum porteño” y el “Álbum santiagués” [sic] que Rubén Darío incluyó en Azul.

5 Las imágenes visuales impregnan también las crónicas que Loynaz escribió en los

años cuarenta para evocar la visita de la infanta Eulalia de Borbón a Cuba, previa a su viaje a Estados Unidos, en 1893. Señaló la autora que, al rescatar algunos episodios protagonizados por la joven infanta, el propósito de su pluma fue “dibujar un perfil entrado en sombra” (Loynaz, “Yo fui” 11).

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retrato de infanta

Una Infanta parecida

a la srta. Ma. Teresa Echeverría

María Teresa Alejandrina

(el retrato de alguna infanta rubia sobre un obscuro fondo de vitrina gótica. El retrato

que una tarde de lluvia vemos en un museo…).

María Teresa Alejandrina perfil de camafeo, porcelana de plato antiguo

su carne rosa-azul que se adivina fría y dura…

Un verde ambiguo

le pinta el ojo claro; el mismo verde que se pierde

luego en la colgadura…

María Teresa Alejandrina.

(Su nombre suena como una ocarina…), María Teresa Alejandrina,

María Teresa Alejandrina…

Parece un poco rígida en su traje

de Corte, recamado de oro y piedras, engolado de encaje…

El pelo tiene un rubio de ceniza que recuerda las yedras

de los viejos castillos medioevales;

una mano de luna se desliza

por sobre el galgo elástico… En la sombra queda la otra: –Brillan apenas los cristales

del ventanal. Un guante ha caído en la alfombra…–

María Teresa Alejandrina tiene manos de luna y pelo

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de ceniza fina…

Se piensa en el amor que ella amaría;

y en su beso primero…

Se quisiera saber por qué caería aquel guante en el suelo…

María Teresa Alejandrina, nacida el 27 de febrero

de 1622: Una neblina de siglos nos

la envuelve y nos la veda con su traje de seda,

con su galgo y sus ojos color aguamarina donde jamás brilla un deseo…

María Teresa Alejandrina

es un pálido cuadro de museo:

Sólo resta al que pasa junto a ella, mirar… Mirar y pasar (Loynaz, Poesía 31-33).

César López ha destacado el “derroche rítmico” de este poema, producido por “múltiples rimas” (45). Si la delectación en las palabras y los sonidos repetidos emula algún estribillo infantil, la sucesión de puntos suspensivos hilvana los enunciados poéticos en una vaguedad flotante y soñadora. A este efecto contribuyen también las frases entre paréntesis y guiones, que acompañan una dicción impresionista, fragmentaria, altamente sugerente.
El tono juguetón resulta apropiado para la isotopía de la femineidad que se conforma a partir de la blanca (f)rigidez de la infanta y de los objetos y materiales asociados a su figura: camafeo, porcelana, ocarina, oro, piedras, encaje, seda. El retrato responde al canon de la belleza renacentista (tez blanca y rosada, cabello rubio, ojos claros), pero esta placidez se quiebra cuando se introducen en la escena dos elementos perturbadores: la mano que queda “en la sombra” y el guante caído “en el suelo”. Un atisbo de dinamismo y claroscuro barroco surge de pronto en la descripción poética, y la hablante da rienda suelta a su imaginación al preguntarse si la mujer pintada alguna vez ha amado y ha besado. Estas interrogantes permanecen sin respuesta y, a continuación, las dos estrofas finales retornan al estatismo del mundo cerrado que representa el cuadro. Entonces la infanta vuelve a ser un cuerpo hierático y sin vida, una imagen de dos dimensiones colgada en la pared de un museo.

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El poema de Loynaz constituye, desde luego, una parodia de un poema modernista. La música verbal nos sumerge en una atmósfera ligera y sensual, acorde con la construcción artificial de la belleza que proyecta una musa pintada. La condición de imago, representación, de la infanta remite al imaginario cultural tan explotado por el modernismo, que este tomó a su vez del fin-de-siècle europeo: basta pensar en El retrato de Dorian Gray de Wilde, en los Esmaltes y camafeos de Théophile Gautier o en los dos “Retratos” en verso que Rubén Darío incluyó en Cantos de vida y esperanza. Sin embargo, el texto loynaciano da un paso más al denunciar la cosificación operada por el retrato, un gesto desacralizante en el que resuenan las estrategias utilizadas por varias poetas cubanas del cambio de siglo6.
Al momento de examinar la visualidad que construye el poema, nos encontramos con algunas sorpresas. La écfrasis que propone el texto “parece reproducir cierto cuadro no identificado por la autora, pero sirve y funciona como una contrapartida de la existencia, en su parecido con la retratada, de la srta. María Teresa Echevarría” (López 45), prima de Dulce María Loynaz7. Por la similitud del nombre propio y el índice temporal (“1622”), inmediatamente asociamos el retrato que trazan los versos de Loynaz con los de la infanta María Teresa pintados por Velázquez (imágenes 1 y 2):

