MERIDIONAL Revista Chilena de Estudios Latinoamericanos

Número 8, abril 2017, 13-44

1. ARTÍCULOS

Descubrimiento y conquista, escenarios de una transformación global. Reflexiones sobre el amanecer de “lo colonial” en la América española*

Juan Pablo Cruz Medina

Museo Colonial-Museo Santa Clara, Colombia cruzmedjp@gmail.com

Resumen: Este artículo presenta una reflexión en torno al “descubrimiento” y la “conquista” de América, presentándolos como un proceso de transformación. Más allá de los lugares comunes que relacionan la colonización de América con el saqueo y la destrucción, y que han sido predominantes dentro de la historiografía, lo que se evidencia aquí es una experiencia de corte globalizante que termina transformando el mundo, aspecto que de paso cuestiona la noción misma de “lo colonial”. La experiencia relacionada con el viaje hacia América, sumada al tránsito de hombres, ideas y productos entre las dos orillas atlánticas, serán aquí protagonistas, al definir la transformación paulatina de un viejo mundo en algo totalmente nuevo.

Palabras clave: descubrimiento, conquista, siglos XV-XVI, período colonial americano, historiografía colonial.

* Este artículo es uno de los resultados del proceso de investigación desarrollado entre

2014 y 2016 para construir el guión de la Sala Permanente Nº 2 del Museo Colonial

de Bogotá, espacio cuyo tema central es el “descubrimiento” y la “conquista” de

América. Proyecto auspiciado por el Ministerio de Cultura de Colombia.

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Discovery and Conquest: Stage for a Global Transformation. Reflections on the Dawn of What is “Colonial” in Spanish America

Abstract: This article focuses on the “Discovery” and “Conquest” of America as a process of transformation. Going beyond the commonplace accounts that prevail in its historiography and that connect the colonization of America with looting and destruction, what we suggest is an experience of global force that ends up transforming the world and thus questioning the very notion of what is “Colonial”. Here, the experience of the trip to America, together with the movement of people, ideas and products between the two Atlantic shores will be the central characters that define the gradual transformation of an old world into something completely new.

Keywords: Discovery, Conquest, XV-XVI Centuries, American Colonial

Period, Colonial historiography.

En un texto publicado hace no más de dos décadas, el etnohistoriador británico Matthew Restall llamaba la atención acerca de la forma en que los historiadores habían leído el proceso de descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo. La interpretación construida durante años –siguiendo a Restall– había dado forma a un imaginario histórico –e historiográfico– de carácter “mítico” en torno a este proceso y sus principales protagonistas. El libro, titulado Seven Myths of the Spanish Conquest1, mostraba los que, para el autor, eran los mitos más importantes relacionados con la conquista de América. Como resultado, la “gesta española” fue presentada por Restall como un proceso cuyo decorado –devastación, saqueo, aventura– palideció ante una realidad mucho menos pintoresca.
La imagen de un proceso de descubrimiento y conquista en el que se enfrentaron los “perversos españoles” con los “buenos indios”, transmitida por buena parte de la historiografía americana y europea y nutrida en gran medida por la leyenda negra impulsada por los británicos desde el siglo XVI, tuvo que ser reinterpretada a partir de las nuevas evidencias. Sin embargo, y a pesar del impulso que la obra de Restall daba a esa “Nueva Historia de la Conquista” (Restall, “La Nueva”), el imaginario en torno a la “devastación”

1 Publicado originalmente en 2003, fue traducido al español en 2004 bajo el título de Los siete mitos de la conquista española.

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y el “saqueo” de los territorios americanos desde el ocaso mismo del siglo XV permanecería en las mentes de historiadores, profesores, escolares y personas del común.
Como producto de la diseminación de esa visión oscura y maniquea de la experiencia conquistadora, las sociedades latinoamericanas –o al menos buena parte de ellas– incubaron sentimientos polarizados frente a España y el proceso colonial: la América española era hispanista o indigenista. En la configuración de esta polarización, tendiente en muchos casos hacia el indigenismo, tuvo gran influencia la historiografía de la conquista propia de la década de 1970. Las investigaciones de la época, ancladas al ideal de rescatar al “subalterno” o reconstruir la historia desde la voz de los vencidos, dieron forma a un discurso en el cual las sociedades prehispánicas –y su cultura– eran víctimas de la barbarie hispana2.
El producto de dichas historias se evidenció en la ampliación de horizontes de investigación, así como en el uso de fuentes novedosas, ocultas muchas veces bajo las lecturas literales que de los cronistas hacían quienes historiaban la conquista3. Sin embargo los estudios “subalternos”, utilizados muchas veces como herramienta política de las izquierdas latinoamericanas, terminaron convirtiéndose en la imagen de un clamor “antihispano” y “proindígena”, establecido en medio de una lucha historio-política en la que la defensa de lo hispano se asociaba claramente –y algunas veces con certeza– a las políticas

2 Cabe destacar aquí el texto de Nathan Wachtel titulado Los vencidos, obra que se sitúa como uno de los primeros estudios historiográficos centrados en el papel de las comunidades prehispánicas –como actores principales– dentro del proceso de conquista. El estudio –según el mismo Wachtel– buscaba establecer un punto de vista contrario al reinante dentro de la historiografía occidental, en el cual Europa es “el centro de referencia a partir del cual se ordena la historia de la humanidad”. Partiendo de esta premisa, y utilizando como fuente principal textos indígenas, Wachtel plantea una historia de la conquista “desde la perspectiva de los indios vencidos”, en la cual –según el mismo Wachtel– “la conquista significa un final: la ruina de sus civilizaciones” (23-35).

3 Vale la pena recordar aquí estudios tan importantes como Mineros de la Montaña Roja, en el que el historiador Peter Bakewell centra su atención en la extracción de plata por parte de los indígenas en Potosí, analizando los sistemas de trabajo asociados a esta práctica, o el ya clásico Los nahuas después de la conquista, obra del inglés James Lockhart, en la que se reconstruye la sociedad y la cultura de las comunidades de México central a partir del estudio de un amplio corpus documental en lengua náhuatl.

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de derecha4. La pugna terminó abriendo una brecha entre lo “indígena” y lo “hispano”, en la cual cualquier referencia en la que se note que el “indio”, denominado ahora como el “indígena”, es medianamente anulado será tildada de eurocentrista5.
De igual forma, los estudios subalternos han convertido a “lo colonial”
–como categoría histórica– en sinónimo de oscurantismo, opresión y saqueo.
Estudios como los de Aníbal Quijano, por citar un ejemplo, han planteado
una visión de lo colonial dominada por aspectos como la “destrucción” o la
“represión” cultural del indígena. En medio de este discurso historiográfico,
términos totalmente inexistentes en los siglos coloniales, como “genocidio”
(Quijano, “Colonialidad” 439), han sido empleados como categorías de
análisis, buscando evidenciar con ello que la conquista de América no fue
más que un fenómeno represor y expoliador de riquezas, acompañado de un

4 La configuración de una estrecha relación entre “el hispanismo eurocentrista” y las políticas de derecha se debe principalmente a la corriente historiográfica marxista anglosajona. Los estudios marxistas de la década de 1970 y 1980, amparados en la política de izquierda propia de la Guerra Fría, configuraron una historia social en la que “los oprimidos” –fundamentales dentro de la filosofía de la historia desarrollada por Marx– debían ser protagonistas, en medio de una “lucha de clases” en la que la narración histórica debía centrarse en el análisis de la lucha del “proletariado” o todo lo que se le pareciese –en nuestro caso, el indígena– contra el opresor –en este caso, el conquistador español–. A esta visión se sumarían después los análisis de la corriente “poscolonial”, en la cual el subalterno –al igual que en los estudios de corte marxista– será protagonista. Lo evidente aquí es que los sesgos achacados a la historiografía hispana o eurocéntrica fueron reproducidos –desde otro ángulo– por los marxistas, determinando una polaridad en la que cualquier referencia hispanista o eurocéntrica será vista con desprecio o tildada de promoción de la derecha política. En relación con esto, pueden verse los estudios ya citados de Lockhart, Bakewell y Wachtel, en el caso americano, así como la reflexión de Dipesh Chakrabarty en torno a la lectura marxista de la emancipación y la búsqueda de una “provincialización” de Europa dentro del pensamiento global, dos posturas muy ligadas a la politización de la historia (Chakrabarty 61-66 y 75-79).

5 El mismo eurocentrismo fue muchas veces relacionado con las políticas de derecha o con las políticas económicas de corte “imperialista”. Vale la pena señalar aquí como ejemplo de esto el texto del marxista egipcio Samir Amin titulado El eurocentrismo, en el cual se lee la dinámica eurocentrista como una “reconstrucción mitológica reciente de la historia de Europa y del Mundo”, claramente ligada a la “construcción ideológica del conjunto del capitalismo”. Esta postura encasillará a todo análisis que porte algún dejo de eurocentrismo no solo como lectura histórica realizada desde la “derecha política”, sino también como un análisis ligado a la “ideología capitalista”, que obviamente va en contra de todas las teorías marxistas (Amin 9-14).

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“masivo y gigantesco exterminio de los indígenas” (Quijano, “Colonialidad”
439). Lo “colonial” queda aquí reducido al “establecimiento de una relación
de dominación directa, política, social y cultural de los europeos sobre los
conquistados” (Quijano, “Colonialidad” 437), la cual no solo determinó la
destrucción de la cultura indígena, sino también la posterior colonización de
diferentes culturas por parte del “mundo occidental” (Quijano, “Colonialidad”;

Cuestiones). En contraposición con esta postura, dominada por la lucha entre

“opresor” y “oprimido”, defino aquí lo “colonial” como una estructura de
pensamiento anclada en el mundo bajomedieval, la cual, a partir del choque
con otras culturas, da forma a un nuevo mundo6.
El presente artículo, siguiendo esta definición, busca plantear una visión alternativa de lo colonial, especialmente en relación con su génesis –el proceso de descubrimiento y conquista–, propuesta articulada a partir de dos conceptos: experiencia y transformación. El primero se encuentra vinculado al viaje transatlántico y los sucesivos viajes de descubrimiento al interior del continente. El viaje será entendido aquí no como un hecho aislado, sino más bien como parte de un amplio contexto que hunde sus raíces en el período bajomedieval europeo y que alcanzará su esplendor en los siglos XV y XVI convirtiéndose en matriz transformadora del mundo. La reflexión frente a este contexto permite evidenciar algo capital para entender el proceso de descubrimiento y conquista: su carácter medieval.
El segundo concepto, transformación, se halla unido a la acción relacionada con el descubrimiento y la apropiación de los nuevos territorios por parte de los españoles, ejercicio que determinará la confluencia de múltiples historias y formas de ver el mundo, las cuales en suma darán vida a una nueva unidad histórica. El encuentro de América trajo consigo un tránsito de hombres, ideas y productos entre las dos orillas atlánticas, circulación

6 Esta postura no pretende negar, de ninguna manera, el carácter desigual de la lucha entre españoles e indios ni mucho menos las consecuencias que esto trajo. Lo que busco es matizar esta idea, evidenciando las complejidades ocultas tras el velo de la debacle indígena. La conquista no fue solo una lucha, fue también un proceso de negociación. Lo ocurrido con los tlaxcaltecas en Tenochtitlán o los mismos muiscas en la Sabana de Bogotá evidencia que la negociación y el intercambio cultural fueron la base para el establecimiento hispano en América. Por encima de la búsqueda de metales y de la destrucción del mundo indígena, estuvo la idea de crear un mundo ideal, en el cual –sea justo o injusto– primaría la episteme hispana, permeada –sin duda– por lo indígena. Acerca de los procesos de negociación y transformación cultural en tiempos de la conquista véase Muñoz (163-193) y Gruzinski (La colonización, 186-228).

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que con el tiempo daría forma a una transformación global. La idea que buscamos desarrollar es que tanto las “Indias” como Europa se transforman, allanando el camino para la primera mundialización de la historia.
Observar el proceso de descubrimiento y conquista de América como una experiencia que transformó el mundo permite analizar el contexto propio de los siglos XV y XVI no a la luz de una historia indigenista, hispanista o eurocentrista, sino más bien bajo una perspectiva de “historias conectadas”, según la cual múltiples historias se enlazan en un espacio y tiempo específicos para dar forma a algo nuevo (Gruzinski, Las cuatro 49).
A partir de esto, la primera cuestión que pretendemos resolver es: ¿qué significaba viajar y enfrentarse a lo desconocido en los siglos XV y XVI? Hallar una respuesta a este interrogante nos lleva a pensar que más allá de los desarrollos técnicos que propiciaron la “carrera transatlántica”, el viaje hacia el Nuevo Mundo se encuentra ligado a un imaginario puramente bajomedieval, que será determinante en la visión primigenia que los europeos construirán de América. Lo mágico y lo mítico, protagonistas dentro de esta imagen original de lo amerindio, mutarán hacia una perspectiva en que la praxis dejará al margen las ideas sobre animales y monstruos, centrales en la episteme bajomedieval de lo desconocido. En paralelo a la alteración de los imaginarios europeos, las tierras descubiertas cambiarán, alquimia en la que confluirán múltiples ingredientes. Surge entonces otra pregunta: ¿qué efectúa esta transformación y cómo se lleva a cabo?
Para dar respuesta a estas preguntas, a lo largo del presente artículo me centraré tanto en la experiencia del viaje como en el tránsito atlántico de una “cultura”, dos aspectos que definieron la transformación del mundo. Abordar ambas temáticas me permitirá evidenciar que el viaje, como “experiencia”, transformó dos mundos a partir del flujo de hombres, ideas, productos, palabras y objetos, fenómeno que dio vida a un nuevo escenario cultural. La realidad, leída como una construcción social cambiante, será entendida para el caso americano como la resultante de lo europeo y lo indígena, que confrontados dieron vida a una alteridad nueva, portadora de lo europeo y lo americano, pero a su vez producto de la mezcla –casi siempre asimétrica– de ambos.

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1. ¿Medieval o moderno?: carácter y característica de la conquista de América

Dentro de la narrativa historiográfica que explora el período colonial es común que se hable de la “herencia medieval de la conquista de América”, escenario que sitúa a lo “colonial” hispanoamericano en el umbral que separa lo medieval de lo moderno7. La “herencia medieval”, sumada al ímpetu de la modernidad, se sitúan entonces como el crisol que dio forma a la cultura de los reinos hispanos de ultramar. Sin embargo, en las últimas décadas algunos historiadores han cuestionado dicha “herencia”, señalando que más que un legado, lo que se puede observar en la América de los siglos XVI y XVII es una cotidianidad cuya raíz es claramente bajomedieval (Borja; Baschet).
El “carácter medieval” del descubrimiento y la conquista de América, controvertido por aquellos que pretenden ligar los procesos coloniales a experiencias modernas o renacentistas8, es un hecho casi innegable que puede ser rastreable en muchas de las instituciones que se implantan en América, así como en hechos mucho más puntuales, como es el caso del

7 Lo “medieval” y lo “moderno”, como categorías de tiempo histórico, aparecieron en

1688 gracias a la obra de Cristóbal Cellarius titulada Historia Medii Aevi a temporibus

Constanini Magni ad Constaninopolim a Turcis captam deducta. En el texto, Cellarius

planteaba una división de la historia en tres edades: una Edad Antigua y una Edad

Moderna, separadas por una Edad Media. Según esto, mientras las edades Antigua

y Moderna representaban los mayores logros de la humanidad, la Media se situaba

como antítesis, encarnando el retroceso y la oscuridad humana (Koselleck 289-307).

Aunque las categorías de antiguo y moderno existían desde la época de San Agustín,

quien las utilizó como base para el desarrollo de su Ciudad de Dios (Maravall 157-

160), estas no presentaban el mismo significado que hoy les asignamos. Mientras

“moderno” significaba “actual” –al modo de hoy–, lo antiguo representaba los tiempos

más lejanos.

8 En la medida en que la Edad Media ha sido definida como un período oscuro, un hecho tan trascendental como el llamado “descubrimiento de América” debe ubicarse dentro de la “modernidad”. Esta categoría, definida desde el horizonte de expectativas propio de los hombres de los siglos XVIII y XIX como sinónimo de ilustración, ciencia y progreso (Koselleck 313-315), desprende tanto a Colón como a los conquistadores que le siguieron del acervo cultural que trasladaron a América. Ubicar la conquista en la modernidad estableciendo un corte en el siglo XV, como señala Jaime Borja, “equivale a evadir el sentido de continuidad que tiene la cultura occidental desde el siglo XII” (3).