6 En primer lugar, vale la pena mencionar el poema “A mi amigo A. L.” de Luisa Pérez de Zambrana (1835-1922), en el que la autora se niega a ser retratada en un pedestal coronada de laureles. Un segundo antecedente bien podría ser el poema “Ya que el deber tiránico me exige…” de Juana Borrero (1877-1896), en el cual la “pasión sincera” de la hablante contrasta con la frialdad de la infanta descrita por Loynaz: “¡Este retrato con mi amor recibe / y guárdalo en tu pecho cariñoso, / ya que no puedo verme retratada / en la cámara oscura de tus ojos!”. Y también propongo leer como antítesis del poema loynaciano el autorretrato que nos ofrece Mercedes Matamoros (1851-1906) en la piel de Safo: “Tengo el color de golondrina oscura; / sombríos los cabellos ondulantes, / y mis ojos ¡tan negros! ¡son diamantes! / en cuyas chispas la pasión fulgura!”. Las tres autoras mencionadas tomaron distancia del estereotipo de la beldad asumida como musa, madre-patria o naturaleza virgen para poner en circulación nuevas representaciones de mujeres, por primera vez situadas en el papel del sujeto activo y deseante (Vallejo 980-981).

7 En el origen de este poema parece hallarse un retrato de María Teresa Aranda de Echeverría, apodada “Nena”, fundadora de la Sociedad de Artes y Letras Cubanas. Se conocen dos cartas que le escribió la poeta, quien además le dedicó “Últimos días de una casa” (Loynaz, Cartas 193).

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Imagen Nº 1. Diego Velázquez, María Teresa de Austria, infanta de España, a los catorce años, 1652-1653. Kunsthistorisches Museum, Viena.

Imagen Nº 2. Diego Velázquez, Infanta María Teresa, 1651-1654.

Metropolitan Museum of Art, Nueva York.

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Los rasgos físicos y la pose de la infanta de Velázquez coinciden con la descripción del poema de Loynaz, siempre y cuando aceptemos que el suyo es un “pelo rubio de ceniza” y que el telón de fondo de la imagen 1 es de un color “verde ambiguo” que replica el de sus ojos. Ahora bien, advertimos que ninguno de los retratos del artista español presenta “un obscuro fondo de vitrina / gótica” ni deja ver los cristales de un ventanal. Tampoco aparece en ellos un “galgo elástico” ni un guante caído en la alfombra, de modo que la composición loynaciana no remite a un único referente pictórico, sino que, por el contrario, la écfrasis describe un cuadro imaginario. Ese cuadro hecho de palabras extrapola motivos iconográficos de otros cuadros (compuestos a su vez por otros artistas), como el mencionado perro, símbolo de fidelidad, que se asocia a una larga tradición de animales en los retratos femeninos (imágenes 3, 4 y 5).

Imagen Nº 3. Lorenzo Costa, Retrato de dama, 1508.

Hampton Court, Royal Collection, Londres.

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Imagen Nº 4. Leonardo da Vinci, La dama del armiño, 1489-1490.

Museo Czartoryski, Cracovia.

Imagen Nº 5. Josefina Santonja, La dama del galgo. Portada de la revista

Blanco y Negro, 23 de marzo de 1924.

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En cuanto al motivo del guante, entendemos que la ausencia del mismo en una mano permite apreciar la esbeltez y blancura de esta, en tanto que la caída del guante al suelo acentúa el dinamismo del instante captado (imágenes 6 y 7):

Imagen Nº 6. Alonso Sánchez Coello, Isabel de Valois, reina de España, 1560.

Kunsthistorisches Museum, Viena.

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Imagen N° 7. Carolus-Duran (Charles Émile Auguste Durand),

La dama del guante, 1869. Musée d'Orsay, París.