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viaje colombino y todo el imaginario asociado a este. La travesía emprendida por Cristóbal Colón en 1492 encierra en sí dos fenómenos: por una parte, determina la traslación del imaginario medieval hacia América como única forma de lectura de la nueva realidad y, por otra, se sitúa como experiencia transformadora del mundo. El viaje inaugural servirá como punto de partida para un largo proceso de transformación de la mentalidad bajomedieval.
Para comprender la empresa colombina dentro de su horizonte de expectativas original es necesario entonces remontarnos a unos antecedentes distantes del punto temporal de partida de las tres carabelas hace casi cinco siglos. Esta distancia temporal expone un primer hecho: el viaje de Cristóbal Colón no es una acción única y aislada de su contexto, sino más bien el producto de un largo proceso de expansión de la frontera europea. La génesis de esta modificación paulatina de los límites de Europa se halla en los albores del siglo XI, momento en el cual se da inicio a dos fenómenos: uno, el desarrollo de las peregrinaciones colectivas hacia los lugares santos; dos, la deforestación del bosque europeo, hasta entonces lugar de lo mítico, lo maravilloso y lo oculto.
Hasta los albores del siglo XI el hombre europeo poco se movía de su lugar de origen, las personas nacían, vivían y morían en el mismo sitio, una aldea o pueblo del que jamás salían. Esta dinámica de lo cotidiano impuso una separación cultural tajante entre el aquí (la aldea, lo conocido, el hogar) y el allá (lo desconocido). Mientras la casa y la aldea son símbolos de protección, el allá es su opuesto. Fuera de la casa o de la aldea –siguiendo al medievalista suizo Paul Zumthor– “el hombre se pierde abandonado a los demonios del espacio. La casa es lo contrario al universo” (80-81).
La relación de pertenencia a un espacio, dibujada por el hombre medieval a partir del miedo a un “allá desconocido”, comienza a cambiar alrededor del año 1000, gracias a la idea de la peregrinación fomentada por la Iglesia desde finales del siglo X. El hallazgo de reliquias, entre ellas los cuerpos de apóstoles entre los que destaca Santiago el Mayor9, se convertirán en una

9 En la primera mitad del siglo IX se hallaron “milagrosamente” –según la narración del padre Mariano– los restos del apóstol Santiago Mayor en un paraje rocoso ubicado en Galicia, al noroeste de España. El hallazgo, logrado gracias a la claridad que sobre el lugar proyectó una estrella, motivó la construcción en el año 899 de una enorme catedral que se convertiría en centro de peregrinación y núcleo del catolicismo europeo. A partir de entonces todos los europeos buscarán –impulsados por la iglesia– visitar la reliquia siguiendo el llamado “Camino de Santiago” (Bigelow 61-63; Bottineau 21-22).

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motivación para que duques, señores y reyes peregrinasen hacia lugares lejanos, acompañados siempre de sacerdotes y vasallos10. La peregrinación se convertirá no solo en la primera forma de expansión, sino también en el origen de una nueva narrativa: las crónicas de viaje.
A la idea del peregrinaje, se sumarán las diferentes incursiones que se harán a los bosques a partir del año 1000. Los europeos comenzarán a conocer su propio continente apropiándolo, aumentando su extensión, ganando espacio a las extensiones boscosas que hasta mediados del siglo X dominaban buena parte del Viejo Continente (Zumthor 32). Esa “conquista del espacio” a la que Zumthor hace referencia traerá consigo nuevos imaginarios relacionados esta vez con el bosque. A partir del siglo XI y por lo menos hasta la aparición del Quijote en 1605, el bosque se convertirá en parte fundamental del imaginario de lo desconocido. Como espacio de lo múltiple, en él se suscitan las mayores aventuras en las que monstruos, forajidos, magos y princesas se suman. Debido a esto, el espacio boscoso se convirtió en protagonista de la narrativa medieval, relacionándose con personajes como Merlín, Melusina o, más tardíamente, con el famoso Robin de los bosques: Robin Hood (Le Goff, Héroes 131-150 y
181-186). Las características de estas narraciones terminaron fortaleciendo los imaginarios vinculados a lo desconocido, formas de ver la alteridad espacial de las cuales los viajeros trasatlánticos del XV y el XVI serían herederos.
Colón y sus seguidores confirmarán en sus narraciones de viaje el peso que los imaginarios medievales tendrán respecto de la construcción del otro. Finalmente –como lo señalara Carl Jung desde la teoría psicoanalítica– todo pensamiento descansa sobre imaginarios y arquetipos, “potencialidades funcionales que modelan inconscientemente el pensamiento” y que de una u otra manera determinan la forma en que nos relacionamos con la alteridad (Durand 25). En este sentido, la construcción a priori del otro emprendida por Colón y los viajeros y conquistadores posteriores beberá de todos estos imaginarios.
El viaje hacia lo desconocido se compondrá entonces de todos los miedos que implicaba en su tiempo tal aventura. ¿Qué se podría encontrar al otro

10 Al respecto, el medievalista francés Georges Duby evidenció que la nobleza de Francia, desde finales del siglo X, tomó como hábito partir hacia la lejanía con grandes caravanas compuestas por sacerdotes y vasallos en busca de un lugar santo. El duque Guillermo de Aquitania –por ejemplo– peregrinaba todos los años a Roma para visitar la tumba de los apóstoles, y en aquellas ocasiones que no viajaba a Roma, dirigía sus pasos “en compensación” hacia Galicia para visitar la tumba de Santiago (121).

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lado del océano? Todos lo sabían: solo podrían hallarse monstruos, sirenas, magos, espacios encantados y peligros. Protagonistas todos de la literatura medieval, estos elementos fueron retratados por aquellos que desde el siglo XIII comenzaron a aventurarse hacia el mundo asiático11. Sus escritos y el acervo medieval del viaje serían las armas que esgrimiría Colón, y los que luego de él viajaron, para alcanzar y transformar el Nuevo Mundo.
La publicación de los relatos de viaje y su difusión por Europa se situaron como el punto de partida para el establecimiento de un imaginario frente a la alteridad que permanecería arraigado en la conciencia del europeo hasta bien entrado el siglo XVI, influyendo profundamente en lo que serían las crónicas de conquista americana. Hacia 1250 ya recorría Francia, Italia y España la Historia Mongolorum de Jean de Plancarpin, mientras que a finales del siglo XIII se traducía a múltiples idiomas el manuscrito de los viajes de Marco Polo, titulado Le livre des merveilles, Devisement du monde o Il Milione, apelativo con el cual se hizo famosa esta crónica. El texto de Marco Polo, convertido rápidamente en la crónica de viaje más difundida, terminaría siendo el gran best seller de su época, extendiendo su influencia hasta el mismo Cristóbal Colón, quien lo tomó como una de sus fuentes de estudio más apreciadas (Mollat 26).
Dentro de este panorama onírico configurado a lo largo de la baja Edad Media, destaca el tema de la “India”, observada desde entonces como territorio de lo maravilloso. No es gratuito que tras su arribo a la isla de Guanahaní en 1492 Cristóbal Colón hubiera creído haber llegado a las “Indias”, denominando a sus pobladores como “indios”. Este imaginario se encuentra ligado al arraigo que en la mentalidad bajomedieval tuvo la idea de la India como espacio de lo extraño y lo sorpresivo, aspecto que hunde sus raíces en los textos sobre los viajes de Alejandro Magno, propios del mundo griego de la Antigüedad tardía12.

11 La llamada “expansión medieval de Europa” (Phillips 9-13), iniciada en el siglo X, tuvo una nueva etapa iniciada en la segunda mitad del siglo XIII. En aquel entonces los monjes –franciscanos principalmente– fueron requeridos por el papa para que viajaran hacia el continente asiático con el fin de registrar lo que hacían los llamados “tártaros”, habitantes de la actual Mongolia. Dentro de estos viajeros se cuentan monjes como Guillaume de Robrouck, Odorico de Pordenone y Jean de Plancarpin, quienes alcanzaron la actual Mongolia buscando entrevistarse con el gran kan (Phillips 100).

12 Sin lugar a dudas, uno de los más ricos e importantes mitos medievales, como lo es el de la India como paraíso onírico, deriva del mundo clásico a partir de las narraciones de los viajes de Alejandro Magno. En estas narraciones –escritas hacia el siglo IV a. C.– se hallan la mayor parte de los temas maravillosos que poblaron

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Todo este proceso nos lleva a señalar un hecho que aunque parezca evidente es aun hoy negado por muchos (Colmenares; Quijano; Tovar): la mentalidad, las ideas y la conciencia de Cristóbal Colón, y de todos aquellos que integraron las huestes conquistadoras que le siguieron, tienen una matriz indiscutiblemente medieval. ¿Por qué? La respuesta se halla en el capital cultural de los primeros hombres que arribaron al Nuevo Mundo, configurado a partir de una cultura y una literatura que –ubicadas en el tránsito entre lo oral y lo escrito– tenían como actores principales lo mágico y lo maravilloso, elementos considerados como verdad.
La crónica de viaje medieval, que a los ojos desprevenidos del lector actual puede parecer una simple novela de ficción, era tomada en su época como una narración real que sobrepasaba el campo de la literatura para convertirse en relato histórico, verdadera fuente de autoridad13. Gracias a esto, lo imaginario se convirtió en realidad para una sociedad que, frenada por sus fronteras marítimas, no tenía oportunidad de comprobar lo que la letra impresa o la palabra hablada describían.
Así lo vio Cristóbal Colón, quien dio vida a una imagen preconcebida de lo que podía encontrar a partir de unos libros que para él eran verdad. Su visión del mundo se fundamentó en las obras de los clásicos grecolatinos como Platón, Plinio o Séneca; los relatos de viaje como Il Milione de Marco Polo y El libro de las maravillas del mundo de Mandeville, así como los textos geográficos, principalmente de Ptolomeo y el Imago mundi de Pierre d’Ailly. Libros de gran importancia para la época a los que se sumarían otras fuentes como la “Carta de Toscanelli”, mapa que sería central dentro del proyecto colombino, y la Biblia, de la cual Colón –por lo que se percibe en sus relatos– era un gran conocedor14.

la imaginación antigua y medieval, entre los que se cuenta la India mítica, repleta de todo tipo de riquezas, de monstruos y de maravillas (Acosta 14-15).

13 Cabe mencionar aquí que –como bien ha señalado Alfonso Mendiola– “para la mentalidad medieval la historia se encuentra más cerca de la literatura que de cualquier otro campo”. La finalidad del relato histórico era, en este sentido, divertir al lector aun cuando no se transmitiera un relato “veraz” –en el sentido historicista del término– del pasado. Aun así el relato histórico se sitúa como autoridad, entendida esta desde la tradición ciceroniana. La historia debe educar moralmente a los lectores y en esta medida la lectura de libros de historia debía exaltar las buenas costumbres, evidenciando –para el caso de las narraciones de viaje– los defectos o la monstruosidad del otro como fórmula para la autoafirmación de los valores (Mendiola, Bernal 79).

14 Siguiendo a Emanuele Amodio, podemos señalar que Colón utiliza para preparar su viaje cuatro tipos de referencias: 1. Datos de autores clásicos, como Platón, Plinio,

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Con estas herramientas y su saber de marinero, aprendido en la lectura de manuales de navegación árabes, Colón acometerá su empresa sabiendo de antemano lo que ha de encontrar. Ya ha leído a Marco Polo, a Pierre d’Ailly, a los clásicos y la Biblia, en ellos reposa la verdad. Por ende, el viaje colombino no es para nada la travesía de un moderno empirista, sus argumentos se basan en la autoridad y no en la experiencia15, lo que será determinante en la lectura del “otro” americano y en el posterior proceso de asimilación y transformación de dicha alteridad.
El ethos medieval propio del almirante y de quienes le siguieron tuvo un resultado: las lejanas tierras, para ese entonces desconocidas, iniciarían un proceso de transformación a partir de las ideas de aquellos hombres que las recorrerían. Desde entonces –como señalara Michel de Certeau– Europa “va a escribir el cuerpo de la otra [América] y trazar en él su propia historia. Va a hacer de ella el cuerpo historiado –el blasón– de sus trabajos y de sus fantasmas. Ella será América latina” (11).
Tras su llegada, Colón no buscará nada nuevo, puesto que sabe a ciencia cierta lo que encontrará. La misión es hallar a los súbditos del “gran kan”, topándose de paso –quizá– con los monstruos descritos en todas sus lecturas. Por ello cuando el almirante se embarcó hacia lo desconocido, lo hizo buscando la ruta hacia la India fantástica –la cual creyó haber encontrado– y llevando consigo cartas para el Preste Juan (Uslar 21), protagonista de una

Séneca, etc. 2. La Biblia, sobre todo los primeros libros del Antiguo Testamento y algunos apócrifos. 3. Los relatos de viajes, más o menos fantásticos, como el Il Milione de Marco Polo. Y 4. Datos cartográficos, recogidos tanto en textos de geografía (Ptolomeo, D’Ailly), como en mapas de navegación o planisferios (los portulanos, el Atlas catalán, etc). A estas referencias hay que añadir la famosa “Carta de Toscanelli” encontrada por el genovés entre los papeles de su suegro (Amodio 28).

15 El marco de referencia utilizado por Colón y sus sucesores no se encontraba basado en la experiencia, sino en el principio de autoridad. En esta medida, la noción de “verdad” propia de la sociedad bajomedieval –y quizá hasta la del ocaso del siglo XVII– descansará sobre lo señalado por ciertas fuentes en las que se halla todo lo verdadero, dichas fuentes son –principalmente– la Biblia y los clásicos grecolatinos. Sobre estos pilares se articula el conocimiento del mundo de tal forma que todo lo que en ellos se haya contenido representa el único mecanismo de construcción de la realidad. Esto en el caso de Colón se hace más que evidente, puesto que sus lecturas (Imago mundi, Mandeville, la Biblia, Plinio) serán las que definan lo que es real. Aun cuando la experiencia derivada del viaje contradice a la autoridad, lo que se pone en tela de juicio es la experiencia y no las fuentes de verdad (Nieto 217-218; Mendiola, Retórica 136-159).

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de las leyendas bajomedievales más importantes, en la que se aseguraba la existencia de un poderoso reino cristiano con cuyo apoyo se allanaría el camino hacia Jerusalén16.
La imagen que Colón se hizo frente a lo encontrado no cambió aun con la experiencia, pues frente a esta el almirante tenía el peso de las “autoridades”, de la “verdad” hallada en sus lecturas. Lo observado será entonces leído a la luz de Marco Polo, Mandeville o Plinio. Solo así se entiende que –por ejemplo– al ver los manatíes Colón crea ver las sirenas que encontró en sus lecturas, aun cuando parecieran ser “más feas” de lo que imaginaba, o que al ver papagayos sienta haber llegado al paraíso o al menos a las Indias, lugar donde según Plinio el Viejo hay este tipo de animales (Amodio 96).
La alteridad será leída entonces a partir de una espisteme comparativa entre la experiencia y la autoridad. La comparación servirá al almirante y sus sucesores no solo como herramienta de apropiación de lo desconocido, sino también como fórmula para la autoafirmación de los valores propios. Lo desconocido se describirá planteando siempre un punto de partida, el propio, a partir del cual se juzga la otredad como buena o mala, aspecto que de paso reafirma las cualidades del europeo para imponerlas sobre el otro. Las primeras descripciones de Colón en las que poco a poco se abren paso imágenes de “caníbales” e “idólatras”17 no solo se repetirán en las

16 La leyenda del Preste Juan deriva de una supuesta carta enviada a los reinos cristianos de Occidente por un poderoso rey cristiano, cercado en sus fronteras por infieles. La misiva, que data de 1165 (aproximadamente), describe un reino de riquezas innumerables en el que se mezcla la opulencia material con la espiritual expresada en la tenencia de reliquias como el santo grial o la lanza sagrada con la que Cristo fue herido (Chimeno 117-118). La leyenda de ese “reino imaginario” movilizó al occidente medieval, influyendo, junto a la existencia del paraíso, en todos los viajeros de los siglos XII al XVI. De hecho, desde el siglo XIV los dominicos enviarán expediciones hacia Etiopía en busca del reino maravilloso, mientras el cartógrafo genovés Angelino Dulcert situaba por la misma época el reino del preste en Egipto. La búsqueda del reino nunca encontrado se extendió hasta el ocaso del siglo XV y con cada nueva extensión de la frontera territorial descubierta renacía la idea de encontrar el reino (Gumilev 5-52).

17 Una de las mejores narraciones respecto de esto la hallamos en la descripción de los acontecimientos del domingo 4 de noviembre de 1492. Lo relatado por el almirante mezcla las noticias de posibles riquezas sorprendentes con la existencia de caníbales y monstruos que pareciesen más una construcción de Colón relacionada claramente con el texto de El libro de las maravillas del mundo de Juan de Mandeville que una realidad. Según el diario del primer viaje: “Mostró el almirante a unos indios de allí canela y pimienta y conociéronla y dijeron por señas que cerca de allí había mucho

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futuras crónicas de conquista, sino que a su vez justificarán como necesaria la transformación de los nuevos territorios, sus gentes y sus costumbres.
Pero la experiencia, a su vez, irá modificando con el correr del tiempo la mentalidad de los europeos, llevándolos a cuestionar su propia noción de verdad y conocimiento. Las autoridades grecolatinas, en especial las de carácter geográfico como Plinio o Ptolomeo, al ser controvertidas por la realidad americana, cederán el paso –no sin antes dar la batalla– a una nueva visión del mundo18. Como señala Mauricio Nieto:

Las evidencias de un nuevo continente habitado y con una naturaleza exuberante fueron obvias razones para cuestionar a los autores clásicos en lo referente a la geografía y la historia natural y, más problemático aún, para cuestionar la condición de autoridad de las Sagradas Escrituras (81).

La idea bajomedieval, importada por los europeos, interpreta y transforma lo nuevo, pero no sale invicta. El choque de las dos culturas, como se puede observar, hace que todo cambie, que de los imaginarios de ambas orillas atlánticas surja algo nuevo.
Cristóbal Colón murió en 1506 creyendo haber alcanzado la costa asiática, pero otros habrían de viajar hacia las nuevas tierras para transformarlas, para moldearlas a partir de la mezcla de culturas, para que la experiencia se convirtiera en el catalizador de una transformación que dará vida, finalmente, a un nuevo mundo.

de aquello al camino del sudeste. Mostróles oro y perlas y respondieron ciertos viejos que en un lugar que llamaban Bohío había infinito […]. Entendió también que lejos de allí había hombres de un ojo y otros con hocicos de perros que comían los hombres, y que en tomando uno lo degollaban y le bebían la sangre y le cortaban su natura” (Colón 124).