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Todo indica que el poema de Loynaz toma como punto de partida un retrato de su prima y lo traviste en una pintura imaginaria hecha de varias otras pinturas previas. Esta cadena de mediaciones se prolonga al interior del cuadro, donde el color de los ojos “se pierde / luego en la colgadura”, y hacia el exterior (del cuadro y del poema), donde a los/as receptores/as “una neblina / de siglos” nos “envuelve” y nos “veda” a la mujer del retrato8. En definitiva, la infanta resulta tan inaccesible como su piel bajo el traje o como el “deseo” que “jamás brilla” en sus ojos. Modelada por códigos pictóricos que implican una mirada reductora, ella encarna la femineidad normalizada y el erotismo reprimido; a esto se debe, sin duda, el poco interés que despierta en la hablante hacia el final del poema.
Así como la imagen representada en el texto remite a una serie de hipotextos visuales, la construcción del poema revela, en tanto parodia, un manifiesto juego de semejanzas y diferencias con sus intertextos literarios. Ya hemos hecho mención a los “Retratos” darianos y podemos recordar también la orden (“mira y pasa”) que Virgilio le dirige a Dante-personaje en la antesala del infierno. Loynaz recurre a un género heredado del modernismo y reproduce la frase de Alighieri en un contexto completamente diferente, familiar y femenino, con la sencillez y el humor propios de un divertimento entre primas. Gracias a este nuevo pacto inter mulieres, la hablante poética se distancia de la infanta retratada en complicidad con su prima, destinataria primera del texto y verdadera protagonista de un retrato que el poema nos escamotea9.

8 Es notable que Loynaz pone el acento en el fondo y el marco del retrato, dos conceptos que remiten a cuestiones muy actuales de debate. El primer término nos invita a reflexionar sobre la cualidad de “distinta” que posee toda imagen, en la medida en que surge recortada sobre un fondo. En palabras de Jean-Luc Nancy: “The image is, in every respect, distinction. It is distinguished from the imageless ground from which it is detached, and it distinguishes itself insofar as it designates itself as an image” (70). Por otra parte, el marco fue estudiado por Jacques Derrida en tanto “ornamento”, parergon kantiano que, en lugar de señalar un límite preciso entre un adentro y un afuera, pone de manifiesto la (con)fusión entre “lo que es esencial y accesorio en una obra” (74).

9 Finalmente el supuesto retrato real de la prima resulta tan elusivo como “la figura en el tapiz” del relato de Henry James. En este sentido, el poema nos tiende una trampa similar a la que establece el (falso) “secreto” de Raymond Roussel: “Al brindar una

‘solución’ [en la supuesta existencia de un libro ‘póstumo y secreto’] Roussel transforma

cada una de sus palabras en trampa posible, es decir, en trampa real, dado que la única posibilidad de que haya un doble fondo abre, para quien escucha, un espacio de incertidumbre sin descanso” (Foucault 19). Clément Rosset pone en relación los

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El texto analizado construye un estereotipo visual (y social) de femineidad
–fría, rígida, pasiva– y, al mismo tiempo, lo deconstruye mediante el gesto irreverente y paródico de la enunciación poética. En un giro de ciento ochenta grados con respecto a su propio comienzo, el poema propone finalmente un ámbito donde las mujeres dejan de ser objeto para convertirse en sujetos gozosos de su propia mirada. Por obra de una estrategia análoga a la que Griselda Pollock advirtió en el arte de Berthe Morisot, también los/as lectores-espectadores/as somos invitados/as a participar como testigos de esa escena íntima (Pollock 124).
La iconización también se hace presente en la poesía de Loynaz mediante otra estrategia que, por falta de espacio, no consideraremos en estas líneas. Me refiero a la hipotiposis, recurso que conduce a “evocar de forma pregnante imágenes de lo real exclusivamente con el recurso de las palabras” (De la Calle 65)10. Esta figura retórica estructura, por ejemplo, el poema “San Miguel Arcángel”, también incluido en Versos. Allí el amante es descrito “a contraluz” como un ángel “de color oxidado”, “hermoso y grande”, que desciende sobre la mujer (Loynaz, Poesía 69)11.

textos de James y Roussel en un ensayo filosófico que reflexiona, justamente, sobre

Lo invisible (26-27).

10 Como explica Román de la Calle (“El espejo”), en cierto sentido la hipotiposis designa un procedimiento simétrico y antagónico de la écfrasis. Mientras que la primera describe la realidad como si se tratase de una pintura, la segunda propone, como en el caso del poema de la infanta, la descripción literaria de una imagen. Sin embargo, Umberto Eco considera por su parte que “la hipotiposis como figura retórica específica no existe”, pues bajo ese nombre se suelen incluir distintas técnicas descriptivas y narrativas que apuntan a ofrecer una “impresión visual” al destinatario (193).