18 Anthony Grafton consigna esta importancia del corpus grecolatino para los viajeros de la época (48-54). Sin embargo, no todos los elementos de dicho corpus fueron igualmente controvertidos a partir de la novedad que significó el encuentro de América. Aristóteles y Platón mantendrán su influencia no solo en Europa, sino también en la América de los siglos XVII y XVIII. La autoridad de estas obras pervivirá gracias a la relectura que de ellas harán los humanistas de los siglos XV y XVI (Grafton 32). Las nuevas traducciones de los filósofos griegos y romanos mantendrán su carácter de autoridad hasta el siglo XVIII, convirtiéndose en base de la escolástica impuesta como forma de conocimiento en el Nuevo Mundo.

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2. Más allá del saqueo: ideas, cultura material y productos

Hemos querido evidenciar el carácter medieval de la conquista de América, no como un aspecto más del proceso o como un hecho aislado, sino con el fin de evidenciar su papel determinante dentro de lo que fue el ethos conquistador en el Nuevo Mundo. Las creencias medievales asociadas a un pensamiento dominado por el cristianismo definieron la conquista como un hecho vinculado a la búsqueda de un ideal cristiano, una expansión cuyo fruto, más allá del innegable enriquecimiento, era la consolidación de un mundo nuevo regido por las características del ser hispánico. La suplantación ontológica operada en el Nuevo Mundo supone la definición de “lo colonial” como una estructura de pensamiento asociada –como bien ha demostrado Rolena Adorno– a un ideal caballeresco, masculino y cristiano19. Este hecho, oculto bajo una tendencia historiográfica que ubica lo “colonial” dentro de la “modernidad” y la vincula únicamente a la actividad extractivista y opresora20, permite observar que lo colonial es también un ideario que se

19 Rolena Adorno ha señalado que “el discurso caballeresco, en sus manifestaciones seculares y religiosas, era omnipresente en el siglo XVI en Europa” (112). Como discurso heredado del mundo bajomedieval, la caballería permeó todos los estadios de la sociedad, dando forma a un ideal social. Transportado a América este modelo ontológico determinó que el colonizador observara al otro a través de un prisma dominado por una cultura masculina –machista, se podría decir–, caballeresca y ante todo cristiana. Su categoría de alteridad incluirá entonces a judíos, moros, infieles o indios, los cuales serán vistos como objetivos de transformación ontológica. El bien, definido como categoría cambiante, será entonces buscar su transformación cultural. La idea no es someterlos, sino convertirlos a partir de las categorías que para el español definen una sociedad (Adorno 112).

20 Hago aquí referencia al conjunto de obras ubicadas dentro de la tradición historiográfica denominada como poscolonial o de estudios subalternos. Aunque estas investigaciones han propendido por una deconstrucción de los “metarrelatos sociológicos” y han representado un acercamiento a temas y problemas que anteriormente no eran abordados (Vega 69-75), han evadido de paso muchos aspectos de la expansión colonial en América, en pos de evidenciar la voz del subalterno. En esta medida, estudios como los de Enrique Florescano o Roberto Choque –por citar un par de ejemplos– han dado forma a una lectura de lo colonial en la que móviles económicos determinaron la “destrucción” social y cultural de los pueblos prehispánicos. La estructura colonial –siguiendo al profesor Choque– solo puede ser comprendida a partir de la imposición del tributo y el funcionamiento de la mita, elementos fundamentales para el ejercicio del dominio político y social de España sobre las Indias (127). Esta postura –a la que me opongo– oculta bajo la idea de una “invasión

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implanta con la finalidad de transformar un mundo, buscando que este se asemeje a otro.
Lo medieval determina entonces que la presencia de España en el Nuevo Mundo no se situó dentro del marco de un proyecto colonialista cuya única ambición era la de extraer riquezas y productos para embarcarlos hacia Europa como afirman historiadores como Hermes Tovar o Germán Colmenares, quienes subrayan el carácter económico y mercantil de la conquista de América21. La presencia hispana, más allá de esto, dio forma a un escenario de transformación que cambió el rumbo de la historia tanto para los españoles como para los americanos.
Este hecho pone en jaque la idea de “lo colonial”, evidenciando que el proyecto hispánico tuvo una ambición mucho más elevada que la de expoliar los territorios ubicados en las “Indias”. Colón y quienes lo siguieron en la llamada “carrera de Indias” trajeron consigo –como ya se ha mencionado– una serie de ideas, conocimientos, productos y objetos que sirvieron de base para la configuración de una nueva realidad. El conjunto de elementos migrados, amarrados al devenir de Europa desde la Antigüedad, se modificaron y entremezclaron con lo amerindio dando forma a una cultura nueva, mestiza. De igual forma, el tránsito de productos e ideas entre América y Europa –el viaje de retorno– complejizó la propia cultura europea, transformándola, llenándola de las complejidades derivadas del encuentro de algo nuevo.

destructiva que segaba todo lo que antes había sido fuerte” (Florescano 68) procesos mucho más complejos. La historia de la conquista no es la narración de la lucha entre “blancos” y “negros” movida por el oro. Es más bien la historia de cómo ese “blanco” y ese “negro” se funden para dar forma a un “gris”.

21 Estos estudios anclados a la “historia económica” han puesto de relieve el carácter “mercantil” de la conquista americana. En el caso de Colmenares, la conquista se concibe globalmente como una empresa, cuyo fin último era la “acumulación de capital”, tesis basada en la revisión de los contratos entre la Corona y los conquistadores conocidos como “capitulaciones” (Colmenares 1-5). Tovar, por su parte, expresa cómo la “reciprocidad” de los contactos iniciales entre indios y españoles terminó convertida en “mercantilismo”, figura asociada a “la locura, el temor y la desolación” traída por los españoles en medio de su sed de riquezas (15-16). Ambas posturas, asociadas a una fuerte tradición historiográfica vigente en América desde la década de 1970, si bien aportan valiosas herramientas para leer y comprender la conquista, instauran un sesgo que reduce tanto la conquista, como lo colonial, negando con ello los procesos mentales, de intercambio y transformación que aquí se efectuaron. Más que miedo o desolación, lo que en América se gestó fue una profunda transformación del mundo.

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La transformación, no de un mundo sino de ambos, como todo proceso histórico, tuvo etapas y cambios de curso en su interior. Claramente, a partir del momento en que la monarquía hispana comprendió que lo hallado por Colón era mucho más que un archipiélago, emprendió un proyecto no de colonización extractiva, sino de descubrimiento y asentamiento. Aunque bien es cierto que este ideal se aunó en un principio a la búsqueda casi indiscriminada de riquezas por parte de los conquistadores, en el ocaso del siglo XVI este derrotero quedó paulatinamente de lado, en parte por la presión de una monarquía que buscaba asentarse y extender la fe cristiana en las nuevas tierras.
A pesar de que los conquistadores siguieron acumulando riquezas al margen de la voluntad misma de la Corona, es claro que la monarquía velaba más por la evangelización de los indios que por el enriquecimiento de sus arcas. Las diferentes ordenanzas enviadas por Carlos V y por Felipe II a la Nueva Granada dan cuenta de esto, pues evidencian el afán por evangelizar y controlar los saqueos22.
De hecho, para algunos de los conquistadores el fin último de la conquista no era la rapiña, sino el establecimiento dentro de los nuevos territorios, idea a la cual se amarraba la evangelización de los indios. García de Lerma, uno de los primeros conquistadores que viajaron al Nuevo Mundo23, fue en este sentido uno de los pioneros. El gobernador de Santa Marta pensaba que el ingreso al territorio debía ser considerado como una empresa de gran envergadura en la que se establecieran ciudades y población. Ambas debían permitir el comercio, así como la configuración de una sociedad amparada en los valores hispánicos (Colmenares 7).

22 En algunas notas firmadas por el príncipe Felipe en 1551 se hace evidente la necesidad que tiene la Corona de frenar el saqueo promovido por algunos de los conquistadores. En estas misivas enviadas a la Nueva Granada se pide que “no se echen en esas partes indios a las minas y que no haya servicios personales” y que no se extraiga oro de las sepulturas y que “si algunos indios pretenden que lo que se ha sacado de algunas sepulturas que han descubierto les pertenece por haber sido de sus pasados, hareis de ello justicia, cómo los indios no reciban agravios y se les restituya lo que de esto pareciere pertenecerles de derecho” (ctd. en Friede 163).

23 García de Lerma (fallecido en 1531) fue miembro de una de las más prestigiosas dinastías de comerciantes de Burgos. Viajó al Nuevo Mundo como paje de Diego Colón, permaneciendo con él en Santo Domingo donde instauró la encomienda. A pesar de ser un gran comerciante, García de Lerma siempre promulgó la idea de generar un poblamiento del Nuevo Mundo, el cual debía estar articulado a la evangelización de los naturales.

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Este hecho controvierte, o por lo menos matiza, la idea ya citada de que la gesta conquistadora fue una empresa privada dirigida a la búsqueda de oro (Colmenares 1-5). La relación directa establecida entre conquistador y oro
–resaltada por autores como Nathan Wachtel24– queda entonces en entredicho al evidenciar que, más allá de la búsqueda indiscriminada de riqueza, se tejieron relaciones culturales cuyo fin era la construcción de un nuevo mundo.
Contrario a la pretensión extractivista que le es atribuida a la Corona, el saqueo fue frenado y transformado en una política de sometimiento y evangelización del indígena. La nueva política, si bien estaba amarrada a una regulación del tributo y un endurecimiento del rigor fiscal, trajo consigo un ímpetu evangelizador ligado a dos aspectos que definirían en parte el rumbo de la América española: la reducción de los nativos a pueblos de indios y la encomienda. Ambas estructuras se relacionaban con el derrotero expresado por la monarquía española respecto de sus dominios de ultramar: evangelizar al indio y crear vida en policía (Mayorga)25.
Los pueblos de indios, como ha demostrado en un reciente trabajo Santiago Muñoz, se situaron como espacios de diálogo, negociación y transferencia, lo cual dio forma a un mestizaje ejecutado por el indio como forma de autoinclusión dentro del nuevo sistema (1-26). El indio, en algunos casos, se hizo español para acceder a títulos y prebendas. Los caciques –bautizados ahora en el cristianismo–, a partir de procesos de negociación, mantuvieron en determinadas situaciones sus títulos, así como el control sobre la población26.

24 “Saqueos, masacres, incendios, es la experiencia del fin de un mundo. Pero se trata de un fin sangriento, de un mundo asesinado” (Wachtel 54).

25 En este sentido, podemos citar una misiva firmada por el príncipe Felipe (futuro Felipe II) el 10 de noviembre de 1551, en la cual se recordaba a los emisarios en las “provincias de Santa Marta y la Nueva Granada” que, según las ordenanzas del rey el buen trato hacia los indios, la preservación de su vida y su evangelización eran obligatorios. Según el documento: “[M]uchos capítulos de las ordenanzas son enderezados y hechos en beneficio y conservación y buen tratamiento de los naturales de las dichas Indias y de sus vidas y haciendas, para que en todo sean tratados, como personas libres y vasallos de Su Majestad como lo son, e instruidos en las cosas de nuestra santa Fe Católica, como vereis por algunos traslados impresos de las dichas ordenanzas y declaraciones que con esta os mando entregar, firmados de Juan de Sámano, secretario de Su Majestad” (ctd. en Friede 178).

26 Como ha demostrado Donato Amado para el caso peruano, las relaciones entre la élite inca y los españoles tras la caída de Atahualpa estuvieron dominadas por procesos de lucha, pero también de negociación. Mientras que una parte de la élite inca mantuvo su resistencia ante los invasores, otra se alió con los españoles, obteniendo diferentes

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La encomienda, por su parte, se dirigió hacia el adoctrinamiento del indio, labor que se realizó a cambio del uso de tierras para cultivo y de los grupos poblacionales como mano de obra. Esta institución buscó así agrupar a la población, evangelizarla y hacerla trabajar, tres aspectos que encerraban como conjunto el sometimiento de la sociedad (López 99-
146). Con pocos años de vida, esta estructura se convirtió en símbolo de poder y prestigio, mecanismo para generar alianzas y –claro– un buen camino para alcanzar riquezas. En palabras de Germán Colmenares, la encomienda:

Era la fuente de todas las relaciones de poder y puede decirse que el marco que encuadraba la situación de cada uno en relación con la sociedad entera. De la encomienda se derivaba tanto el poder político como el económico, ella estrechaba el nudo de alianzas o podía dar lugar a rupturas y rivalidades. Los conflictos no faltaban en los primeros tiempos de la sociedad colonial y en casi todos ellos puede verse la ambición por el poder que implicaba la encomienda (114).

El pueblo de indios, la encomienda y la ciudad se situaron entonces como las estructuras –ideas podríamos decir– traídas desde Europa que dieron forma al Nuevo Mundo. Sus aspectos principales fueron recogidos en las “Ordenanzas de descubrimiento, nueva población y pacificación” promulgadas por Felipe II en 1573, documento que se sitúa –junto con las leyes de Burgos de 1512– como fundacional de la ley indiana. Las ordenanzas se ubican además como demostración de la intención transformadora ejecutada por la Corona hispana en América27, resumiendo

prebendas como producto de dicho pacto. Una de estas recompensas fue el título de alférez real otorgado a nobleza inca por Carlos V en 1545. La élite incaica no solo debía elegir al alférez (representante del rey en los actos públicos), sino que también debía ostentar el título (Amado 56). Para el caso de la Nueva Granada, destaca el caso del indio “Francisco”, quien bautizándose y adoptando el modo de vida español recibió por parte de la Real Audiencia el título de “cacique del repartimiento de Ubaque” (Muñoz 163-165). Este tipo de acciones evidencian la negociación y la inserción del indígena dentro de la estructura sociopolítica hispana, a partir de su aculturación no forzada.

27 En estas ordenanzas, Felipe II dispuso una minuciosa reglamentación sobre la “pacificación” y mantenimiento de los indios, el trabajo y la evangelización de los mismos. Sin embargo, aunque las ordenanzas suponían un riguroso control del accionar hispano en las Indias, muchos de los conquistadores y encomenderos mantuvieron

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esa “conquista intelectual” gestada por el imperio hispánico en paralelo a la “conquista armada”.
Pero insertar a América dentro de la lógica imperial no solo supuso enmarcar lo amerindio dentro de una política cuya génesis se remonta hasta las Siete partidas de Alfonso X el sabio. El Nuevo Mundo fue también integrado a partir de una cultura material que transitó entre las orillas atlánticas, la cual con el correr del tiempo mezcló los saberes europeos con los prehispánicos dando vida así a un nuevo tipo de materialidad. Transformar significó también dar una nueva vida a la historia de los objetos, todo a partir de la confluencia de múltiples culturas dentro del espacio del primer imperio global de la historia.
Cabe señalar que, a partir de los primeros viajes emprendidos desde las costas castellanas hacia América, las huestes que habrían de conquistar y colonizar el territorio trajeron consigo buena parte de su cultura material. En esta medida, lo primero que arribó al Nuevo Mundo fue un armamento desconocido por los indígenas: arcabuces, espadas y cuchillos se mezclaban con otros elementos como agujas y objetos de cuero y vidrio (Comellas 165).
Junto con estos objetos, se contaban algunos utensilios de cocina fabricados en cobre y peltre así como las pocas piezas en cerámica o porcelana que sobrevivían a los tortuosos viajes (Restrepo 106). En la primera mitad del siglo XVI, la importación de objetos cerámicos procedentes de Europa fue mínima y –por lo menos para el caso de la Nueva Granada– casi siempre quedó en manos de aquellos que habitaban ciudades costeras como Cartagena o Santa Marta. Frente a esto, los españoles que recorrieron el territorio neogranadino se encontraron a su paso con una materialidad basada en el uso de la arcilla, con la cual se moldeaban platos, jarros, ánforas y diferentes elementos para uso ritual.
La reducción del porcentaje de objetos cerámicos importados desde Europa, enfrentada a la amplia producción indígena, generó en los españoles la necesidad de reproducir su cultura material en las nuevas tierras, lo que motivó la introducción de técnicas que, a partir de materiales locales, pudieran simular los acabados a los que estaban acostumbrados. Debido a esto, la alfarería indígena pasó –como ha señalado la antropóloga Tatiana Ome– “de

su conducta violenta contra los indios, aun cuando la intención monárquica fue siempre “pacificar” y no esclavizar (Del Vas 84-85).

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la ritualidad a la domesticidad”, en tanto que la producción cerámica indígena se centró en las necesidades amarradas a la cultura cotidiana implantada por los foráneos28. La cultura material prehispánica fue así transformada y adaptada a las necesidades propias de los peninsulares, de manera que ya en la primera mitad del siglo XVI los indígenas estaban elaborando utensilios como platos o jarras en los que se evidenciaba la combinación de técnicas europeas con formas y materiales prehispánicos y españoles29.
Con el correr del tiempo, y gracias al mejoramiento de los sistemas de almacenamiento en los barcos, los peninsulares trajeron paulatinamente buena parte de su cultura material, ya fuera como parte de su matalotaje de viaje o por medio del comercio con la metrópoli. Cabe señalar aquí que gracias al comercio de mercancías hacia América se desarrolló en los puertos españoles –particularmente en Sevilla– una compleja actividad comercial y crediticia. Quien deseaba enviar mercancías al Nuevo Mundo debía comprarlas y pagar el envío o pedir préstamos, los cuales debía cancelar cuando la mercancía fuera vendida en las Indias. Gracias a esta red de mercado, para finales del siglo XVI los galeones que zarpaban hacia el Nuevo Mundo transportaban veinticinco mil toneladas de alimentos y mercaderías (Comellas 164). Pinturas, esculturas, muebles, vestidos, espejos y todo tipo de objetos de uso cotidiano eran cargados y vendidos en el Nuevo Mundo. A todo esto se sumaron las mercancías comerciadas

28 Como señala Tatiana Ome, la llegada de los españoles motivó “la resignificación, reformulación, transformación, apropiación o permanencia” de prácticas y discursos tradicionales relacionados con la cultura material y su uso. En el caso del nativo, este tipo de respuestas se percibe a través de “la elaboración y el empleo de la cultura material que hace parte de los objetos de uso cotidiano, como el menaje culinario, la vestimenta, el mobiliario entre otros, los cuales desde tiempos prehispánicos hacían parte de los contextos domésticos y rituales”. Con la progresiva anulación del contexto ritual indígena, los saberes prehispánicos fueron enfocados en cubrir las necesidades materiales de quienes colonizaron el Nuevo Mundo (Ome XXIV).