11 Un estudio aparte merecerían los autorretratos que se desprenden de algunos poemas. También me limito a mencionar que el lenguaje de las artes plásticas se hace presente en dos títulos de los Poemas náufragos: “Tríptico de San Martín de Loynaz” y “Escorzo al aire de dos santos vascos”. Asimismo, en esta colección se incluye el texto en prosa “Dos Nochebuenas”, que contrasta una visita a Granada y una a La Paz. Con respecto a la descripción de la noche granadina, apunta Humberto López Cruz: “Las meditaciones de Loynaz se reproducen en el texto y el lector presiente una necesidad de encuentro con una imagen que el subconsciente no llega a captar; la poeta no se abre ante el espacio que está descubriendo, más bien murmura las reacciones que fuerza en ella la Granada que percibe” (31). Por nuestra parte, en la escena ambientada en Bolivia advertimos una combinación de hipotiposis y écfrasis: la primera se manifiesta en la presentación de una mujer india que amamanta a su hijo y la segunda en la descripción de un retrato de la reina Margarita de Austria (Loynaz, Poesía 183-184).

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3. La galería de las mujeres

Hasta aquí hemos asociado la metáfora del museo propio a la poética loynaciana en dos sentidos. Por un lado, para dar cuenta de la presencia del universo pictórico como un auténtico repositorio, es decir, un archivo de imágenes, temas, motivos y técnicas y un léxico conocidos por la autora y compartidos con su público lector. El imaginario plástico de Dulce María Loynaz parece agotarse en la tradición occidental de la pintura figurativa; acoge con agrado, por cierto, el diseño de un bordado o un tapiz artesanal, pero rechaza abiertamente el pintoresquismo y el arte de vanguardia12.
Por otro lado, hemos recurrido a la imagen del museo para señalar algunos procedimientos de escritura que pertenecen al espectro de la intersemiosis o intermedialidad, en la medida que implican transposiciones e interrelaciones entre el código visual y el lingüístico. En este último caso, nuestro análisis adhiere a la constatación de Mieke Bal cuando afirma: “La cuestión no es si los textos literarios pueden tener una dimensión visual, sino cómo lo visual se escribe a sí mismo y de qué forma un escritor o escritora literaria puede utilizar lo visual en su proyecto artístico” (38-39).
Quisiera retomar en un tercer sentido la metáfora del museo propio, esta vez en analogía con el cuarto propio del que habló Virginia Woolf. Para ello propongo partir de la hipótesis imaginaria que se aloja en la siguiente pregunta:
¿qué retratos elegiría colgar Dulce María Loynaz en su museo personal? Una vez iniciado el ejercicio, resultarían pertinentes aún más interrogantes: ¿qué criterios determinarían la selección de los cuadros? ¿Qué vínculo uniría a las figuras retratadas entre sí y con Loynaz? ¿Qué implicancias traería al propio espacio (estético, autoral) la elección de cada uno de esos retratos?
En busca de algunas claves de ese museo propio, comenzaremos por destacar un rasgo notorio de la poética loynaciana que consiste en su tendencia a reunir figuras de mujeres que, juntas, conforman un mosaico o una constelación. Tal es el caso de Lourdes, Antonieta, Cheché, Cyrina, Ana Belinda y la muchacha

12 Una excepción importante a la “occidentalidad” loynaciana es, por supuesto, la écfrasis que presenta “Carta de amor al Rey Tut-Ank-Amen” (Chen Sham, “Comunicación epistolar”). En cuanto a lo popular, en Un verano en Tenerife la poeta manifiesta varias veces su admiración por las artesanías canarias. En cambio, en una carta a su amiga Angélica Busquet, escribió en 1942: “Huyo de lo pintoresco y de lo ameno como de los pintores vanguardistas” (Loynaz, Cartas 79).