29 Un ejemplo de la combinación de lo indígena con lo español se halla en la elaboración de vasijas vidriadas, técnica introducida por los españoles consistente en sumergir la loza cocinada en plomo fundido para luego hornearla por segunda vez, lo cual le brindaba al material una capa brillante similar al vidrio. Con base en esta técnica se produjeron en Santafé desde los primeros años del XVII objetos como bandejas, lebrillos, platos, tazas y cuencos, que hacían parte del menaje propio de los peninsulares recién asentados en las nuevas tierras. El vidriado fue implementado por los grupos indígena, mestizo y criollo y difundido rápida y ampliamente a lo largo del altiplano cundiboyacense durante los siglos XVI y XVII (Therrien 71; Loboguerrero 40).

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a través del llamado “galeón de Manila” a partir de la primera mitad del siglo XVII30. Por esta vía llegaban a América sedas, objetos suntuarios y porcelana asiática, elementos que eran bien recibidos por las élites criollas americanas (Lucena 569).
Ahora bien, en cuanto a la materialidad enviada desde América hacia Europa sabemos que en su mayor porcentaje estuvo copada por el oro y la plata. Sin embargo, algunos productos cerámicos y tejidos fueron enviados hacia la península, aunque no en volúmenes equiparables al de metales. En esta medida, se podría señalar que en cuanto a la materialidad imperó lo europeo, generando una mezcla –en ciertos casos– con las técnicas, los materiales y los diseños prehispánicos.
No obstante, contrario a lo que ocurriría con la materialidad indígena, cuyo impacto en la cotidianidad europea sería mínimo, los productos del Nuevo Mundo dejarían una profunda huella en la cultura alimentaria del Viejo Mundo, transformando radicalmente su gastronomía. Ya en los albores de la conquista, muchos cronistas señalaban la diversidad de productos americanos, muchos de los cuales eran desconocidos por los peninsulares. Gonzalo Fernández de Oviedo, primer cronista de las Indias, evidencia el énfasis alimentario al dedicar un extenso apartado de su crónica a los frutos del Nuevo Mundo. En este describirá frutas como el mamey, la guanábana o la guayaba, de las cuales destacará su aroma y sabor (267-276).

30 Cabe señalar aquí que tras el viaje de Fernando de Magallanes alrededor del mundo (1519), se hallaron sobre el océano Pacífico algunas islas que a futuro serían determinantes en la historia del imperio hispánico. El conjunto de islas, descubiertas y bautizadas por Magallanes como “archipiélago de San Lázaro”, sería posteriormente conquistado por las huestes españolas comandadas por Miguel López de Legazpi. Denominadas a partir de mediados del XVI como “Filipinas” en homenaje al monarca español, estas se convirtieron en asentamiento español, mientras que sus habitantes fueron sometidos bajo una figura similar a la “encomienda” denominada “polo”, a partir de la cual los nativos prestaban servicios personales a los españoles. En la medida en que el archipiélago filipino no poseía riquezas extraíbles, fue utilizado por España como enclave comercial para tender relaciones con Asia. Las islas se convirtieron así en el eslabón que unía al Asia y el Pacífico con la América continental dentro de un entramado comercial. El comercio de especies y objetos, que a partir de entonces se basará en el recorrido del llamado “galeón de Manila”, introducirá al continente americano buena parte de la cultura material asiática, permitiendo de paso el ingreso de negros africanos que se asentarán principalmente en la costa pacífica complejizando el mestizaje racial y cultural en esta zona (Lucena 563-569).

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Además de estos frutos, los conquistadores pronto descubrirán productos como la papa, el tabaco, el cacao, el tomate, la piña, el coco o la fresa, entre otros que con celeridad serán enviados a Europa, donde poco a poco ganarán un lugar dentro de las mesas. Por su parte, los españoles que arribaron a las nuevas tierras trajeron consigo el tamarindo, la sandía, el melón, la mora y la frambuesa, así como especias (ajo, tomillo, laurel, cilantro) y diversos animales (vaca, cerdo, pollo) que dieron vida a una nueva gastronomía. Las naves en las que arribaban los peninsulares no solo eran cargadas con hombres, sino también con toda una serie de avituallamientos que poco a poco se quedaron como parte de la cotidianidad americana. Trigo, galletas, vino y aceite se sumaban a infaltables especias –fundamentales dentro del gusto español por las comidas sazonadas– como canela, clavo, mostaza, perejil, pimienta, cebolla y ajo31.
Los barcos que transitaron el Atlántico también llevaban hacia el Nuevo Mundo pipas de vino, grandes cantidades de harina almacenada en barriles y muchas semillas, esto con el fin de plantar frutos europeos en las nuevas tierras32. La idea de plantar productos peninsulares en América, aunada al constante transporte de animales, determinó desde un principio la actitud castellana de establecer reinos ultramarinos y no simples factorías en sus dominios indianos33. A partir de esta intención, el intercambio de productos terminaría con el tiempo transformando radicalmente ambas orillas del Atlántico a tal punto que sin dicho encuentro hoy no podríamos degustar una parrillada de

31 Cabe anotar aquí que los productos que arribaban al Nuevo Mundo como avituallamientos de los viajeros variaban de acuerdo con la zona de España de la que estos procedían. Con los aragoneses llegaron los aliños, la longaniza y los jamones. Los de Navarra transportaron verduras como los espárragos y la alcachofa y las carnes ahumadas. Los valencianos, más cercanos a la cultura morisca, ingresaron el arroz, las cebollas y las hortalizas. Los gallegos, cuya gastronomía se centraba en los productos de mar, trajeron a América los preparados con ostras, langostas y mejillones (Restrepo 33).

32 De hecho, en 1520 el rey Carlos V envió un cargamento de trigo y semillas de su propio granero con la orden expresa de que fuera “extendido su cultivo en el Nuevo Mundo” (Toussaint-Samat 75).

33 Curiosamente, el transporte de alimentos y animales hacia el Nuevo Mundo por parte de los castellanos se sitúa como uno de los argumentos que evidencia la idea española de establecer reinos de ultramar y no meras colonias. Al realizar un estudio comparativo entre lo que transportaban los barcos castellanos y los portugueses hacia América, es claro que mientras los primeros viajaban con animales y semillas, los segundos únicamente transportaban pasajeros para trabajar en las factorías (Nieto 3).

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carnes en América, una pizza napolitana recubierta de tomate en Italia o una
“tortilla española”, cuya base es la papa, en un restaurante de Madrid.
Sin embargo, este intercambio no se dio de manera sencilla, demandando un largo tiempo para que se hiciera efectivo. Los españoles llegados a América solo se vieron abocados a comer el alimento indígena cuando el hambre en medio de las jornadas de conquista así lo ameritó. Para los peninsulares sin comida no había posibilidades de subsistencia, hecho que los movió a probar los alimentos propios de los indígenas. Cuando escaseaba el alimento, las huestes conquistadoras ingerían raíces, plantas y todo alimento existente en los poblados que hallaban a su paso. Con el tiempo esta práctica hizo que muchos de los conquistadores se adaptaran a los alimentos indígenas, acostumbrándose a sus sabores y sus formas de preparación (Restrepo 8-9).
Por su parte, los indígenas siguieron alimentándose con sus productos tradicionales: papa, yuca y maíz, puesto que los españoles establecidos en las nacientes ciudades vetaban el consumo de carnes, quesos, leche y pan blanco a los naturales. Para principios del siglo XVII, el panorama alimentario americano tenía dos caras. Por una parte, los españoles habían buscado introducir y adaptar sus alimentos con el fin de reproducir lo más fielmente posible la realidad europea. El avance y la calidad de dicha adaptación dependieron de los sistemas medioambientales de cada una de las zonas del territorio recién conquistado. De esta forma mientras algunos alimentos se adaptaron rápidamente al medio, otros no lo pudieron hacer, o quedaron reducidos a pequeñas zonas donde las condiciones climáticas los beneficiaron (Bauer 177-196).
Mientras esto ocurría, los indígenas, por su parte, seguían comiendo sus alimentos tradicionales o, al menos, aquellos que habían pervivido en medio de la catástrofe demográfica (Bauer 178). Sin embargo, el mantenimiento de las costumbres nutricionales de españoles y americanos no significó la ausencia de cambios en la realidad alimentaria de unos y otros. La introducción de ganados y nuevos productos cambió radicalmente el paisaje americano y movió a los indígenas a reconfigurar sus campos de cultivo. Asimismo, la aplicación de la rueda y los animales de tiro como el caballo, los asnos y las vacas en las labores agrícolas generaron una modificación total en el trabajo rural de los pueblos prehispánicos (Salas 258).
Mientras esto ocurría en América, en el Viejo Mundo los productos transportados desde las Indias eran vistos con recelo y pasaría un buen tiempo