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coja, a quienes les dedica poemas en Versos, junto con la infanta imaginaria del retrato, “la extranjera”, “la leprosa” y la “mujer de humo”. Otra constelación agrupa a las mujeres curiosas, ya que Bárbara, la protagonista de Jardín, es comparada en la novela con dos personajes bíblicos: Eva y la mujer de Lot. Un tercer grupo lo integran Victoria Ventoso, Fernanda Siliuto y Victorina Bridoux, autoras canarias del XIX a las que Loynaz rinde homenaje en “Tres poetisas en Tenerife”, un capítulo de su libro de viaje.
Pero la serie de mujeres más significativa, aquella que Dulce María fue componiendo y rearmando a lo largo de su vida y de la que también formó parte, es sin duda la que integran las poetisas americanas. En cartas privadas y otros escritos, la cubana no disimuló el orgullo que le daba pertenecer a tan selecto parnaso, hecho que le permitió trabar una amistad –no carente de malentendidos– con Gabriela Mistral y conocer personalmente a Juana de Ibarbourou. Para indagar en esta área, tomaremos principalmente en cuenta los textos de tres conferencias: “Gertrudis Gómez de Avellaneda, la gran desdeñada” (1957), “Gabriela y Lucila” (1957) y “Delmira Agustini: el misterio en su obra y en su muerte” (1979).
No es este el momento para examinar en detalle estos ensayos, en los cuales Loynaz comparte su emoción y sus exquisitos juicios estéticos acerca de sus pares. ¿Cómo se hace presente la imaginación pictórica en los ensayos que esta autora dedica a sus compañeras? Ante todo conviene prestar atención a los epítetos y sobrenombres con que las describe. A Avellaneda, primera en la serie, la presenta dotada de un “aire de realeza” (La palabra 63), que la convierte en caso preclaro o arquetipo. Subraya la valentía de esta poeta, narradora y dramaturga que desafió los mandatos de su tiempo y que, por tal motivo, tuvo que padecer múltiples desprecios e injusticias. De ahí que en el texto ella se vuelva “una hija de Inca traída en rehenes”, “la Peregrina” –como era su seudónimo– o una “Minerva apasionada, procelosa” (64).
Para referirse a Gabriela Mistral, en cambio, Loynaz elaboró la hipótesis de “dos Gabrielas” o de “Gabriela y Lucila”, entendidas estas como la figura pública “de la que seguirán hablando las generaciones venideras” y “la Gabriela íntima o, mejor dicho, cotidiana” que ella tuvo ocasión de conocer (Ensayos
172). Esta imagen bifronte es solo el comienzo de una serie de metáforas y
comparaciones mediante las cuales se alude a la autora y su obra. A medida que avanza el texto, “la Poetisa” da lugar a la “mujer errante”, luego “la egregia chilena” vuelve a aparecer como “la maestrilla” y termina siendo,

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simplemente, “mi amiga”. La inclusión del poema “Todas íbamos a ser reinas” al principio de la conferencia aporta una metáfora que se retomará al final, en un emotivo envío.
Por último, la conferencia dedicada a Delmira Agustini está semánticamente estructurada en torno a lo que Loynaz llama sus dos mundos, el de los “tremantes versos” de una poeta “iluminada” o “posesa” y el de la Nena que firmaba sus “cartas insulsas” sin distinguirse de una “chiquilla del montón” (Ensayos 165). Así la prosa loynaciana construye y luego disgrega la figura de la escritora precoz, quien en una ocasión se asemeja a Jacob luchando con el Ángel (165) y, en otra oportunidad, resulta “la estampa de una walkyria, de una Brunilda arrebatada por la Cruz del Sur” (159) o bien una “esfinge de color de rosa” (162) que permanecerá en los retratos con su “aire de reina en exilio” (170).
Observamos que renombra a las poetisas con apelativos metafóricos
–“Peregrina”, “Reina”, “Nena”– y las eleva a un plano mitológico en el que conviven elementos precolombinos, bíblicos, germánicos y grecolatinos. La pintura, la ópera y el cine proveen los intertextos visuales para estas representaciones, que se inspiran también en los retratos pintados o fotográficos de las poetas aludidas. Lo mismo puede decirse de un texto anterior, Poetisas de América (1951), donde Loynaz presenta un “panorama” continental que comienza en México, con la figura descollante de Sor Juana, y termina en el sur, con la subida al podio de Alfonsina Storni y sus vecinas australes. Allí tiene el pudor de no incluirse a sí misma como poetisa, aunque desliza que “hubiera podido serlo” (16)13.
En cada conferencia Loynaz traza un perfil y después lo diluye; unos minutos más tarde lo vuelve a armar con otros rasgos. Le resulta imposible fijar una imagen única en la escritura, pues cada poetisa es muchas a la vez. Efectivamente, ninguna representación logra expresar jamás todo el dinamismo

13 En esta conferencia, Loynaz adelanta argumentos que luego desarrollará in extenso en los textos referidos a Gertrudis, Gabriela y Delmira. Reproduzco dos párrafos que culminan con la autoinclusión de Loynaz en el panorama poético femenino: “La poetisa es, desde luego, una criatura mucho más compleja que lo que nos dice el Diccionario de la Lengua. O sea, mujer que escribe versos. Pero pocos tienen una idea perfilada de lo que pudiera ser la frágil criatura femenina en función de crear palabra viva. Es posible que yo tampoco la tenga en grado sumo, pero sí creo que me aproximo a ella. Y si es así, no lo será tanto porque yo misma sea una poetisa, sino más bien porque hubiera podido serlo” (16).