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para que se convirtieran en protagonistas de la mesa europea. La papa, por ejemplo, arribó a Europa en la primera mitad del siglo XVI, pero pasaría mucho tiempo antes de que fuera incluida como parte de la dieta cotidiana. Las personas no sabían cómo prepararla y en principio fue utilizada como alimento para los animales. Solo sería en la segunda mitad del siglo XVIII cuando adquiere una posición privilegiada, gracias en parte a los recetarios ideados por los cocineros de las cortes, en los cuales surgieron diferentes recetas cuya base era el tubérculo americano (Pounds 207).
Caso contrario ocurrió con productos como el maíz y el tomate, cuya adaptación al suelo y al paladar europeo determinó una rápida aceptación. El maíz crecía y rendía más que cualquier otro cereal en Europa, mientras que el tomate se adaptaba a diferentes preparados (guisos y salsas principalmente), que eran del gusto de aragoneses y castellanos (Pounds 207-208).
Finalmente otros productos americanos, como el cacao –y en especial el chocolate– y la piña, gozaron de rápida aceptación por parte de los peninsulares. El chocolate, a pesar de ser una bebida costosa en Europa, alcanzó una rápida popularidad, convirtiéndose en una de las preferidas por los españoles desde los albores del siglo XVII34. En cuanto a la piña o “ananá”, se sabe que desde su arribo a Europa en el siglo XVI alcanzó una gran aceptación por parte de los españoles, quienes rápidamente la convirtieron en uno de los manjares de la culinaria hispana. De hecho, se convirtió en uno de los frutos propios de la nobleza española, a tal punto que Carlos V y sus sucesores Felipe II y Felipe III gustaban de comer grandes cantidades de piña americana (Cartay 83). Por último, cabe hacer mención del pequeño aporte al conjunto de las especias, tan apreciado en la gastronomía española, hecho por el Nuevo Mundo. En América los peninsulares hallaron la llamada “pimienta de Jamaica”, la vainilla y el ají, tres ingredientes que se incorporaron rápidamente al recetario español como parte de muchos de sus platos (Cartay 94).
El intercambio de ideas, objetos y productos alimentarios entre las dos orillas del Atlántico gestó, finalmente, la transformación de la cotidianidad

34 Gracias al temprano envío de cacao hacia España, la preparación original de la bebida de este fruto fue modificada por los monjes en el Viejo Mundo, generando un líquido refinado al que se adicionaron ingredientes como el azúcar, los clavos y la canela. El producto resultante terminó siendo parte de la dieta española al punto que muchos sacerdotes vieron en esta bebida americana un “vicio” que soliviantaba las peores pasiones (Corcuera 521-527).

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tanto en el Nuevo como en el Viejo Mundo. Leer la conquista de América como un proceso unidireccional en el que Europa se extiende sobre el Nuevo Mundo es, en este sentido, un error. Al asumir la gesta conquistadora como proceso de transformación, admitimos también que dicha transformación operó sobre un escenario global, aspecto que desdibuja las dos orillas atlánticas para dar forma a algo nuevo.
La conquista, o lo mal llamado “colonial”, no puede resumirse bajo conceptos como barbarie, saqueo o esclavización, términos históricos que dejan al margen las complejidades propias de un proceso expansivo que globalizó y transformó el mundo hasta entonces conocido. El mundo se hizo nuevo y esa novedad no puede restringirse a los confines americanos. Las ideas, la cultura material, la alimentación y hasta la cotidianidad misma se vieron trastornadas tras el encuentro de los dos mundos. La importancia de lo ocurrido podría resumirse en la dedicatoria que Francisco López de Gómara escribiría en su Historia general de las Indias, dirigida a “Don Carlos emperador de romanos y rey de España”: “Muy soberano señor: la mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo crió, es el descubrimiento de Indias, y así, las llaman Mundo Nuevo” (25). Las palabras dibujadas por la pluma de Gómara encierran lo que significó el hallazgo de ese Nuevo Mundo tanto para Europa como para América: la historia humana después del descubrimiento y la conquista comienza a ser otra.

Conclusión

En su famoso “Discurso de Angostura”, publicado en el Correo del Orinoco entre febrero y marzo de 1819, Simón Bolívar señaló, haciendo referencia al pueblo americano, lo siguiente: “No somos españoles, no somos indios, constituimos una especie de pequeño género humano”. Las palabras del libertador resumían con simpleza lo ocurrido durante poco más de tres siglos de dominación española, escenario cultural en el cual ambos mundos se transformaron, generando una nueva realidad, dando forma a un mundo “global” y unificado, al menos en el discurso, bajo una Corona35.

35 Aquí digo “al menos en el discurso” porque, como ha señalado Matthew Restall, uno de los mitos que ha dominado la historiografía de la conquista ha sido el de la “completitud hispánica”: un imperio poderoso y unificado tras el encuentro de

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Como hemos visto a lo largo de este estudio, la transformación de los dos mundos estuvo articulada a partir del viaje, experiencia que permitió no solo unir las dos orillas del Atlántico y posteriormente el Pacífico, sino también generar un intercambio entre estas. El mar se convirtió en la vía a través de la cual hombres, ideas, productos e idiomas transitaron, encontrándose finalmente para generar una transformación global (Gruzinski, Las cuatro
51-65). Pero el viaje, más allá de los cambios que pudo generar, no se sitúa
–como hemos visto– como una experiencia moderna, sino más bien como
una prueba de las permanencias bajomedievales que persistirán en Europa
hasta bien entrado el siglo XVIII36. El proceso de transformación de lo
“medieval” en lo “moderno” será entonces también una consecuencia del
encuentro, y no al contrario, como se ha insistido.
Surcar el océano para encontrar lo desconocido demandó, en principio, la transformación de Europa en un continente que debió salir de sus fronteras y extender el dominio sobre sí mismo, para luego emprender la aventura atlántica. Lo que subyace bajo esta afirmación es que el viaje emprendido por Cristóbal Colón en 1492 no fue producto del azar o de la brillantez del “primer hombre moderno”, sino más bien el resultado de un largo proceso de lucha contra el territorio, lo desconocido, y el peso de un imaginario cocido en el crisol de los temores europeos.
Si apostáramos a los lugares comunes señalaríamos –siguiendo la historiografía tradicional– que fue tras el viaje que comenzó la explotación del Nuevo Mundo. Sin embargo, separándonos de estas visiones simplistas, y apelando a un matiz de las mismas, hemos argumentado que fue entonces –digamos, albores del siglo XVI– cuando se empezó a gestar un mundo nuevo. A las costas americanas no solo llegaron hombres con ansias de riqueza –sin que esto niegue la existencia de dichas pretensiones–, sino que tras de ellos llegó todo

América. Sin embargo, la realidad es que el Nuevo Mundo era un desastre y en principio la Corona no podía ejercer un control efectivo sobre sus dominios. En este sentido, no hay un imperio en la práctica, aunque claramente existe en el discurso (Los siete 107-122).

36 Aquí me atengo a lo señalado por Jacques Le Goff, quien hablaba de una “larga Edad Media” que se extiende hasta el siglo XVIII. Para el medievalista galo la Revolución francesa, aunada a la decapitación de Luis XVI, se sitúa como el hecho que determina tajantemente el fin del largo período medieval. Los acontecimientos anteriores (Reforma, Contrarreforma, capitalismo, etc.) si bien son importantes no representan una ruptura definitiva (Una larga 25).

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un entramado cultural, en el cual las ideas, la cultura material y los nuevos productos y alimentos se mezclaron. Sobre el mar, instituido como autopista de lo nuevo, se transportarían todos estos elementos en medio de un recorrido de ida pero también de vuelta, puesto que a Sevilla, Sanlúcar o Cádiz arribarían también los productos, los hombres y las visiones de un mundo desconocido cuya influencia, con el tiempo, también transformará a Europa.
Evidenciar la transformación no de uno sino de los dos mundos en conflicto hace que la idea de una “colonialidad” extractiva y destructiva del pasado indígena se desdibuje, abriendo un matiz que permite reflexionar con mayor precisión sobre las implicaciones que trajo la conquista dentro de un escenario global. Comprender lo que significó viajar en el siglo XV o XVI hacia América nos lleva a reflexionar sobre algo que esconden las visiones tradicionalistas de la conquista, amarradas siempre a las ideas de saqueo aurífero y destrucción de la cultura indígena. Esto es la transformación que representó para Europa el encuentro con el Nuevo Mundo, metamorfosis en la que posteriormente los productos, la materialidad y la misma lectura de la alteridad indígena actuarían como catalizadores. El sueño de encontrar el paraíso tras el horizonte trajo entonces tras de sí –para bien o para mal– un nuevo mundo y una nueva historia.

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