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y la apertura que implica una vida (Cheng 22). Escribió Dulce María a través de la voz narradora de Jardín: “Un retrato es una pequeña resurrección, es un modo de eternizar un minuto, de retenerlo por encima de todos los otros minutos que pasan echando sombra, echando muerte” (211). Los retratos en prosa de la cubana comparten la dualidad propia de la fotografía que, por un lado, capta lo familiar y lo extraño y, por otro, participa de la mortalidad y la caducidad del retratado como un memento mori (Sontag 32). Describir los semblantes físicos y espirituales de las escritoras admiradas se parece, entonces, a la tarea de Sherezade.
El lugar privilegiado que ocupan las poetisas americanas en el museo propio de Loynaz implica, en primer lugar, una toma de posición crítica por parte de la autora. Sin ocultar la admiración que sentía por Andrés Bello, José Martí, Julián del Casal o Rubén Darío, Dulce María optó por resaltar los aportes de las mujeres a la literatura y, especialmente, a la poesía hispanoamericana. En la obra de sus pares reconoce la consolidación de un proceso creador que en nuestro continente se remonta a Sor Juana, en la lengua castellana a Teresa de Ávila y, en Occidente, a Safo. En respuesta a un canon integrado y escrito por hombres, particularmente sintió la necesidad de reivindicar a escritoras del siglo XIX, como Avellaneda y Salomé Ureña, María Eugenia Vaz Ferreira y Juana Borrero, a quienes menciona en “Poetisas de América”.
En segundo lugar, la conformación de la galería de poetisas le permitió a Loynaz trazar una genealogía para su propia obra y legitimar su pertenencia a este grupo. En sus escritos se evidencia el funcionamiento de una red de escritoras que, en la primera mitad del siglo XX, compartían horizontes de lectura, intereses y rasgos de escritura, pero sobre todo una forma de estar en el mundo que buscaba expresar la “diferencia” de un cuerpo sexuado y alcanzar una “igualdad” de derechos, libertades y conquistas materiales y simbólicas con sus pares masculinos, puntos en los que coincidían con la militancia feminista. En un período en el que se irá consolidando la profesionalización de las mujeres escritoras, la red de poetisas americanas contaba con un numeroso y entusiasta público lector –mayormente femenino– que les aseguraba a las autoras cierto apoyo de los gobiernos y las instituciones culturales, así como un espacio en el mercado editorial, la prensa y la radio. Las relaciones entre autoras, críticas y lectoras hoy constituyen un campo de estudio vasto y fascinante; por citar solo un ejemplo, aún queda por investigar el papel que jugó la española Carmen Conde en la difusión y valoración de la poesía de Loynaz fuera de Cuba (Fernández 28).

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Podemos concluir que la imaginación plástica atraviesa la escritura loynaciana como contenido y forma, a partir de una serie de procedimientos que buscan traducir el impacto y la densidad de lo visual al orden y la sucesión propios de la sintaxis lingüística. En el poema “Retrato de infanta”, exploramos una dimensión metapoética que revela una actitud lúdica e irreverente frente al ideario estético modernista, así como una concepción polifónica del texto poético y una clara conciencia del estatuto de artefacto del arte y la literatura. En la poética de Loynaz lo visual rebalsa el plano temático y se derrama mediante vasos comunicantes de un texto a otro, del verso al relato, de la prosa poética al ensayo.
En el diseño de su museo ideal, Loynaz reserva la mejor sala para las poetisas americanas. Se trata de una galería de retratos parlantes, donde los textos y las autoras mantienen un diálogo ininterrumpido que supera los avatares del tiempo y el espacio geográfico. Allí las escritoras admiradas continúan protagonizando escenas extraordinarias y luciendo poses dignas de ser eternizadas en un lienzo. Acaso la estilización icónica de las autoras no sea más que un intento tardío de recuperar el aura de lo poético en épocas de reproductibilidad técnica. Lo cierto es que recortar a las poetisas del mundo real y elevarlas a la categoría de mito parece una estrategia deliberadamente orientada a preservar “el misterio” que consistía, para Dulce María Loynaz, la poesía.

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